Imperfecta obra maestra. Así definieron algunos críticos, en poco menos que innoble coincidencia, la película de
Pedro Almodóvar “
Hable con ella”, mi preferida del universalísimo y aclamadísimo (y miles de ísimos más) director manchego. Este es, si mis cuentas no van erradas ya que soy más bien de letras, el cuarto post que le dedicamos a Pedrito, así que no es necesario que nos paseemos de nuevo por su carrera. Pero sí resulta conveniente (más que nada, para echarle relleno al pavo, digo, al post), situar “Hable con ella” en su contexto, porque tiene su trascendencia. Cual
Hiro Nakamura en “
Héroes”, viajemos en el tiempo para retrotraernos al momento en el que “
Todo sobre mi madre” corona un año de superávit de premios y críticas superlativas con el archifamoso “¡Pedroooooooooo!” de
Pe en el Kodak Theatre. Un Almodóvar más melodramáticamente sobrio que nunca, a pesar de no abandonar las constantes vitales de su cine, ha conseguido triunfar definitivamente a este y al otro lado del charco. De repente, todo Hollywood aprende a pronunciar “Almodoubarr”, y todo actor yanqui de prestigio que se precie aprovecha la oportunidad que le dan los micrófonos para confesar que darían lo que fuese con tal de trabajar con él. Su evolución artística, extraordinariamente coherente vista su trayectoria en perspectiva, había sobrevivido a aquel punto de inflexión (por abajo) llamado “
Kika”, y se encontraba en la cresta de la ola. Lejos de dormirse en los laureles, Pedrito decide dar una vuelta de turca más a su ambición y alejarse del camino fácil y adocenado, y pergeña “Hable con ella”, un proyecto que, a priori, albergaba muchos números para sobrepasar varias líneas de ridículo si no era tratado con el esmero preciso...
Por fortuna, Almodóvar tuvo la osadía de caminar por los límites sin llegar a pisarlos. En primer lugar, es necesario señalar que “Hable con ella” es su película visualmente más sofisticada: el Almodóvar más esteta. Muy alejado de sus toscos inicios, hace ya tiempo que el cineasta manchego se preocupa por la cámara (quizás desde “
Matador”), pero aquí es donde se vuelve casi enfermizamente preciosista. La planificación de escenas es elegante (véase el paralelismo trazado entre Lydia vistiéndose de luces y Alicia siendo cambiada en el hospital) y detallista. Apoyado en el soberbio
Javier Aguirresarobe, cada plano, cada fotograma es un pequeño lienzo delineado minuciosamente con la paleta de colores almodovarienses habitual; cada encuadre optimiza el formato panorámico. La banda sonora de
Alberto Iglesias es magistral, exquisita y emocionante. El film es un continuo deleite visual, sobre el que se apoya un guión rayano en lo estrambótico, contenido en su excesividad, o excesivo en su contenimiento. Se abre la película desde dos historias en un principio inconexas que luego se entrelazan poco a poco entre saltos temporales, una desestructuración narrativa que no dificulta en absoluto su comprensión: por un lado se conocen una torera, Lydia (
Rosario Flores) y un periodista llorón, Marco (
Darío Grandinetti); por otro, un afable enfermero llamado, vayapordios, Benigno (
Javier Cámara), cuida cariñosamente a una bailarina en estado vegetativo desde hace cuatro años, Alicia (
Leonor Watling). Una cogida deja a Lydia en coma irreversible y la lleva al hospital de Benigno, y allí se “conocen” los cuatro. El enfermero está secretamente enamorado de su paciente, hasta el punto de cruzar, digámoslo así, el confín de lo ético... El punto de inflexión de la cinta se encuentra en el cortometraje mudo que ve Benigno en la Filmoteca, “
El amante menguante”, en el que
Paz Vega y
Fele Martínez dan vida a un delirante y desenfrenado relato que despierta al
enfermero sus más trastornadamente románticas pasiones. “Hable con ella” bucea en la imperfección de las pasiones humanas, se niega a juzgarlas; por primera vez en el cine almodovariano, los hombres son los protagonistas, encumbrando la lágrima masculina como signo de honestidad. Su hondura narrativa y melodramática es indudable, aunque no se priva de salpicar el filme con las típicas briznas humorísticas marca Almodóvar (el programa de TV de
Loles León, la sempiterna
Chus Lampreave, la artista-coñazo que borda
Geraldine Chaplin). En cuanto a los intérpretes, es obvio que el papel de Javier Cámara es el más agradecido, ese tipo bonachón con un punto inquietante al que, a pesar de sus pecados, aprendemos a querer. Aún así, me quedo con el trabajo de Darío Grandinetti, excelente, contenido a pesar de estar llorando cada dos por tres. Las féminas, insólitamente, reducen su protagonismo: la sorpresa es Rosario Flores, cuya interpretación es más convincente en los registros en los que ha mostrar intensidad y viceversa (eso sí, da el pego de torera: se parece más a
Manolete que el propio
Adrien Brody); en cuanto a Leonor Watling, a pesar de no poder mover ni un músculo en casi toda la película, nos ofrece una escena magnífica a través de su emocionada expresión al asistir a una clase de danza después de muchos años... En el debe de la película, cierta tardanza en coger el ritmo adecuado, alguna escena gratuitamente “amiguetil” (la de
Caetano Veloso) y alguna que otra salida de pata de banco, casi inevitable en una película como esta. El plano final, un hermoso encuadre en el teatro que nos muestra a Marco y Alicia separados por un asiento vacío, en vertical, nos insinúa el principio de una nueva historia que ya no es nuestra, impulsada por el desaparecido ocupante del mismo. ¿Qué es el amor, quizá, sino un tumor Benigno?