Hablemos de cine. Y de achaques.
Y es que escribir en este blog, por otra parte un proceso gratificante por la interacción con mis lectores y blablabla (y qué más), en ocasiones es como mirarse al espejo y comprobar, estupefacto, que nuestro cuero cabelludo TAMBIÉN está sujeto a las leyes de la física. Como decía un amigo mío, un gran filósofo espontáneo, “todo lo que crece, cae”. Aunque, ahora que pienso, él se refería a otras partes del cuerpo. En cualquier caso, lo que trato de expresar es que hay películas que a uno le hacen viejo. Y no me refiero a aquellas que han protagonizado nuestra infancia: escribir sobre “La guerra de las galaxias”, “Blade Runner”, “Los Goonies” o “Los fabulosos Baker Boys” no me hacen sentir mayor; siempre he percibido la distancia temporal con ellas. Fueron protagonistas de mi infancia, de mi adolescencia, soy consciente del largo camino andado. Pero hay otras que juraría que las vi antes de ayer, que implosionaron en mi subconsciente adulto, y por las que ha pasado mucho más tiempo del que me gustaría admitir. Cuando leo en Imdb que “Se7en” tiene ya 13 años, es como si descubriese una pequeña arruga novata en mi frente, una cana más para la colección. Es como ver a Guardiola de entrenador del Barça. ¿Cómo es posible? Pero si recuerdo perfectamente cuando debutó en 1ª División. Joder, tiene casi mi edad. ¿Tengo la edad de un entrenador del Barça? ¿Dónde hay un psicoanalista de guardia cuando se le necesita?
Estooooo, sí, “Se7en”. Permítanme que escriba el título a la manera original, con el "7" en lugar de la “v”. Es sólo el primer rasgo distintivo apreciable en este film que, a rebufo del paso en el sistema evolutivo del thriller que significó “El silencio de los corderos”, revolucionó el género de tal manera que cientos, miles de filmes se adscribieron a ese subapartado llamado “thriller psicológico con psicópata”, por desgracia fagocitando los salientes más superficiales, facilones y procaces de la propuesta. Hasta hoy, con éxito indiscriminado: último ejemplo, cualquiera de las partes de ese excremento, más que tramposo, traidor, llamado “Saw”. El segundo rasgo distintivo son los títulos de crédito de Kyle Cooper, espeluznantes, embridados por un tema de Nine Inch Nails que suena cual tiza en pizarra. El tercero es David Fincher, un director proveniente de la ILM y popular en el mundillo del videoclip, al que los productores de la saga “Alien” habían tenido la osadía de ofrecerle la dirección de su tercer capítulo. La crítica y el público le giraron la cara, pero ahí había algo: un sentido de la atmósfera opresiva, una sequedad rugosa. Con “Se7en”, Fincher da el campanazo y lleva una aparente película menor a la estratosfera del imaginario cinéfilo, gracias al cuarto rasgo distintivo del film, el guión de un tipo llamado Andrew Kevin Walker. A pesar de algunos tics efectistas, domina la atmósfera rugosa, el hedor de una ciudad sucia y húmeda, y Fincher se permite no mostrarnos nunca las acciones de su villano redentor, sino que se conforma con enseñarnos sus contundentes resultados. Así, al espectador le invade el horror del hecho consumado, de la aterradora infalibilidad del mal.
“Se7en” es un descenso a los infiernos por una escalera de servicio, visto a través de los ojos del quinto elemento distintivo, el lúcido, desbravado, sombrío detective Somerset (un imperial Morgan Freeman), un voyeur de la inmundicia humana que no puede dejar de mirar a pesar de la sartriana náusea que le invade; necesita un metrónomo para dormir, y quizás necesitaría otro para vivir en esa hosca, lluviosa y áspera ciudad sin nombre en la que sobrevive. El sexto rasgo distintivo es David Mills (Brad Pitt, manteniendo el tipo), nuevo detective en la ciudad, impulsivo, dominado por la juventud de sus emociones, impaciente, optimista, siempre a dos pasos de su compañero y a tres de un tipo llamado John Doe. Su interacción con Somerset fortalece y enriquece el film, y consigue que el personaje de su mujer (Gwyneth Paltrow), supere, aunque sea por poco, el mero elemento decorativo. Claro que a eso ayuda mucho el séptimo y definitivo rasgo distintivo.
“John Doe nos sermonea”. Es la conclusión a la que llegan los detectives, lo más cerca que pueden llegar del obsesivo autoproclamado Mesías interpretado con implacable ceremoniosidad (su cadencia de voz recuerda a HAL 9000) por Kevin Spacey. John Doe es, efectivamente, un Juan Nadie cualquiera que pretende inmortalizarse, no a través de su grandeza, si no a través de sus actos, que dan un nuevo significado a la expresión “justicia divina”. Invoca a Jesús, pero más bien pareciese un mártir de Satán enviado para certificar la quiebra técnica de la Humanidad conocida como tal. John Doe, el sermoneador, es la guinda de una película que aterró las plateas e hizo correr ríos de tinta entre la dividida crítica, aunque, como suele pasar con las películas de Fincher, el tiempo le hace ganar espacio en nuestras cinéfilas miradas. “Se7en” nos hizo mirar de frente al rostro del mal, a través de los ojos de Chaucer, Milton o Dante, y no nos hizo ni puñetera gracia.