Yo también soy Zelig.
De una manera o de otra, todos tendemos a mimetizarnos con el entorno en el que vivimos, con el grupo social con el que nos sentimos identificados, con el hábitat en el que nos afincamos, con esas personas que a nuestro alrededor nos subyugan con su carisma o su personalidad. Todos (incluso Aznar: véase aquí cómo nuestro nunca bien ponderado ex-presidente asimiló el gringo-castellano de Texas en sólo una visitilla), de algún modo, somos Zelig. Esto lo sabía muy bien Woody Allen cuando se le ocurrió esta excepcional película, una de las mejores y, a la vez, más desconocidas del señor neuras oficial de la cinefilia americana. Tío Woody es, para que quede claro-clarito, uno de mis dioses personales. Dialoguista efervescente y punti-agudo, acreedor del trono dejado vacante por el tipo del bigote de dos posts más abajo, y mejor cineasta de lo que sus detractores piensan. Woody no es sólo un señor graciosillo que habla de temas como la muerte, la pareja, el sexo, la religión, el sentimiento de culpa, la clase burguesa (¿habéis visto de cuántas cosas suele hablar? ¿Quién dice que su temática es repetitiva?); es un extraordinario director que ha tenido durante su carrera la valentía de experimentar con la cámara en mano-cinema-veritè (“Maridos y mujeres”), el expresionismo alemán (“Sombras y niebla”), el musical (“Todo el mundo dice I love you”), el “bergmanismo” (“Otra mujer”), el "fellinismo" ("Recuerdos")... Y el mockumentary o falso documental (sí, “Zelig”... pero también, de manera mucho más disparatada, en su primera película, “Toma el dinero y corre”). Dale, marcbranches, que has quedado.
El primer golpe de la película es ver a reconocidos escritores e intelectuales como Susan Sontag o Saul Bellow hablar del fenómeno Zelig, un extraño caso que supuestamente sacudió la opinión pública USA a finales de los convulsos años 20; época que siempre ha interesado sobremanera al director neoyorquino, y no sólo por su banda sonora (jazz, charleston...). A partir de aquí, una voz en off, entrelazada paulatinamente con entrevistas a protagonistas de los hechos o a observadores especializados, va desgranando las peripecias de un extraño tipo, Leonard Zelig, con una paranormal facilidad para mimetizarse con la persona más próxima, ya sea un beisbolista, un indio o un rabino. Hordas de psiquiatras, médicos y sociólogos corren a tratar de desentrañar el misterio Zelig, que salta a los medios de comunicación con celeridad. Por desgracia, House aún no había acabado la carrera, con lo cual los diagnósticos (diferenciales, gente), son un desastre. Mientras los diarios y noticieros del mundo convierten a Zelig en una celebridad (aunque “para el Ku Kux Klan es una triple amenaza: se puede convertir en negro, indio y judío”), tan sólo la psicóloga Eudora Fletcher (cómo no, la sosainas de Mia Farrow) parece tener la clave de la curación de Zelig. Vale, hasta aquí la sinopsis. Hay dos aspectos fundamentales a tratar en este film: el temático y el estético. ¿De qué nos habla Zelig? Obviamente, de la necesidad del ser humano de integrarse, de sentirse querido o, al menos, aceptado por su entorno; Leonard comenzó a sufrir las transformaciones desde el rechazo que sufrió de niño al tener que reconocer que no había leído "Moby Dick" (ayy, los traumas infantiles...). Pero también habla de la capacidad de los medios de comunicación para crear fenómenos populares y luego devorarlos (Zelig pasa de héroe a villano, de villano a héroe y de héroe a olvidado en pocos años). O de la fugacidad y algarabía de los dorados años 20 americanos (y que acabaron abruptamente con el crack del 29). Y todo esto sin abandonar en ningún momento un tono de comedia, en el fondo, amable y condescendiente, a pesar de sus críticas en segundo plano. Algunos gags del film son excepcionales: el torero cobarde que se atribuye la muerte de un toro en la corrida cuando este había fallecido “por contusión cerebral” (nunca mejor dicho, se había dejado los cuernos en una valla), sus apariciones al lado del Papa Pío XI (uno de los arzobispos le sacude con un edicto papal) o como... ¡“camisa negra” de las SS al lado de Hitler! A Woody le encanta exorcizar demonios...
En cuanto a la estética de la cinta, sólo se puede decir que es un ejercicio prodigioso. Todo el mundo se asombró con los truquitos de Robert Zemeckis en “Forrest Gump”, pero Allen ya lo había hecho una década antes en “Zelig”. Aparte de eso, las imágenes parecen realmente de los años veinte; para lograr esa imagen sucia, los técnicos incluso pisotearon las cintas y las ensuciaron. La fotografía de Gordon Willis es impecable en todos los sentidos. Además, el maestro judío se empeña en que acabemos por creernos que el documental es verdadero, hasta tal punto que nos ofrece imágenes de una (falsa, claro) película basada en la historia de Zelig, “The changing man” (recurso que también utilizaría no hace mucho otro mockumentary, la excelente “C.S.A.”); varias canciones originales con ritmos de jazz y charleston; y todo tipo de gadgets y merchandising basados en el personaje...
En los títulos de crédito del final del documental se informa que Leonard Zelig murió feliz, con tan sólo un pesar: había empezado “Moby Dick” y no había podido acabarlo. No le había dado tiempo a ver “Cuando Harry encontró a Sally”, en la que Billy Cristal le ofrecía la solución. Empezar los libros por el final. Toda una filosofía de vida.
De una manera o de otra, todos tendemos a mimetizarnos con el entorno en el que vivimos, con el grupo social con el que nos sentimos identificados, con el hábitat en el que nos afincamos, con esas personas que a nuestro alrededor nos subyugan con su carisma o su personalidad. Todos (incluso Aznar: véase aquí cómo nuestro nunca bien ponderado ex-presidente asimiló el gringo-castellano de Texas en sólo una visitilla), de algún modo, somos Zelig. Esto lo sabía muy bien Woody Allen cuando se le ocurrió esta excepcional película, una de las mejores y, a la vez, más desconocidas del señor neuras oficial de la cinefilia americana. Tío Woody es, para que quede claro-clarito, uno de mis dioses personales. Dialoguista efervescente y punti-agudo, acreedor del trono dejado vacante por el tipo del bigote de dos posts más abajo, y mejor cineasta de lo que sus detractores piensan. Woody no es sólo un señor graciosillo que habla de temas como la muerte, la pareja, el sexo, la religión, el sentimiento de culpa, la clase burguesa (¿habéis visto de cuántas cosas suele hablar? ¿Quién dice que su temática es repetitiva?); es un extraordinario director que ha tenido durante su carrera la valentía de experimentar con la cámara en mano-cinema-veritè (“Maridos y mujeres”), el expresionismo alemán (“Sombras y niebla”), el musical (“Todo el mundo dice I love you”), el “bergmanismo” (“Otra mujer”), el "fellinismo" ("Recuerdos")... Y el mockumentary o falso documental (sí, “Zelig”... pero también, de manera mucho más disparatada, en su primera película, “Toma el dinero y corre”). Dale, marcbranches, que has quedado.
El primer golpe de la película es ver a reconocidos escritores e intelectuales como Susan Sontag o Saul Bellow hablar del fenómeno Zelig, un extraño caso que supuestamente sacudió la opinión pública USA a finales de los convulsos años 20; época que siempre ha interesado sobremanera al director neoyorquino, y no sólo por su banda sonora (jazz, charleston...). A partir de aquí, una voz en off, entrelazada paulatinamente con entrevistas a protagonistas de los hechos o a observadores especializados, va desgranando las peripecias de un extraño tipo, Leonard Zelig, con una paranormal facilidad para mimetizarse con la persona más próxima, ya sea un beisbolista, un indio o un rabino. Hordas de psiquiatras, médicos y sociólogos corren a tratar de desentrañar el misterio Zelig, que salta a los medios de comunicación con celeridad. Por desgracia, House aún no había acabado la carrera, con lo cual los diagnósticos (diferenciales, gente), son un desastre. Mientras los diarios y noticieros del mundo convierten a Zelig en una celebridad (aunque “para el Ku Kux Klan es una triple amenaza: se puede convertir en negro, indio y judío”), tan sólo la psicóloga Eudora Fletcher (cómo no, la sosainas de Mia Farrow) parece tener la clave de la curación de Zelig. Vale, hasta aquí la sinopsis. Hay dos aspectos fundamentales a tratar en este film: el temático y el estético. ¿De qué nos habla Zelig? Obviamente, de la necesidad del ser humano de integrarse, de sentirse querido o, al menos, aceptado por su entorno; Leonard comenzó a sufrir las transformaciones desde el rechazo que sufrió de niño al tener que reconocer que no había leído "Moby Dick" (ayy, los traumas infantiles...). Pero también habla de la capacidad de los medios de comunicación para crear fenómenos populares y luego devorarlos (Zelig pasa de héroe a villano, de villano a héroe y de héroe a olvidado en pocos años). O de la fugacidad y algarabía de los dorados años 20 americanos (y que acabaron abruptamente con el crack del 29). Y todo esto sin abandonar en ningún momento un tono de comedia, en el fondo, amable y condescendiente, a pesar de sus críticas en segundo plano. Algunos gags del film son excepcionales: el torero cobarde que se atribuye la muerte de un toro en la corrida cuando este había fallecido “por contusión cerebral” (nunca mejor dicho, se había dejado los cuernos en una valla), sus apariciones al lado del Papa Pío XI (uno de los arzobispos le sacude con un edicto papal) o como... ¡“camisa negra” de las SS al lado de Hitler! A Woody le encanta exorcizar demonios...
En cuanto a la estética de la cinta, sólo se puede decir que es un ejercicio prodigioso. Todo el mundo se asombró con los truquitos de Robert Zemeckis en “Forrest Gump”, pero Allen ya lo había hecho una década antes en “Zelig”. Aparte de eso, las imágenes parecen realmente de los años veinte; para lograr esa imagen sucia, los técnicos incluso pisotearon las cintas y las ensuciaron. La fotografía de Gordon Willis es impecable en todos los sentidos. Además, el maestro judío se empeña en que acabemos por creernos que el documental es verdadero, hasta tal punto que nos ofrece imágenes de una (falsa, claro) película basada en la historia de Zelig, “The changing man” (recurso que también utilizaría no hace mucho otro mockumentary, la excelente “C.S.A.”); varias canciones originales con ritmos de jazz y charleston; y todo tipo de gadgets y merchandising basados en el personaje...
En los títulos de crédito del final del documental se informa que Leonard Zelig murió feliz, con tan sólo un pesar: había empezado “Moby Dick” y no había podido acabarlo. No le había dado tiempo a ver “Cuando Harry encontró a Sally”, en la que Billy Cristal le ofrecía la solución. Empezar los libros por el final. Toda una filosofía de vida.
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