El lunes falleció Robert Altman (un 20-N, mala fecha para compartir), uno de los cineastas americanos de mirada más personal de las últimas tres décadas. Empeñado en mantenerse al margen de modas, dimes y diretes, se pasó a Hollywood y sus convenciones por el forro de sus camisas-safari e hizo siempre lo que le pedía el cuerpo. Nos ofreció una carrera irregular y guadianística, renació más de una vez de sus cenizas y consiguió ser el vocativo principal de toda película coral que se precie, gracias a su manejo de los personajes, su interés por el segundo plano y a “Vidas cruzadas”, su particular mirada al universo de Raymond Carver que fue, posiblemente, su hito crítico. Se acunó en el mundo de la televisión, del que ha mantenido hasta el final algunos tics formales (por ejemplo, el uso del zoom), y consiguió el respeto recaudatorio de la industria con “M.A.S.H.”. Sin embargo, él siguió a lo suyo, y empezaron los dientes de sierra de su carrera: de “Nahsville” a “Popeye”, de “Tres en un diván” a “Prêt-à-Porter”, de “Kansas City” a “Gosford Park”. Pero quizás el mayor resurgimiento-avefénix de todos lo consiguió con “El juego de Hollywood”, con la que consiguió el reconocimiento formal del mundillo a pesar del descarnado ataque frontal que significaba el film. Personalmente, es la película de Altman que más me ha impactado. Qué mejor homenaje, pues, que reseñarla al estilo de nuestro humilde blog. Dale, marcbranches, que se te enfría el café.
“El juego de Hollywood” comienza con una claqueta que da inicio a la película. Parece un detalle intrascendente, pero no es así. Forma parte del juego que nos propone Robert Altman en este film de cine dentro de cine, y nunca mejor dicho. El director de Kansas va a utilizar nombres y personajes reales (la versión americana del amiguetismo santisegurista) para barnizar de credibilidad su sátira. La primera escena, un largo plano-secuencia que explicita el homenaje a “Sed de mal” y a su escena inicial, se pasea por el exterior de una productora de Hollywood recogiendo los tejemanejes y braimstormings (Dios, parezco un comercial de El Corte Inglés) de productores, directores de casting y demás delincuentes del mundillo. Vemos a uno de los guionistas de “El graduado” proponer una segunda parte (Altman era, además, un visionario: tan solo leer la sinopsis de “Dicen por ahí...” te lleva a esta estupenda y vitriólica escena), o a Alan Rudolph vender su proyecto como “Memorias de África” + “Pretty Woman” (aaaarrrgggghhhh); a la pregunta “¿Cuál es el argumento?” la respuesta es “Quiero a Bruce Willis”. Eso es Hollywood. El señor Altman, con la precisión y la mala baba del más sátiro cirujano, desmenuza sin piedad la superficialidad y el desinterés de la industria cinematográfica más poderosa, la reduce a un simple juego de influencias y cifras (el aforismo “vales lo que vale tu última película” nunca se reveló tan crudamente como aquí: los filmes se valoran, literalmente, en números) y la somete a los caprichos mediocres de sus jugadores (“The player” es el título original, más cínico y sutil que el español): los ejecutivos. Gente que quiere que se les expliquen los proyectos en 25 palabras o menos (uséase, lo tengo crudo con esta gente, teniendo en cuenta el kilometraje de mis post-día-sin-pan), y que afirman que “los mejores negocios se consiguen en Alcohólicos Anónimos” (pregunten por Mel Gibson). En uno de ellos se centra la trama, un ejecutivo de éxito llamado Griffin Mills (como de costumbre, excelente Tim Robbins) al que la presión empieza a agobiar desde varios ámbitos: su puesto parece peligrar, debido a la contratación de un nuevo tiburón, Larry Levy (Peter Gallagher); y parece que un guionista al que había rechazado hace algún tiempo le envía postales amenazantes. De un encontronazo con él (¿seguro que es él?), lo acaba matando, y dándose a sí mismo un motivo más para llenar una botella de sudor frío. Alrededor de este mcguffin Altman va soltando sus flechas de ácido (no es bórico, señor Zaplana, que le veo venir) hacia todo lo que se mueve. Y sin carcaj.
Lo mejor que se puede decir de la película es que no hay concesiones. Casi todos los personajes de la narración son fríos, metódicos, no expresan emociones, no se permiten debilidades (aunque Griffin está a punto de admitir el crimen mientras se pasa por la piedra a... la “afligida” viuda del guionista. Mira que ha tenido día para confesarlo y vaya momento elige...). Sólo hay dos que se salen de ese esquema: el guionista susodicho, David Kahane (el tarado de Vincent D’Onofrio), un tipo amargado, enervado e irritante; y Bonnie (Cynthia Stevenson), la ayudante-amante de Griffin, la única que muestra algo similar a un principio moral. Por supuesto, no tiene ni una oportunidad de salir bien parada. Un falso final feliz nos deja en la butaca con una mueca de asombro al comprobar que hemos asistido, desde la primera claqueta, al triunfo definitivo de Griffin Mills. Que, en definitiva, es el de la desalmada industria hollywoodiense.
Sin embargo, con Robert Altman no pudieron, a pesar de negarle a tito Oscar repetidamente hasta darle el de consolac... digo, el Honorífico el año pasado. Las cosas de Hollywood. Adiós, sr. Altman. Por fortuna, aún nos quedan sus películas.
“El juego de Hollywood” comienza con una claqueta que da inicio a la película. Parece un detalle intrascendente, pero no es así. Forma parte del juego que nos propone Robert Altman en este film de cine dentro de cine, y nunca mejor dicho. El director de Kansas va a utilizar nombres y personajes reales (la versión americana del amiguetismo santisegurista) para barnizar de credibilidad su sátira. La primera escena, un largo plano-secuencia que explicita el homenaje a “Sed de mal” y a su escena inicial, se pasea por el exterior de una productora de Hollywood recogiendo los tejemanejes y braimstormings (Dios, parezco un comercial de El Corte Inglés) de productores, directores de casting y demás delincuentes del mundillo. Vemos a uno de los guionistas de “El graduado” proponer una segunda parte (Altman era, además, un visionario: tan solo leer la sinopsis de “Dicen por ahí...” te lleva a esta estupenda y vitriólica escena), o a Alan Rudolph vender su proyecto como “Memorias de África” + “Pretty Woman” (aaaarrrgggghhhh); a la pregunta “¿Cuál es el argumento?” la respuesta es “Quiero a Bruce Willis”. Eso es Hollywood. El señor Altman, con la precisión y la mala baba del más sátiro cirujano, desmenuza sin piedad la superficialidad y el desinterés de la industria cinematográfica más poderosa, la reduce a un simple juego de influencias y cifras (el aforismo “vales lo que vale tu última película” nunca se reveló tan crudamente como aquí: los filmes se valoran, literalmente, en números) y la somete a los caprichos mediocres de sus jugadores (“The player” es el título original, más cínico y sutil que el español): los ejecutivos. Gente que quiere que se les expliquen los proyectos en 25 palabras o menos (uséase, lo tengo crudo con esta gente, teniendo en cuenta el kilometraje de mis post-día-sin-pan), y que afirman que “los mejores negocios se consiguen en Alcohólicos Anónimos” (pregunten por Mel Gibson). En uno de ellos se centra la trama, un ejecutivo de éxito llamado Griffin Mills (como de costumbre, excelente Tim Robbins) al que la presión empieza a agobiar desde varios ámbitos: su puesto parece peligrar, debido a la contratación de un nuevo tiburón, Larry Levy (Peter Gallagher); y parece que un guionista al que había rechazado hace algún tiempo le envía postales amenazantes. De un encontronazo con él (¿seguro que es él?), lo acaba matando, y dándose a sí mismo un motivo más para llenar una botella de sudor frío. Alrededor de este mcguffin Altman va soltando sus flechas de ácido (no es bórico, señor Zaplana, que le veo venir) hacia todo lo que se mueve. Y sin carcaj.
Lo mejor que se puede decir de la película es que no hay concesiones. Casi todos los personajes de la narración son fríos, metódicos, no expresan emociones, no se permiten debilidades (aunque Griffin está a punto de admitir el crimen mientras se pasa por la piedra a... la “afligida” viuda del guionista. Mira que ha tenido día para confesarlo y vaya momento elige...). Sólo hay dos que se salen de ese esquema: el guionista susodicho, David Kahane (el tarado de Vincent D’Onofrio), un tipo amargado, enervado e irritante; y Bonnie (Cynthia Stevenson), la ayudante-amante de Griffin, la única que muestra algo similar a un principio moral. Por supuesto, no tiene ni una oportunidad de salir bien parada. Un falso final feliz nos deja en la butaca con una mueca de asombro al comprobar que hemos asistido, desde la primera claqueta, al triunfo definitivo de Griffin Mills. Que, en definitiva, es el de la desalmada industria hollywoodiense.
Sin embargo, con Robert Altman no pudieron, a pesar de negarle a tito Oscar repetidamente hasta darle el de consolac... digo, el Honorífico el año pasado. Las cosas de Hollywood. Adiós, sr. Altman. Por fortuna, aún nos quedan sus películas.
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