
Por supuesto que a todos nos gustaría tener el control de la imagen que ofrecemos. Como individuos, como familia, como pueblo. Sin embargo, esto no es posible, y los aspectos más característicos de nuestras personalidades acaban afluyendo para ofrecer visiones parciales, superficiales, a veces incluso contradictorias, de lo que realmente somos. Esta paja mental frustrada viene a cuento al respecto de algunas críticas arrojadas sobre la última película de Woody Allen, “Vicky Cristina Barcelona”, más concretamente sobre su manera de reflejar la “identidad catalana”: inexistente. No sé qué esperarían algunos de los políticos que pusieron la pasta y su mejor sonrisa para las fotos, pero Allen, cuyo conocimiento de la idiosincrasia europea diría que es casi exclusivamente artístico, se ha dedicado a focalizar su idea de Catalunya, y España, en una atmósfera mediterránea y bucólica, de lugares antiguos, guitarras españolas (omnipresentes en la banda sonora) parajes soleados y cultura desbordante, como si España fuese un gigantesco parador, repleto, eso sí, de españoles que se comportan como italianos. Desde luego, la clase política catalana (como la ovetense) no podrán quejarse del maravilloso publirreportaje que Woody les ha preparado para arengar al neoyorquino de a pie sobre las excelencias de una visita turística a estos lares. Sin embargo, es obvio que no sabrán ni una palabra más de lo que es España, ni Catalunya, después de ver esta película. ¿Cine? Sí, claro.
Puede que “Vicky Cristina Barcelona” sea la peor película de Woody Allen. Casi con total seguridad, es la más desganada. Era de esperar. A sus setenta y tantos, y después de cuatro décadas a casi película por año, Woody se merecía unas vacaciones. Pagadas, claro. Y qué mejor lugar que una ciudad que le adora y por la que se ha prodigado mucho menos que por otras capitales europeas que igualmente besan sus gafas por donde pasa. Así que, vine al mercat, reina, que paga Roures. Eso sí, con una serie de condicionantes para la película que vienen impuestos desde una comisión turística municipal cualquiera, y que para un escritor como Allen no suponen el más mínimo problema. Al inicio de la escritura del guión, en la historia propiamente relatada, es donde se encuentra lo mejor de “Vicky Cristina Barcelona”. Una pareja de turistas americanas (Rebecca Hall y Scarlett Johansson) con visiones absolutamente dispares de la vida y el amor se ven envueltas en un extraño tetraedro amoroso con un pintor catalán (Javier Bardem) y su atronada ex-mujer (Penélope Cruz), que había roto con él después de intentar asesinarle. Como punto de partida es prometedor, y más en las manos de Allen. Sin embargo, a la hora del desarrollo, y por las razones que sean, se ha ido todo al carajo. Tal es así, que ni siquiera queda definido el género del filme, que no posee la profundidad necesaria para ser un melodrama romántico, ni detenta los momentos cómicos suficientes como para determinarse comedia. Esto último es, quizás, lo más hiriente: no hay ni una sola brizna de los diálogos chispeantes habituales en Woody, no hay sarcasmo ni ironía. Bien parece que el ritmo y la textura de la película es de “Scoop”, pero los diálogos -y la irritantemente machacona voz en off- son de “Match point”. Así, el largometraje navega durante casi una hora entre los dimes y diretes del triángulo Vicky-Cristina-Juan Antonio con los paisajes y recovecos arquitectónicos de Barcelona y Oviedo como fondo de escritorio, bajo un ritmo tan lineal como inane.
Hasta que llega Maria Elena, la ex-esposa de Juan Antonio, que le da un empujón de interés al filme. Su carácter temperamental y febril llevan a la pareja Juan Antonio-Cristina a un nuevo estado en la relación, en la que, por desgracia, Woody tampoco se preocupa demasiado por desarrollar. Y aquí es cuando hay que parar un momento para hablar de interpretaciones. Aunque quizás la actuación más sólida, al ser un personaje principal, es la de Rebecca Hall, la función se la lleva de calle, debido al efecto elefante-cacharrería que produce su personaje, Penélope, que confirma una vez más que cuanto más arrabalera y racial, más cómoda se encuentra. Sus discusiones en castellano con Bardem (quien le ruega, repetida e infructuosamente, que hable en inglés por respeto a la yanqui Cristina) (y, de paso, a ese neoyorquino de a pie antes mencionado) no tienen desperdicio, basadas en improvisaciones de ambos actores, en los que Allen, con buen criterio, confió plenamente. También Bardem parece encontrarse más cómodo en esas escenas, puesto que durante el resto de la película da la impresión de estar excesivamente relajado, al borde de la laxitud marihuanoide. ¿Y Scarlett? Pues ni mal ni bien sino todo lo contrario, lo cual empieza a ser una costumbre; puede que nos encontremos ante otro caso, como la Jolie (o Paz Vega en España), de actriz sepultada por su belleza y por las portadas de Marie Claire. La gran Patricia Clarkson apenas tiene presencia suficiente como para dejar poso de gran actriz en un par de expresiones de desencanto. Para completistas quedan las apariciones a velocidad match-3 de valores autóctonos como Abel Folk, Lloll Beltrán o Joel Joan, que no se pierde una.
El final del film, tan precipitado como acostumbra en Allen, deja un sabor algo desencantado, no permitiendo el director neoyorquino que ninguna de las facciones contendientes del amor (el amor apasionado y el conservador) triunfe; todo quedará enterrado en la memoria como un affaire de verano, tan iridiscente y liviano como suelen ser estos amores de estío. En el recuerdo, no molestan pero no calan. Con el tiempo, “Vicky Cristina Barcelona” será un affaire de verano en la carrera del gran Allen Konigsberg, a.k.a. Woody Allen.