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Weblog dedicado al mundo del cine, tanto clásico como actual. De Billy Wilder a Uwe Boll, de Ed Wood a Stanley Kubrick, sin distinciones. Pasen, vean y, esperemos, disfruten. Si no es así, recuerden que NO han pagado entrada.
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AMIGOS MÍOS, SI LA VIDA FUERA ASÍ



“Sé que sería pedir demasiado, pero ya puestos quedaría perfecto que la escena que pusieras tuviera que ver con el Año nuevo.” (Alice la Directrice, de profesión gota malaya)

Esta es la “recomendación” recibida por Mi Majestad desde la dirección ejecutiva del blog. En el lenguaje de la Directrice, significa que si no sigo las directrices, tendré que encender el ordenador con los pies. Seguramente, al ver la escena la mayoría de vosotros creeréis que en breve seré un candidato perfecto para protagonizar “Mi pie izquierdo 2”, puesto que esta pequeña maravilla de “Annie Hall” no tiene absolutamente nada que ver con las fiestas. Pero es el último post del año, y no podía ser cualquier cosa. “Annie Hall” es la película que empujó al estrellato a un enjuto señor de gafas que forma parte de la idolatría de esta humilde Linterna, y además ejemplifica a la perfección, por contraste, la filosofía primaria del blog: no a la pontificación, no a la arrogancia crítica, sí al amor por el cine. Y, ya de paso, sí (muy a pesar mío) a las carencias sexuales-snif. Así que me agarro por los pelos a la metáfora, confiando en que mis manos podrán descorchar el cava de Fin de Año, y nos sumamos al tópico del Feliz 2008. Y, por supuesto, no olviden supervitaminarse y mineralizarse...
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SI SE MUEVEN MÁTALOS A CÁMARA LENTA



O el western según Peckinpah. Lo que equivale a escenas de tiroteos a cámara lenta para que acabe de salpicar bien la sangre al espectador, el Oeste y su amado Méjico.
Grupo salvaje es un western crepuscular como el que más; los pistoleros antes eran soldados que, una vez acabada la guerra, no encuentran su sitio, porque además los tiempos están cambiando: el coche ha llegado y pronto sustituirá a los caballos.
Las ciudades fronterizas (y especialmente las mejicanas, no sé porqué) siempre se han prestado muy bien a este tipo de historias, simbolizando lo delgado que es el límite entre el bien y el mal. El personaje que interpreta Robert Ryan (Deke) perteneció al grupo de Pike (William Holden), pero el destino hizo que se separaran y cada uno de los dos esté a un lado de la ley; aún así, se respetan mutuamente, ya que para ellos lo mas importante es un código de valor (-"Dio su palabra." -"¡Eso no importa, sino a quién se la das!"). Código que aplican para rescatar a uno de los suyos cuando no tienen nada que ganar, pero que ignoran olímpicamente cuando una prostituta reclama suplicando para cobrar por sus servicios prestados.
Leí en cierta parte (mi memoria ya no es lo que era), que el uso de la violencia que hacían Peckinpah y Leone eran tan diferentes como el erotismo y la pornografía. A Leone lo que le importan son los preliminares, todo el ritual que hay antes de la batalla y Peckinpah se recrea en el clímax final, haciendo que se prolongue al máximo. Totalmente de acuerdo. Pero como mujer prefiero los preliminares, y cuanto más duren, mejor.
Ya la escena del principio en la que unos niños se divierten con un escorpión devorado por las hormigas nos deja bien claro que aquí no se salva nadie, no hay bondad posible. A propósito, la hizo a partir de un comentario de su amigo “Indio” Fernández, y Peckinpah volvió loco al estudio para que le encontraran hormigas.
Magnífico reparto (William Holden, Robert Ryan, Ernest Borgnine, Edmond O’Brien, Warren Oates), de los que ya no se encuentran, o en todo caso en Doce del patíbulo o Los siete magníficos.
Peckinpah podía ser organizado en ocasiones, como por ejemplo en la de la explosión del puente (por cierto, señor Holden, es el segundo puente que vuela, hágaselo mirar), cuidadosamente planeada durante días, aunque en el momento de rodarla el tiempo se volvió contra ellos y la hizo mucho mas difícil de lo previsto; pero al mismo tiempo también era capaz de improvisar, como por ejemplo la famosa escena del grupo caminando tranquilamente para enfrentarse a Mapache, que se le ocurrió de repente y la hizo poco a poco, añadiendo elementos a cada toma sobre la marcha.
Una de las cosas más curiosas es que cuando se estrenó en nuestro país (donde había estado mucho tiempo prohibida) se la clasificó como X, equiparándola a una película porno, debido a su violencia. Desde luego ahora sería muy difícil rodar una película así. Pero si yo me quedo con algo no es con los disparos, sino con las risas, esas risas que aparecen en los momentos más inoportunos y nos servirán para recordar a ese grupo aún después de muertos.
No menos curioso es que se estrenara prácticamente al mismo tiempo que Dos hombres y un destino, ya que el grupo de Butch Cassidy y Sundance Kid se llamaba, precisamente, The wild bunch, pero decidieron cambiar el nombre para evitar confusiones.
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LA (SOPORÍFERA) LEYENDA DE BAGGER VANCE


Sísisisisi… Felices fiestas-etcétera. Vamos a lo que nos congrega alrededor de este santuario cinematográfico llamado La Linterna Mágica. Atención-anécdota del abuelo marcbranches. Hace unos cuantos años me fui con unos amigos a los Yuesei, a disfrutar de la calidez y la elefantiasis que impregna todo lo que toca aquel imperio. ¿Qué es lo que más llamó la atención de este despistado observador? ¿Los abuelos dejándose la soldada un martes por la noche en Las Vegas? ¿Las chicas de buen ver y mal vivir que anulan el glamour de Hollywood Boulevard? ¿El gigantesco dejá vu que transmite un paseo por un barrio cualquiera de Manhattan? Nain. Lo que despertó mi exigua capacidad de reflexión fue la necesidad que tienen los yanquis de ponerle salsa a cualquier cosa que se coman. Si se te ocurre pedir una ensalada, te ofrecen cienes y cienes de posibilidades para acompañarla; ya no digamos la carne, el pescado o los pancakes del desayuno. Y se me ocurrió que esa necesidad de darle un extra de sabor a todo lo que ingieren, sustituyendo la calidad por la cantidad y enmascarando las posibles debilidades de la esencia del alimento, era extrapolable a casi todo lo que paren los americanos. A veces parece que necesitan que todo sea más colosal, más inmenso, y que su sabor sea más fuerte e impacte más en los sentidos, aunque esa impresión a corto plazo recubra cantidades considerables de nada; véase, sin ir más lejos, el deporte de élite americano. Y también ocurre con el cine, por supuesto, sobre todo en su versión jolibudiense-blockbuster. Películas de presupuesto desbordado y escenas plenas de megaherzios que parecen hechas expresamente para el trailer y que tratan de enmascarar la realidad: la nada. Este año la producción de masas americana ha sido especialmente significativa: un repaso a los grandes pelotazos de este año nos dará de hocico con esta realidad. Arañas bailarinas, piratas con pluma, superfamilias plateadas, ogros de repetición, motoristas con peluquín, cuadrillas de ladrones de guante somnoliento... Seamos serios: no se salva ni una. Pero nosotros seguimos dale que te pego, de visita indiscriminada al multicine más cercano, para que nos sigan tratando como si fuéramos zotes unineuronales. El (pen)último ejemplo (porque ya se ve a lo lejos a Nicolas Cage con su próximo truño: qué carrera lleva el tío), ese “Yo soy leyenda” que protagoniza Will Smith y que versiona, por tercera vez, la novela de Richard Matheson del mismo título. Me pongo los guantes de boxeo y empiezo.

He de reconocer que llego a “Yo soy leyenda” en estado de plena virginidad: ni he leído la novela, ni he visto ninguna de las dos versiones anteriores. Por tanto, no juzgo desde la referencia sino desde el punto de vista exclusivamente cinéfilo. El filme pertenece a la vieja estirpe de ciencia-ficción apocalíptica que gusta de dejar a nuestro planeta como un solar. Como estamos en Hollywood, planeta=New York. Will Smith es Robert Neville, el único hombre vivo que parece quedar en New York, y quizás el mundo, después de que una supuesta cura para el cáncer (creada por una no acreditada Emma Thompson) haya mutado en un virus letal que convierte a los supervivientes en vampiros. El inicio del film es efectivo, con tito Will (que está correcto, y punto) tratando de cazar ciervos a través de una derruida ciudad y a bordo, por supuesto, de un deportivo rojo marca Quetecagas. A partir de aquí, la nada. El director Francis Lawrence, que parece que se ha especializado en pergeñar naderías con cierta apariencia (ver “Constantine”), se dedica a resolver con nervio el simplón libreto que Mark Protosevich y Akiva (otra vez él... qué he hecho yo para merecer esto) Goldsman han dejado en sus manos. Lo que debería haber sido un guión de cierta profundidad que nos permitiese acompañar al dr. Neville en esa lucha consigo mismo, y con la propia locura, que significa estar absolutamente solo (si no contamos a la perra de marras, claro), se convierte en una aburrida sucesión de momentos inanes que sortean permanentemente un mínimo de trascendencia. La propuesta de la película tiene un riesgo intrínseco, un personaje que lleva su peso exclusivo y permanente, con lo cual hay que hacerlo lo suficientemente interesante para que aguante dicha carga. Por desgracia, las piernas le flaquean desde el primer cuarto de hora. Pero el guión tiene más agujeros que el colador de mi abuela: la aparición oportunísima de dos personajes (una mamá con niño), que nos sirven, entre otras cosas, para que descubramos que Robert es humano (porque le gusta “Shrek”... como si eso diera un plus de humanidad) (por esa regla de tres, yo soy un alienígena de Raticulín); y, por encima de todo, el perfil de los vampiros, que se caracterizan, básicamente, por carecer de perfil. No sólo atacan organizadamente, o no, según le rote a las gónadas de los guionistas, sino que OJO SPOILER alguno de ellos desarrolla superpoderes, tal que el líder parece un clon chupasangres de Spiderman. Ese “virus Thompson” es la leche CIERRO SPOILER.

En resumen, “Soy leyenda” es un film que, a pesar de su origen literario, está pensado para atraer masas a los cines, y que, como tantas otras, infantiliza lo que sea necesario sus esquemas para que llegue al máximo público posible. No hay reflexión sobre la evolución de la especie humana, no hay interés psicológico en el personaje (ver la escena de la tienda, en la que Robert habla con los maniquíes, que no pasa de la gracieta). “Soy leyenda” no es “Transformers”, evidentemente (la base es muy diferente), pero precisamente por eso se le habría de exigir mucho más. ¿Alguien escucha el clink-clink de la caja registradora?
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CHRISTMAS ACTUALLY


Lo sé. Que si son unas fiestas sumamente consumistas, que si el número de depresiones aumenta espectacularmente.... todo eso es cierto, y mucho mas, pero en estos días en que parece que está obligado querer a todo el mundo por decreto ley, no podemos dejar de pasar la ocasión para desearos que paséis unas Navidades lo mejor posibles. De modo que nada mejor para celebrarlo que esta canción de la película Love actually, que a alguno le puede parecer demasiado azucarada, pero no es eso lo de lo que hablamos ahora (y con la cantidad de turrones y polvorones que vamos a tomar, no viene de un poco mas de azúcar). Uno de los mejores personajes de la película, el del viejo rockero que interpreta Billy Nighy, Billy Mack (“Niños: no compréis drogas. Haceros estrellas de rock, os la regalarán”) es contratado para hacer una versión del tema de TheTroggs Love is all around, cambiando “love” por “Christmas”,acompañado de unas chicas que mas parecen unas mama Chicho que unas mama Noel. Así que a disfrutarlo y ¡ feliz Navidad!
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EL PROTEGIDO



Decíamos ayer, de las atmósferas de Peter Weir y sus circunstancias. Para algunos un tipo raro con algunas buenas películas, para mí es uno de los realizadores más personales e interesantes que se pasean por la cinematografía contemporánea, un señor que desde las antípodas (ojo al ingenioso chascarrillo) (sí, hombre: antípodas-Australia...) (¡señora, vuelva!) del convencionalismo es capaz de pintar frescos de estilos totalmente contrapuestos sin dejar de asomar su pátina de autor. Buena parte de sus héroes tienen características comunes: son hombres incomprendidos, visionarios, obstinados, enfangados en sus obsesiones, imperfectos, capaces de remar contra todo pronóstico con tal de vivir su aventura y proclamar sin ceremonial su individualidad. Y si no, échenles un vistazo en sus memorias a personajes como el Guy Hamilton de “El año que vivimos peligrosamente”, el excéntrico inventor Allie Fox de “La costa de los mosquitos”, el profesor Keating de “El club de los poetas muertos”, el Truman Burbank de “El show de Truman” o, por supuesto, el capitán Jack Aubrey de “Master and commander”. Todos peleados con el mundo, de una u otra manera, sin que eso les suponga poco más que una traba en su camino. A este arquetipo “weiriano” pertenece, desde luego, Max Klein, el absoluto protagonista de la más desconocida película de Peter Weir desde que salió de Australia, “Fearless (Sin miedo a la vida)”, un film que congregó críticas antagónicas y una unanimidad absoluta entre el público: no la vio casi nadie. Mi Majestad se quedó solo en la sala y se puso de parte de este extraño viaje que es “Fearless”.

De entre la espesura de un maizal, emerge un hombre con un bebé en sus brazos y expresión zen. No se escucha más que una sombría nota musical (llamarla melodía sería un eufemismo), mientras el hombre avanza. Poco a poco, los sonidos de la realidad (gritos, lamentos, sollozos, crepitaciones) asoman, mientras el plano se abre para que identifiquemos los restos de un accidente aéreo. Con esta escena se abre “Fearless”, y con ella la migración de Max Klein (el gran Jeff Bridges) hacia la insondabilidad, o así, de la experiencia paramortal. ¿Qué hace uno después de sobrevivir a un accidente de avión? Lo típico: una duchita en un motel, un viajecito a toda leche en automóvil (con los Gipsy Kings en el radiocassette, dadle al play ahí abajo), una visita a una ex que no ves en veinte años. Enseguida comprobamos que Max Klein no es el mismo de antes, a pesar de que nunca conocimos ese “antes”, gracias a una alergia a las fresas que se convierte en pretérito imperfecto. Así, en apenas quince minutos, Peter Weir nos sitúa en el disparadero de su mirada para adentrarnos en una extraña atmósfera, algo irreal, sutilmente onírica, que rodea a un personaje fascinante y fascinado, del que Weir nos permite incluso oír sus pensamientos de vez en cuando. Klein se convierte en una especie de Mesías compasivo, un adulto que decide volver a la inocencia del niño que dice las verdades a la cara, un vitalista adicto al miedo que se siente invulnerable (“¡Me quieres matar, pero no puedes!”, le grita a Dios mientras vence a su vértigo en una cornisa); se ve como un muerto en vida, un ente finito que ha sobrevivido a su destino, y habita en sus vivencias en medio de un inexplicable sentimiento de amor por el prójimo y un indisimulado complejo de superioridad. Esto no encaja con una familia-tipo burguesa, así que, mientras se distancia lenta pero inexorablemente de su mujer Laura (Isabella Rossellini), se aproxima a Carla (Rosie Perez, más contenida de lo habitual), una superviviente de la tragedia incapaz de superar la pérdida de su hijo de dos años... hasta que llega ese alucinógeno llamado Max, con quien se funde en una empatía post-traumática de difícil diagnóstico.

La pregunta que embute todo el largometraje es: ¿qué es Max Klein? ¿Un salvador? ¿Un visionario? ¿Un tarado? ¿Un ángel, quizás? ¿Está enfermo o es el más lúcido de todos? Parece que ni a Peter Weir ni a Rafael Yglesias (guionista y autor del libro en el que se basa el filme) les importa demasiado la respuesta, sino la travesía de Max (su experiencia cercana a la muerte, expresada gráficamente a través de luces petendidamente cenitales, y con el cuadro “The ascent into the Empyrean”, de Hiemonymus Bosch), que en ocasiones es comparable con la desintoxicación de un drogadicto. La película es indudablemente irregular: desfallece en su tramo central de manera notoria de tanta vuelta que se le da al ombligo de un, por otra parte, genial Jeff Bridges (la compasión que transmite su mirada es emocionante); la religiosidad de Carla, potencialmente interesante, se queda un poco en punto muerto; y algún personaje no sobrepasa el cliché (el abogado Tom Hulce). Pero la atmósfera onírica está muy bien lograda, varias de sus escenas son de considerable calado (pienso en esa violenta reunión de supervivientes que el psiquiatra interpretado por John Turturro es incapaz de manejar), y, algo cada vez más insólito en el cine contemporáneo, es una película que hace pensar. Y luego está la escena final.

Pocas veces una escena me ha sobrecogido tanto en una sala de cine. Desde la simple ingestión de una fresa, la Sinfonía nº 3 de Henryk Górecki toma el mando de la secuencia y de la garganta del espectador, a través de la contemplación del accidente (y de la verdadera heroicidad de Max), mientras el protagonista lucha por volver a la vida desde la no muerte, cerrándose así el círculo abierto en la primera escena. Y nosotros, mientras la sollozante melodía de Górecki enlaza con los créditos, nos preguntamos si valía la pena la vuelta a la sucia y costumbrista realidad, si no hubiese sido mejor que Max se hubiese quedado allí arriba, donde quiera que estuviese.


P.D.: la escena es esta, subida al Youtube con estas manitas. Obviamente, es un espoilerazo, y como se disfruta más es viendo la película entera. Sin embargo, ahí queda, por si alguien quiere recordarla, o simplemente disfrutar de la música, o... lo que sea. Quejas, al maestro armero (maestro armero=Alice la Directrice)...

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ACCIÓN/REACCIÓN VS. MÚSICA




Hablemos de una de esas películas botitas, botitas, de las que deberían recetar de vez en cuando los médicos porque uno después de verlas se siente mucho mejor y tan lleno de buenos sentimientos como si estuviéramos en Navidad (de modo que espero que os sirva para calentar motores, que los turrones están a la vuelta de la esquina).
Los chicos del coro fue un inesperado éxito del cine francés, que se repitió en otros países, llegando a estar nominada al Oscar a la mejor película extranjera (olvidemos el rídículo de Beyoncé). ¿A qué se debe? La verdad es que el tema es más que conocido: un profesor que llega a un colegio estricto de alumnos conflictivos, a los que consigue ganarse y reformar.
En este caso tenemos a Clément Mathieu (Gérard Jugnot), un músico frustrado que había decidido abandonar la música y es contratado como vigilante de un orfanato (no, no ESE orfanato), llamado El fondo del estanque, todo un indicio de cómo se considera a sus residentes.
El lema del director del centro,Rachin (François Berléand) es “acción/reacción”, lo que significa que cuando un chiquillo hace alguna de las suyas el castigo es inmediato y severo.
El método de Mathieu es distinto, los castigos que impone sirven para que los niños comprendan qué es lo que han hecho mal y los trata con respeto. Tal vez por lo de que “la música amansa a las fieras”, resulta que descubre una manera de interesar a los alumnos en algo distinto; ni corto ni perezoso crea un coro cuya voz solista será la de un niño con cara de ángel pero bastante rebelde que tiene una voz prodigiosa (Jean Baptiste Maunier, que se convirtió en un ídolo en Francia). Tampoco es otra novedad: el niño lider problemático que acaba reformado por un nuevo profesor.
¿Y entonces porqué funciona tan bien Los chicos del coro? Pues porque demuestra que una fórmula, cuando es buena, sigue funcionando, si contamos con un reparto adecuado y se hace bien. Afortunadamente aquí no contamos con grandes estrellas, Jugnot tiene una apariencia tan normal y corriente que consigue ser totalmente creíble; creemos que es realmente Mathieu y poco a poco se va ganando el afecto, tanto de los espectadores como el de los niños, con tan sólo convertir a uno de los niños en atril y acariciarle ligeramente la cabeza. No hace falta decir que la banda sonora es estupenda.
Lo que falla un poco es el personaje del director, que ha de representar todo lo contrario a Mathieu, sobre todo cuando parece durante unos instantes que ha cambiado. Pero todo acaba como ha de acabar, con una sonrisa agridulce: Mathieu no ha ganado, porque lo suyo no son las grandes victorias, pero tampoco ha perdido.
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LET'S PUT A SMILE ON THAT FACE...




Y la luz se hizo. Por fin ha aparecido el primer trailer de la esperadísima secuela de “Batman begins”, “The Dark Knight”. Es curioso: se han marcado una descomunal campaña de marketing viral durante meses, con una creatividad y una suprema habilidad para crear una expectación desmesurada a golpe de goteo, y cometen el terrible error de estrenar el trailer en salas de cine (antes de “I am legend”, todo el universo lo sabía) antes que en Internet. El resultado ha sido el esperado: hordas de frikis con el móvil grabando el trailer en las salas de cine, para luego colgarlo en cualquier reproductor a mano. Warner pudo retirar todo lo que aparecía en Youtube, pero no las descargas, y poco después todo cristo que quiso ver el avance ya se lo ha tragado seiscientas veces; por fin ha aparecido en calidad CDM (Como Dios Manda), y aquí lo traemos recién sacado del horno. Por lo demás, cumple de sobras las expectativas. Aparentemente, promete más acción bruta (muchas explosiones, mucho batmóvil, mucha batmoto), aunque sospecho que es intención de los productores vender este aspecto del film. La joya de la corona, claro, es el Joker de Heath Ledger: lo siento, JACK, pero te han jubilado. El Príncipe Payaso de Ledger asoma menos príncipe, menos payaso y mucho más sádico. Su voz (muy trabajada, al igual que su arrastrada dicción) es aterradora (casi tanto como el pensar en el doblaje que van a perpetrar en España), y da la impresión de que Christopher Nolan puede haber dado con la tecla que encaje a un personaje tan hiperbólico y descerrajado en ese universo realista que le ha impuesto a su Batman. Un Caballero Oscuro que, junto a su buen amigo Gordon, ha de enfrentarse a una amenaza absolutamente novedosa para él: así como Ra´s Al Ghul era un villano metódico, con un plan delineado y unos objetivos concretos, este Joker no tiene plan, ni puñetera falta que le hace, excepto divertirse con el caos y la maldad que desparrame a su alrededor. Y, para redondear el orgasmo, Maggie Gyllenhaal sustituye a Katie "placenta" Cruise
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ELEMENTAL, MI QUERIDO ADSO



¡Cachis! ¿Porqué leería antes el libro? Seguro que si no lo hubiera hecho, El nombre de la rosa se habría convertido en una de mis películas favoritas, pero...
El best seller de Umberto Eco había sido un bombazo editorial, en el que se mezclaban referencias a personajes literarios como Sherlock Holmes, Quasimodo o hasta a un escritor como Borges haciendo de bibliotecario, todo ello aderezado con asesinatos, enigmas, jeroglíficos, laberintos, pasadizos secretos, mensajes ocultos, muertes que parecen anunciar el Apocalipsis... para pasárselo en grande, oiga.
Jean Jacques Annaud se obsesionó con el libro nada más que salió a la venta. Tenía que hacer la película, y durante años se dedicó a una laboriosa preproducción, ya que quería que la ambientación fuera perfecta. No me refiero a salas lujosas y vestidos fastuosos, sino que todo parezca como debía ser en la Edad Media: la gente está sucia, le faltan dientes, las tonsuras son auténticas, y se nota. En pocas películas podemos encontrar un grupo de caretos tan alucinantes como en ésta, encabezados por Ron Perlman, todo un experto ya en maquillajes aparatosos.
Después de la difícil tarea de encontrar las localizaciones y los medios, que les ocupó mucho tiempo, faltaba otra aún más difícil. Encontrar el reparto adecuado. Umberto Eco, amigo ya de Annaud, le sugirió a Sean Connery, pero el director rechazó la idea enseguida, ya que en actor escocés no estaba entonces en su mejor momento, precisamente. Fue pasando bastante tiempo y el agente de Connery no paraba de insistir, hasta que consiguió una entrevista. El escocés entró, con su impresionante apariencia, y dijo al director con su potente voz: “¿Quieres que te lea, muchacho?”. Tras el lógico canguelo, a partir de ese momento Annaud tuvo que reconocer que había estado equivocado. Sean era el Guillermo perfecto.
F. Murray Abraham (sé que mataste a Mozart) es el rival de Guillermo, Bernando Gui, un inquisidor que soluciona los problemas llevando gente a la hoguera.
Christian Slater es el fiel Adso, el joven alumno de Guillermo, que aprenderá mucho más de lo que se pensaba. Porque aparte de ser una historia policíaca fascinante, El nombre de la rosa trata de un tema que no ha perdido nada de actualidad: las luchas entre dos formas de ver la Iglesia, la de los franciscanos y los benedictinos, los que creen en la necesidad de la pobreza de la Iglesia y los que no.
La mas mínima pega a la ambientación, música o interpretación, vayamos al pero.
Quien haya leído el libro antes no deja de tener una cierta decepción al ver lo que era la pièce de résistance del libro: la biblioteca. Fascinante, llena de misterios y trampas para que resulte imposible llegar al finis Africae, que en la novela dura varias páginas y en la película se resuelve en unos minutos.
Pero si prescindimos de ese detalle (y comprendo la dificultad de reflejar un decorado así) nos encontramos con una magnífica adaptación literaria, y además en todo un alegato a favor de la risa , algo con lo que estoy totalmente de acuerdo.
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LARGO AROMA DE PODREDUMBRE DANESA


Queda inaugurado este post de peloteo oficial hacia Alice la Directrice, en aras al noble objetivo de un incremento de soldada mensual y, a ser posible, una cestita de Navidad, que ya toca, hombre. Y, de paso, le piso un artículo que seguro que tarde o temprano iba a escribir. La venganza es un plato que etcétera.

To be or not to be: that is the question”. ¿A alguien le suena? “Hamlet” es la obra capital del llamado “mejor guionista de Hollywood”, Billy Shakespeare. Y “Hamlet” versión 1997 es la obra capital de su profeta, Kenneth Branagh. Obsesionado con el príncipe danés desde los quince años, el megalómano, polifacético, irónico y a ratos genial Kenny alcanzó su viejo sueño de llevar la obra integra al cine veinte años después, luego de concretar un imposible proyecto que necesitaba de una producción ciclópea y un metraje (casi cuatro horas) repele-espectadores. El resultado fue, contra casi todo pronóstico, antológico: el “Hamlet” de Branagh es, posiblemente, la mejor adaptación que jamás se haya hecho de una obra de Shakespeare (sí, por delante de Orson y de Laurence. Llevo el chubasquero antivegetales puesto), un caudal de regocijo para los sentidos, y un ejemplo válido de que, a veces, un egocentrismo desmesurado es la clave de que de vez en cuando disfrutemos de obras maestras. “Hamlet” es de todo menos humilde, y bien que se agradece.

Ha quedado dicho que la adaptación branaghiana es íntegramente fiel al texto de tío Bill. Sin embargo, y como en la mayoría de las relaciones, la fidelidad no es completa (ni que sea de pensamiento): para facilitar su P.V.P. (Precio de Venta al Público), Kenny ambientó la trama a finales del s. XIX, filmó en 70 mm, suplió la supuesta sobriedad del castillo de los reyes daneses por un palacio de Elsinore repleto de ampulosidad colorista y decadente, repartió pequeños papeles a actores famosetes norteamericanos (Jack Lemmon, Billy Crystal, Charlton Heston, Robin Williams, Rosemary Harris) (y Gérard Depardieu, que no es americano pero como si lo fuera) y, quizás lo más importante, le dio una vuelta de tuerca al carácter plañidero y quejumbroso del príncipe danés para darle una riqueza de matices y pasiones, a veces superpuestos, que nos deja una imagen más rocosa, diamantina y moderna del personaje. Después del prólogo protagonizado por los vigilantes de palacio, la narración se inicia con la fastuosa ceremonia del casamiento entre la reina Gertrudis (Julie Christie) y el hermano del rey recientemente fallecido, Claudio (Derek Jacobi), y da paso a una de los planos más hermosos que uno ha podido contemplar en una pantalla grande: el travelling lateral que lleva de la fastuosa audiencia real hasta un recóndito Hamlet, aparcado en un pasillo (el encuadre es magnífico, mostrándonos a Branagh encerrado entre un pilar vertical y la pared del pasillo, descentrado respecto de rectángulo de la pantalla), embutido en negro, taciturno, enmohecido en su tormento interior. Este plano, que en dos segundos describe la obra entera, merecería un post para él sólo; lo único que puedo decir es que cada vez que lo veo se me ponen los pelos de punta. Puro cine. Al igual que el colosal zoom inverso que da paso al interludio, desde el soliloquio de un Hamlet camino a Inglaterra, en medio de un inmenso y desértico paisaje nevado y con el acompañamiento de la preciosa partitura de Patrick Doyle. En esta primera parte, quizás, está lo mejor de la película, al mostrarnos Kenneth y “su guionista” los recovecos morales de sus protagonistas, en particular de un omnipresente Hamlet, tan altanero como humilde, tan cobarde como osado, tan receloso como fiel, irónico, lúcido, atormentado, cruel (el maltrato psicológico a Ofelia es denunciable en la primera comisaría disponible), que desprecia su vida en esa jaula de oro llamada Dinamarca de tal manera que se plantea con emotiva trascendencia el suicidio en el inolvidable monólogo del “ser o no ser” (en el que no hay Yorick que valga, contra lo que la iconografía popular nos hace creer), resuelto de manera admirable en un salón pleno de espejos que representan las múltiples personalidades del enmarañado alma del príncipe danés. La segunda parte del film, y de la obra, es más narrativa, y los hechos se suceden a mayor velocidad, aunque aún da tiempo para que Hamlet se cachondee del amanerado Orsic de Robin Williams, y para que la tragedia cobre las necesarias víctimas que el esplendor y la grandeza de la epopeya reclamaban.

Shakespeare no es nadie sin actores de raigambre británica que musiquen su pentámetro yámbico. Branagh, claro, lo sabía. Derek Jacobi, Richard Briers (Polonio), Nicholas Farrell (Horacio), Michael Maloney (Laertes), Timothy Spall (Rosencrantz), Rufus Sewell (Fortimbrás), Kate Winslet (Ofelia), Julie Christie... Todos aportan su granito de arena british a la función, incluyendo los “yo pasaba por aquí” de gente como Sir Richard Attemborough, Judi Dench o el inevitable John Gielgud. Estos dos últimos, empero, forman parte del aspecto más discutible del larguísimometraje: los flashbacks y representaciones que acompañan a recuerdos o ficciones narradas (la del monólogo de Charlton Heston), que no aportan nada y que más parecen excusas para meter con calzador a un par de grandes del tablón británico teatral. Esto, y el abandono de la condición virginal del personaje de Ofelia, son quizás los aspectos más debatidos de un filme elefantiásico e incontenible, que dio la oportunidad (por desgracia, mal aprovechada) al espectador de fundirse en un metafórico abrazo artístico con Shakespeare, y de zambullirse en su prosa requebrada e hiperbólica como si el siglo XVI estuviese aquí al lado. Cumpliste tu sueño, Kenny, y dejaste huella: ya te puedes morir tranquilo.

El resto es silencio.
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¡O BROTHER COEN!



Continuamos con relaciones fraternales, aunque en este caso distintas. Joel y Ethan, o Ethan y Joel, tanto monta, monta tanto. Por algo les llaman “el director bicéfalo”. Estos hermanos están tan compenetrados que muchos actores que han trabajado con ellos dicen que si hacen una pregunta, sobre el guión o sus personajes, a cada uno de ellos, reciben exactamente la misma respuesta de cada hermano.
Una de sus características es su gusto por coger un estilo o director determinados y homenajearlos, pero siempre desde su propia perspectiva. Uno de géneros favoritos han sido la comedia, especialmente la de la época dorada de Hollywood, ya fuera de Capra (El gran salto), o Preston Sturges (O brother), aunque también está la comedia inglesa de la Ealing (El quinteto de la muerte).
Pero el que sin duda es su género favorito, y al que han enfocado de todas las maneras posibles, es el cine negro: desde el mas puro clasicismo (Muerte entre las flores, El hombre que nunca estuvo allí), pasando por sus afortunadas mezclas con la comedia (El gran Lebowski, Fargo). Aquí es donde se han encontrado mas a gusto, introduciendo elementos de humor negro, personajes disparatados tan inolvidables como el Nota y sorprendentes recursos visuales, como su obsesión por el círculo (ya sabe, para los niños).
Otra de sus constantes es el uso de un solidísimo grupo de actores, que se repiten en la mayoría de sus películas, dándonos interpretaciones memorables: John Turturro, John Goodman, Steve Buscemi o Jon Polito. Frances McDormand no cuenta ya que, como reconoció ella misma, se acuesta con el director para conseguir el papel.
Todo iba como la seda, cada una de sus películas era esperada con ansiedad, esperando encontrar siempre algo diferente, pero con Crueldad intolerable empezaron a sonar las primeras voces de alarma: ¿se estaban agotando los hermanos Coen? Con la siguiente, El quinteto de la muerte, las cosas no se solucionaron. Cuando sus admiradores ya estaban empezando a preocuparse, llega No country for old men, con la que de nuevo vuelven al cine negro, aunque con un reparto totalmente inhabitual en ellos, y por lo visto arrasa tanto en crítica como en taquilla, haciendo que otra vez todos se pongan a sus pies (¿se convertirá Javier Bardem en un Coen boy? ¡ojalá!), y las fotos de Burn after reading parecen presagiar una comedia de lo mas gamberra, con un espectacular reparto (Clooney, Pitt, Malkovich).
Parece que aún les queda cuerda para rato, y me alegra muchísimo que sea así, ya que nos han hecho pasar demasiados buenos ratos como para olvidarlos.
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BILL EL CARNICERO QUIERE SER J.R.




Paul Thomas Anderson, uno de los geniecillos más egocéntricos e indiscutibles del cine americano de la última década, y que parece haber sido ya contagiado por el virus "Kubrick" (la-mejor-manera-de-que-te-consideren-un-genio-es-hacer-una-película-cada-siete-años-oasín. Otros enfermos ilustres son Terrence Malick y Víctor Erice), estrena el 26 de diciembre en los Yuesei (limitado, supongo que con el único objetivo de entrar en la carrera por los Oscars), y el 8 de febrero en España, su última película, cinco años después de la incomprendida "Punch-Drunk love". "There will be blood", de la que aquí presentamos su definitivo trailer, es una adaptación del mamotreto "Oil!", del escritor Upton Sinclair. El monstruoso, superlativo, sideral y (espacio para que el lector añada adjetivo elogioso preferido) Daniel Day-Lewis hace de magnate petrolero pionero en la cosa de buscar oro negro, y que se encuentra con ciertas dificultades en un pequeño pueblo de la América profunda, en el que un predicador religioso interpretado por Paul Dano (el mudo voluntario de "Little Miss Sunshine") domina el cotarro. Algunas pre-críticas hablan auténticas maravillas de esta película-río de 165 minutos, que tiene todos los ingredientes para convertirse en una nueva "Gigante". En España se estrenará con el telefílmico título "Pozos de ambición". Titulator ataca de nuevo...
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LAZOS DE SANGRE



“Si hago el mal tal vez es porque Dios no me haya dado la suficiente gracia como para hacer el bien.” Ray.

Y mira por donde seguimos con los conflictos entre hermanos. De verdad que no lo entiendo. A la que se pregunta cuales son las mejores películas de gangsters de los últimos años, la gente dice El padrino, Uno de los nuestros, Muerte entre las flores, Érase una vez en América, Camino a Perdición, pero prácticamente nadie menciona El funeral, cuando es una de las mas negras, y no me refiero al luto, precisamente.
Con El funeral Abel Ferrara consiguió su mayor éxito de crítica y público, con un formato mas clásico que nunca, pero sin dejar sus obsesiones por la religión, el sexo y la violencia.
Todo comienza con la llegada de un coche que transporta el ataúd de un joven, Johnny Tempio (Vincent Gallio), para dejarlo en casa de su familia. Durante todo el velatorio sus dos hermanos mayores, Ray (Christopher Walken) y Chez (Chris Penn) recuerdan su relación con él. Perteneciendo a una familia mafiosa, Johnny es mucho más independiente y moderno que ellos, lo que ha hecho que tenga problemas con algunos peces gordos. Pero ahora todo lo malo se olvida y tan sólo existe una idea: vendetta.
Magnífico reparto, encabezado por Christopher Walken, que tiene el carisma suficiente para hacer de líder y resultar inquietante al mismo tiempo. Destacable su monólogo frente al cadáver de su hermano, así como los dos interrogatorios a cada uno de los presuntos asesinos de Johnny.
Chris Penn está espléndido también, aunque un pelín gritón, pero con una fuerza arrolladora; su numerito musical es de los que no se olvidan. Aunque aparentemente es el más brutal de la familia, es el que resulta más alterado por los acontecimientos y el que hace que el drama en el último momento se convierta en tragedia (que parece lo mismo pero no es igual).
Benicio del Toro también destaca en el reparto interpretando a Gaspare, un jefe rival de porte fanfarrón y trajes elegantes, enfrentado a Johnny.
Hay dos momentos importantes en que tanto Ray como Chez están a punto de perdonar a una persona porque han creído que es mejor que ellos, le han dado la opción de que se salve, pero justo entonces ha demostrado no ser merecedor de ella. No hay escapatoria posible del infierno.
Las únicas personas lúcidas, y que generalmente tienen muy poca importancia en este género, son las mujeres de Ray y Chez, Annabella Sciorra e Isabella Rossellini, sabedoras que la ley del ojo por ojo sólo sirve para crear más muerte y odio. Pero los hombres no las escuchan, y como siempre ellas acabarán llorando en sus funerales.
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MÁS MADERA



A veces el destino se empeña en circular por unos raíles determinados y enviar señales bien sonoras para que todo el mundo celebre su llegada. En 1895 nacen el cine, por un lado, y Buster Keaton, por otro. Este dato puede parecer insuficiente para ponerse a teorizar sobre “las cosas del destino”, pero, si lo acompañamos con el nombre de su padrino (y la persona que apodó “Buster” a un niño prosaicamente llamado Joseph Francis), un tal Harry Houdini, convendrán los blogespectadores que el niño estaba destinado a perdurar en el universo artístico. Descubiertas sus habilidades para la comedia física por Fatty Arbuckle, inició su carrera cinematográfica en 1917, y muy pronto se interesó por las características técnicas de aquel nuevo arte (hasta el punto de deshacer una cámara de cine para conocer mejor su funcionamiento, toda una metáfora). Cuando Fatty dejó de hacer cine debido a sus problemas con la justicia, Buster comenzó a apoderarse del control creativo de sus películas, y su fama se multiplicó exponencialmente. Los años 20 fueron suyos, situándose a la altura cómica de Harold Lloyd y Charles Chaplin, y a la popular de Rodolfo Valentino y Douglas Fairbanks. Su secular cara de palo y su arrojo a la hora de filmar escenas de riesgo físico (se llegó a romper el cuello en “El moderno Sherlock Holmes”) arrasaron entre el público, aunque, curiosamente, su cenit artístico llegó con un film que fue, en su momento, un auténtico fracaso comercial: “El maquinista de la General”. En los años 30 la MGM compró su productora y Keaton se hundió en un ocaso imparable del que no se recuperó hasta los 50, cuando sus pequeños papeles en “El crepúsculo de los dioses” y “Candilejas” le devolvieron el interés de público y crítica por su antigua obra, hasta su fallecimiento en 1966. Buster Keaton ha perdurado como el cómico mudo del gafapastismo, tal que casi siempre ha salido vencedor de minorías en un imaginario combate artístico con Charles Chaplin, del que muchos sectores recelaron siempre por su sensiblería y su megalomanía. Y lo que más ha perdurado de Keaton ha sido su maquinista. Pasajeros al tren.

“El maquinista de la General” está basada en un hecho real ocurrido durante la Guerra de Secesión americana, aunque vista la película parezca mentira. Curiosamente, la primera decisión argumental de Keaton al respecto de la historia fue cambiar la camiseta del jugador protagonista: al contrario que la historia real, su maquinista pertenecía al bando sureño (los “malos” para el público yanqui, quizás aquí empezó el fracaso del film). El film cuenta la historia de un maquinista de tren (“La General” del título), Johnnie Gray (Keaton), que pretende alistarse en las tropas sudistas para impresionar a su chica Annabelle (Marion Mack, con cara de actriz de cine mudo, como todas las de su época). Pero es rechazado por el ejército, y consecuentemente por su novia. Un año después, un grupo de unionistas se apodera de “La General”, en la que, sin saberlo Johnnie, viajaba Annabelle, la cual es secuestrada. Johnnie se dedicará, a golpe de heroicidades, insensateces y trastabillazos, a rescatar a los dos grandes amores de su vida. La película tiene un desarrollo narrativo admirable, muy fluido, muy poco común para una comedia de ese tipo, que en aquella época hacía predominar el gag muy por encima del pespunte argumental. En “El maquinista de la General” no es así, todo va engarzando con sensatez, sentido del ritmo y brochazos de adelantada genialidad (véase cómo Keaton convierte el recurso humorístico del agujero realizado en el mantel de la mesa donde se esconde, en un recurso narrativo que le permite descubrir el paradero de su amada). El ingente presupuesto del film (Keaton desparramó miles de dólares, y se nota: ojo a las escenas de masas, al descarrilamiento de trenes y a la batalla final) y su predisposición a realizar todas las escenas de riesgo le permiten mostrar un naturalismo raramente visto en la cinematografía del momento; Buster Keaton, como el algodón, no engaña: los trenes son de verdad, los paisajes naturales son reales, y las galletas que se pega, también. Esto le permite realizar magníficos travellings laterales, situar la cámara en la parte trasera o delantera de “La General”, y jugar con ese invento que tanto le fascinaba (mención honorífica para la secuencia en la que las bielas del tren se mueven mientras Buster está sentado en ellas). Su Johnnie Gray, por otra parte, es un antihéroe de corte moderno, que combina arrojo insensato con un estigma de perdedor superviviente que se ve reflejado a la perfección en su hieratismo ante el despeñamiento de calamidades que sufre durante la película.

Por otra parte, es curioso comprobar un par de aspectos que harían de este film una obra políticamente incorrecta hoy en día. De un lado, cierta escena en la que, mientras Johnnie se deshueva buscando madera para la máquina, Annabelle... se pone a barrer el suelo de la locomotora. Del otro, el motor argumental que desencadena el conflicto, el alistamiento en el ejército como concepto heroico y de prestigio, algo que hoy en día zarandearía sensibilidades contrapuestas. Dejando de lado coyunturalidades, “El maquinista de La General” fue un film adelantado a su tiempo, un incomprendido homenaje a un arte aún en expansión que se saltó varias generaciones hasta conseguir la categoría maestra que su público le había negado. Finalmente, y por una vez, Buster Keaton rió el último.
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EL CARÁCTER DEL ESCORPIÓN


La hemos oído tantas veces, en Juego de lágrimas, Asesinos natos, pasando por los Soprano o Star Trek, que ya casi se olvida quien la dio a conocer por primera vez, convirtiéndola en la mítica historia que es ahora. Orson Welles rodaba en España Mr. Arkadin y la película empezaba con un Orson que parece un dios griego bajado del Olimpo, tipo Zeus o Poseidón, (sensación que se aumenta por la manera de enfocar siempre a Arkadin, como si estuviera por encima de la gente), explicando con su atronadora voz la metáfora de el escorpión y la rana, que encajaba como un guante con sus inquietudes sobre la moral. A Orson siempre se le ha dado bien explicar historias. Arkadin es un millonario con un problema: no recuerda su pasado, y contrata a un detective para que lo descubra. Nosotros siempre lo supimos: él es el escorpión. No puede evitarlo: es su carácter.
 
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