Hace unos días fallecía
Charlton Heston, uno de los actores más carismáticos y populares de Hollywood, uno de aquellos a los que se podía denominar “estrella” sin que se cayese ningún anillo. Debido a su posicionamiento político y su actividad pública, la imagen de Heston quedó seriamente erosionada, hasta tal punto que el noticiario universal de su óbito ha sido casi tan pródigo en escenas de sus películas como en
imágenes reales del actor con un rifle en alto; su última
escena conocida es aquella peripatética huida en su propia casa, ensartado por las flechas con interrogante de
Michael Moore. Algunos analistas y blogueros se han quejado de que, a la hora de su muerte, se haya recordado más a la persona que al personaje, y han declamado la injusticia a la leyenda cinematográfica. Aunque quizás sea cierto, no lo es menos que Charlton Heston se convirtió en un activista político y en un personaje público a través de su cargo de presidente de la
ANR, con lo cual este era un riesgo previsible. Sin embargo, decir que
La Linterna Mágica es, exclusivamente, un blog de cine, resulta una obviedad necesaria, así que vaya este post como pequeño homenaje a un pedazo de la Historia del Séptimo Arte. Para ello-oye, hemos elegido una de sus películas más famosas, “
El planeta de los simios”. ¿Por qué? Pues porque es una de las pocas de Heston que no nos obligan a ver en
Navidades o en
Semana Santa; porque se puede hacer una analogía entre película y actor (siendo un bombazo en su momento, ninguno de los dos envejeció bien); y porque es la única de tito Charlton que tengo en mi deuvedeteca (¿se dice así?)... Descanse en paz, sr. Heston.
“El planeta de los simios”, de
Franklin J. Schaffner, data de 1968. No es una cifra baladí: en 1968 nos encontramos en plena
Guerra Fría, lo cual se percibe en el mensaje que transmite el filme; además, en aquel año se estrenó “
2001”, con lo cual se podría decir que es un año histórico para la ciencia-ficción. El argumento es de sobras conocido, así que lo reduzco a tamaño S (de sinopsis): una nave de astronautas hibernantes se estrella, al llegar al año 3978, en un planeta desconocido, en el que los simios tiranizan a una raza humana primitiva y sin capacidad para hablar o escribir; el rudo coronel George Taylor (Heston) tratará de escapar de su incierto destino con la ayuda de dos chimpancés científicos, Cornelius (
Roddy McDowall, el que más tajada sacó de todo esto) y Zira (
Kim Hunter). Nos encontramos ante un largometraje muy setentero estilísticamente, con unos zooms algo chuscos que harían las delicias de
Giorgio Aresu; una cámara en mano utilizada en contadas ocasiones, pero muy adecuada; una fotografía árida como el desierto en el que se encuentran los protagonistas; una banda sonora magnífica de
Jerry Goldsmith que suena cual tiza en pizarra; un fabuloso maquillaje simiesco, todo un logro de la época; y un presupuesto bastante limitado, que obligó al reajustar el guión respecto del libro original (en el que los simios tenían radios y coches). Charlton Heston es el rey absoluto de la función, eso sí, algo más cómodo en el trazo grueso del inicio (ese Taylor descreído, hosco, chulopo, fumador de puros: una actitud en traje de astronauta) que en los matices que requiere su
angustia posterior, aunque en general está
bastante convincente; a su lado, McDowall, Hunter y
Maurice Evans se limitan a darle voz a sus máscaras, y
Linda Harrison, a darle cuerpo a su... cuerpo. La película, con apariencia de entertainer de fantaficción, es en verdad, y desde el discurso inicial de Taylor justo antes de la hibernación, un manifiesto del utopismo negativista que dispara sin demasiada sutilidad hacia la religión, las teorías creacionistas, y, en general, la condición esencial humana, que diríase condenada a repetir los mismos tics autodestructivos una y otra vez; aunque, bien mirado, una observación más requebrada nos podría llevar a una interpretación de la película en clave de racismo... mejor no me meto en berenjenales, que me he quedado sin Ibruprofeno. La sociedad simia que se nos presenta es fuertemente religiosa, y su gobierno parece de corte integrista, acudiendo a un libro sagrado simio para reconocer los principios fundamentales de sus leyes. Los científicos son vistos con cierto desprecio, siempre a un paso de la herejía; y hay una consistente diferencia de clases, en este caso razas: los orangutanes son la clase política (la intelectualidad burguesa), los gorilas la clase militar (los machacas), y los chimpancés la clase científica (uséase, los pringados). Toda una estructura de castas que convierte a “El planeta de los simios” en un índice de un manual sociológico.
“El planeta de los simios” fue un éxito de tal calibre que forzó a ¡cuatro! secuelas filmadas en los siguientes ¡¡¡cuatro!!! años (toma productividad), a cual más floja, aunque sin abandonar casi nunca el pesimismo árido de la película que las parió. Pero, sin duda, lo que más perdurará en la memoria cinéfila es el impactante
final, que
reconduce toda la mensajería expuesta en los 105 minutos anteriores hacia una feroz crítica al ciego y arrogante comportamiento humano, que nos arrastra sin remisión, como bien dice Taylor en su desgarrado grito, a llevárnoslo todo por delante (insisto en el contexto nuclear-ayayay de la Guerra Fría). Es uno de los finales más recordados de la historia del cine, y con justicia, a pesar de no ser fiel a la novela (más escrupuloso fue el del infame
remake burtoniano, y ya ves) (aunque
Kevin Smith tiene su
propia opinión) de
Pierre Boulle. Tan impactante es, que nos hace olvidarnos de las inconsistencias del guión (y ahora es cuando a
Laura Hunt se le llena la boca con la palabra "tiquismiquis"), porque, a ver, coronel... ¿de verdad que el hecho de poder respirar sin casco no le hizo pararse a pensar ni un poquito?