Una de las reflexiones que más se han reiterado entre las opiniones y críticas de “The Queen”, el último y muy estimable film de Stephen Frears, es la que afirma con rotundidad que en España no se podría hacer una película así. Es cierto; y no sólo por la censura tácita que respecto a la Familia Real española hay entre medios de comunicación y mundillo cultural de este país (que la hay, y escandalosa: no hay güitos ni de hacerle un guiñol al Rey, o al Príncipe, o a Leti) (y lo tienen, el guiñol, vaya si lo tienen). La percepción de la monarquía en España y en el Reino Unido son muy distintas, casi diría que antagónicas. Allá arriba se cuestionan mucho menos la institución monárquica y mucho más a los actuales moradores de Buckingham Palace; aquí viene a ser la situación inversa (España está plena de “republicanos juancarlistas”), aparte de que probablemente el momento más trascendente en el que se ha visto involucrado alguien de la Familia Real (aparte de la cantidad de veces que Juan Carlos I, con su moto, se ha parado a ayudar a alguien tirado en la carretera...) fue el golpe de estado-que-se-sienten-coño, donde el papel del Rey fue unánimemente considerado clave para su fracaso. Con todo esto, lo quería decir es que quizás la reflexión inicial (en la que yo me sumergí también al acabar de ver el film) es, posiblemente, algo injusta. Dicholocual, hablemos de cine, que no me gustan los pantanos.
“The Queen”. El arriesgadísimo triple salto mortal y sin red que se casca Stephen Frears para mostrarnos con su particular prisma uno de los momentos más trascendentes de la historia contemporánea británica, ni que fuera sólo por su alcance popular y por la zozobra que vivió su institución más representativa. Tony Blair es elegido Primer Ministro con los recelos de la Familia Real debido a su proyecto modernizador de las instituciones; pocos días después, Diana Spencer fallece en París (no hay como estamparse bien con un automóvil para pasar a ser una leyenda, ¿verdad, Jimmy Dean?) , y la reacción popular desborda a los Windsor, que, retirados a su residencia veraniega de Balmoral y aprisionados por su educación victoriana, son incapaces de comprender y reaccionar al momento que están viviendo. Las gestiones de Tony Blair, quien ve aumentada su popularidad drásticamente al saber interpretar el dolor de la gente (“Diana fue la princesa del pueblo”), para hacer despertar de su letargo a la Reina, chocan con las barreras protocolarias que la protegen... de la realidad. La película, hay que decirlo ya, es excelente de principio a fin, y Frears sale muchísimo más que airoso de este proyecto-ruleta rusa. Consigue un producto para todos los públicos (incluidas marujas. Que sí, señora, que esos eran Tom Cruise y Nicole Kidman... cállese ya, que no me deja oir la película...), cargado de verismo, sentido del humor y equilibrio, y al que lo único que le falta es lo que en ningún caso necesita: maniqueísmo. El director de Leicester rehúye el sendero más sencillo, el de asaetar a Isabel II (más o menos lo que hubiera hecho Ken Loach con semejante material), y reparte andanadas (de fogueo, eso sí) por toda Gran Bretaña. Además, resuelve de manera admirable el marronazo de mostrar el accidente de Lady Di, intercalando la ficción con imágenes reales de la ex-princesa de manera elegante. Aunque Tony Blair (un competente Michael Sheen) fue el gran triunfador del momento, y así se nos presenta en el filme, también se expone un dirigente algo torpe e impresionable a veces, en particular delante de la Reina. Igualmente destacables son los retratos del resto de personajes: una impagable Cherie Blair (Helen McCrory), hirientemente republicana; un pusilánime Príncipe Carlos (Alex Jennings), tan digno como a rebufo de su madre; una Reina Madre (Sylvia Syms) que aporta uno de los instantes humorísticos más celebrados, al saber que su protocolo de entierro va a ser mimetizado para el de Diana; y el Duque de Edimburgo (James Cronwell), quizás el que sale peor parado por su inmovilismo y, por qué no decirlo, cierta crueldad.
He dejado para el final a la Reina Isabel II. El recital interpretativo de Helen Mirren es de tal calibre que cuesta encontrar adjetivos en el diccionario de sinónimos (no, yo no uso de eso, me basta con mi vasto vocabulario) (ejem). Independientemente del parecido físico, su actuación es un verdadero alarde de recursos. Es el alfa y el omega, el ying y el yang de la película, y su capacidad para entender el personaje y modularlo (a pesar de su republicanismo confesado) la hace acreedora de cualquier premio que se le cruce por delante (sí, hablo de tito Oscar. Que hay que explicároslo todo). La arrogancia del principio, amarrada a sus convicciones tradicionales; el desconcierto ante los titulares de la prensa y las reacciones populares; y la dignidad mostrada en la parte final, cediendo (a regañadientes) a la voluntad plebeya de mostrar su (fingido) dolor en público y confesando a Blair, en un nimio momento de debilidad, el esfuerzo que significa para ella remontar su educación victoriana y más de cuarenta años de rutina monárquica. Eso sí, el té de las cinco que no falte...
“The Queen”. El arriesgadísimo triple salto mortal y sin red que se casca Stephen Frears para mostrarnos con su particular prisma uno de los momentos más trascendentes de la historia contemporánea británica, ni que fuera sólo por su alcance popular y por la zozobra que vivió su institución más representativa. Tony Blair es elegido Primer Ministro con los recelos de la Familia Real debido a su proyecto modernizador de las instituciones; pocos días después, Diana Spencer fallece en París (no hay como estamparse bien con un automóvil para pasar a ser una leyenda, ¿verdad, Jimmy Dean?) , y la reacción popular desborda a los Windsor, que, retirados a su residencia veraniega de Balmoral y aprisionados por su educación victoriana, son incapaces de comprender y reaccionar al momento que están viviendo. Las gestiones de Tony Blair, quien ve aumentada su popularidad drásticamente al saber interpretar el dolor de la gente (“Diana fue la princesa del pueblo”), para hacer despertar de su letargo a la Reina, chocan con las barreras protocolarias que la protegen... de la realidad. La película, hay que decirlo ya, es excelente de principio a fin, y Frears sale muchísimo más que airoso de este proyecto-ruleta rusa. Consigue un producto para todos los públicos (incluidas marujas. Que sí, señora, que esos eran Tom Cruise y Nicole Kidman... cállese ya, que no me deja oir la película...), cargado de verismo, sentido del humor y equilibrio, y al que lo único que le falta es lo que en ningún caso necesita: maniqueísmo. El director de Leicester rehúye el sendero más sencillo, el de asaetar a Isabel II (más o menos lo que hubiera hecho Ken Loach con semejante material), y reparte andanadas (de fogueo, eso sí) por toda Gran Bretaña. Además, resuelve de manera admirable el marronazo de mostrar el accidente de Lady Di, intercalando la ficción con imágenes reales de la ex-princesa de manera elegante. Aunque Tony Blair (un competente Michael Sheen) fue el gran triunfador del momento, y así se nos presenta en el filme, también se expone un dirigente algo torpe e impresionable a veces, en particular delante de la Reina. Igualmente destacables son los retratos del resto de personajes: una impagable Cherie Blair (Helen McCrory), hirientemente republicana; un pusilánime Príncipe Carlos (Alex Jennings), tan digno como a rebufo de su madre; una Reina Madre (Sylvia Syms) que aporta uno de los instantes humorísticos más celebrados, al saber que su protocolo de entierro va a ser mimetizado para el de Diana; y el Duque de Edimburgo (James Cronwell), quizás el que sale peor parado por su inmovilismo y, por qué no decirlo, cierta crueldad.
He dejado para el final a la Reina Isabel II. El recital interpretativo de Helen Mirren es de tal calibre que cuesta encontrar adjetivos en el diccionario de sinónimos (no, yo no uso de eso, me basta con mi vasto vocabulario) (ejem). Independientemente del parecido físico, su actuación es un verdadero alarde de recursos. Es el alfa y el omega, el ying y el yang de la película, y su capacidad para entender el personaje y modularlo (a pesar de su republicanismo confesado) la hace acreedora de cualquier premio que se le cruce por delante (sí, hablo de tito Oscar. Que hay que explicároslo todo). La arrogancia del principio, amarrada a sus convicciones tradicionales; el desconcierto ante los titulares de la prensa y las reacciones populares; y la dignidad mostrada en la parte final, cediendo (a regañadientes) a la voluntad plebeya de mostrar su (fingido) dolor en público y confesando a Blair, en un nimio momento de debilidad, el esfuerzo que significa para ella remontar su educación victoriana y más de cuarenta años de rutina monárquica. Eso sí, el té de las cinco que no falte...
2 comentarios:
El té a las cinco y el consorte Enrique de Edimburgo que siga a la sombra que en la monarquía inglesa no pinta nadie más que Elizabeth the second.
Hellen Mirren aparte de su ya reconocido republicanismo hace gala en su interpretación de una gran contención.Sabe muy bien dar el punto justo que el guión le obliga pero innova en cada escena haciendo de cada gesto una pequeña joya.El resto del reparto queda oscurecido ante el Oscar ya para Mirren.
Esperaba un panfleto de película y me equivoqué afortunadamente.El humor inglés no es de mis favoritos,prefiero el humor ácido,de doble sentido.Y eso que ya ha pasado la hora del té y la del café y la jornada laboral termina.
Los bombones after eight esperan en la alacena.
Secretaria de sistemas informáticos
Puede que no pinte nada, pero desde luego se aferra al victorianismo tradicional como niño a teta. ¡Ay, el chollete real...! Lo del humor inglés, hasta cierto punto, es un poco una leyenda. ¿Qué es el humor inglés? ¿Monty Python? ¿Sacha Baron Cohen?¿Peter Sellers? ¿Benny Hill? ¿Rowan Atkinson? Nada tienen que ver los unos con los otros, excepto su, digamos, britanicismo. Así que nunca digas con este humor no me reiré. Ojo con los bombones, que los carga (de granos) el diablo...
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