Decíamos ayer.
En mi anterior post, el dedicado a “The hot spot”, ocupé un párrafo en desarrollar mínimamente el concepto de “serie B”, y ponía como ejemplo de la misma a una de las mejores películas de la historia del cine, “Sed de mal”. Sí, jóvenes padawanes: en las dobles sesiones de la época, “Sed de mal” era telonera de productos como... bueno, ¿a quién le importa? El caso es que la industria cinematográfica ya estaba corrompida por los productores en los años 40 y 50, mucho antes de que lo denunciara Robert Altman en “The player”. Al genio Welles, lejana ya su condición de niño mimado de la industria, le recortaban una y otra vez cada película que pergeñaba su enfermiza y deslumbrante mente, debido a quisicosas sin trascendencia como la taquilla. ¿Qué es el dinero respecto a la inmortalidad de la obra de arte? Pues eso. Si alguien se mira “Sed de mal” con atención y ojo crítico, se dará cuenta de que su presupuesto es algo limitado. Es obvio que está rodada prácticamente toda en interiores (más bien pocos, además), aunque hay bastantes extras y el reparto es excelente. En cualquier caso, “Sed de mal” es estrenada con el olor a pegamento de los tijeretazos de Universal. En 1998 se rehace la película en base a un memorándum de más de 50 páginas de Orson Welles en el que deja claro cuál es la película que estaba en su cabeza. Con algunos minutos más de metraje, y más de cincuenta cambios (entre otros, la celebérrima escena inicial, que queda despojada de la música de Henry Mancini y de los títulos de crédito: aunque la escena se disfruta más, yo prefería la versión primeriza), hoy en día se puede disfrutar del film tal como Welles lo había ideado. Albricias.
“Sed de mal”, basada en una mediocre novelita de Whit Masterson llamada “Badge of evil”, es la película wellesiana que más ha impactado a este su seguro servidor (o sea, yo) (que hay que decíroslo todo). Todo un ejercicio de estilo en el que el significante trasciende al significado: los movimientos de cámara (que sí, el primer plano-secuencia, considerado por muchos el mejor de la historia, ytalytal... pero qué pesados sois), el uso y abuso del contrapicado, la fotografía imaginativa y desacomplejada de Russell Metty, los juegos de luces y sombras (en particular estas últimas; a tito Orson le apetece que algunos personajes tengan hasta tres sombras diferentes en un mismo plano: Welles, 1 – Física, 0) que describen la ambigüedad moral de los personajes, los movimientos repentinos de cámara, la grúa como concepto estético, la música mestiza de Mancini... La estética al servicio de la historia. Y de la Historia (lo que hace una mayúscula de más...). Ante tamaña ostentación de recursos, el argumento y los personajes podrían quedar peligrosamente empequeñecidos. Pero no. El guión, quizás lo más criticado del film, tiene una estructura muy destacable, presentándonos desde su vertiginoso inicio las dos líneas argumentales (la búsqueda del asesinato de mr. Linnekar y la pilingui-stripper que le acompañaba en el coche, por una parte, y el problemilla de Vargas con la familia Grandi por otra) que convergen a medio relato; es cierto, sin embargo, que algunas soluciones dejan que desear (la facilidad con que la señora Vargas se deja liar por los secuaces de Grandi, el extraño papel del portero de noche del motel), y que a veces los diálogos transmiten exceso de densidad. En cuanto a los personajes y a sus intérpretes, digamos que Charlton Heston acepta bien su papel de falso protagonista del filme, con una esforzada y a ratos algo histriónica interpretación; no es culpa suya que se excediesen con el tizón para pintarle la cara de mexicano, ni que su castellano no sea demasiado académico (“¿Qui-en pertenehe aquí a la pandillia de Grandi?”)... Janet Leigh, correcta en su papel de “chica-para-salvar” con cierta determinación, tiene una curiosa premonición al hospedarse en un motel perdido en el desierto en el que ella es la única cliente y cuyo recepcionista tiene problemas de equilibrio mental... ¿Una duchita, Janet? Marlene Dietrich, que apenas tiene un par de minutos de papel, se las apaña para robarnos el corazón con su primera mirada a Quinlan y su aire melancólico. Y, por supuesto, el propio Welles, que hace de su obeso, sudoroso y repugnante Hank Quinlan un personaje decadente, rudo, xenófobo (“volvamos a la civilización”, dice antes de cruzar la frontera de vuelta a Estados Unidos), amargado por el peso de su tragedia (el asesinato de su esposa), y cómodamente instalado en la mezquindad de los gángsteres de poca monta y los garitos de mala vida (y muerte). Welles compone un personaje “bigger than life” (y no sólo por su tamaño físico), y demuestra que, además de ser un director mítico, era también un actor tan intuitivo como la pierna de Quinlan...
Proyecto personalísimo, más autobiográfico de lo que uno pudiera pensar en un principio, “Touch of evil” está considerada como el canto del cisne del cine negro norteamericano. A partir de aquí, la nada: se puede plagiar, homenajear, fusionar o revisionar el género, pero lo cierto es que todo está ya dicho, y, como de costumbre, Orson Welles tiene la última palabra.
En mi anterior post, el dedicado a “The hot spot”, ocupé un párrafo en desarrollar mínimamente el concepto de “serie B”, y ponía como ejemplo de la misma a una de las mejores películas de la historia del cine, “Sed de mal”. Sí, jóvenes padawanes: en las dobles sesiones de la época, “Sed de mal” era telonera de productos como... bueno, ¿a quién le importa? El caso es que la industria cinematográfica ya estaba corrompida por los productores en los años 40 y 50, mucho antes de que lo denunciara Robert Altman en “The player”. Al genio Welles, lejana ya su condición de niño mimado de la industria, le recortaban una y otra vez cada película que pergeñaba su enfermiza y deslumbrante mente, debido a quisicosas sin trascendencia como la taquilla. ¿Qué es el dinero respecto a la inmortalidad de la obra de arte? Pues eso. Si alguien se mira “Sed de mal” con atención y ojo crítico, se dará cuenta de que su presupuesto es algo limitado. Es obvio que está rodada prácticamente toda en interiores (más bien pocos, además), aunque hay bastantes extras y el reparto es excelente. En cualquier caso, “Sed de mal” es estrenada con el olor a pegamento de los tijeretazos de Universal. En 1998 se rehace la película en base a un memorándum de más de 50 páginas de Orson Welles en el que deja claro cuál es la película que estaba en su cabeza. Con algunos minutos más de metraje, y más de cincuenta cambios (entre otros, la celebérrima escena inicial, que queda despojada de la música de Henry Mancini y de los títulos de crédito: aunque la escena se disfruta más, yo prefería la versión primeriza), hoy en día se puede disfrutar del film tal como Welles lo había ideado. Albricias.
“Sed de mal”, basada en una mediocre novelita de Whit Masterson llamada “Badge of evil”, es la película wellesiana que más ha impactado a este su seguro servidor (o sea, yo) (que hay que decíroslo todo). Todo un ejercicio de estilo en el que el significante trasciende al significado: los movimientos de cámara (que sí, el primer plano-secuencia, considerado por muchos el mejor de la historia, ytalytal... pero qué pesados sois), el uso y abuso del contrapicado, la fotografía imaginativa y desacomplejada de Russell Metty, los juegos de luces y sombras (en particular estas últimas; a tito Orson le apetece que algunos personajes tengan hasta tres sombras diferentes en un mismo plano: Welles, 1 – Física, 0) que describen la ambigüedad moral de los personajes, los movimientos repentinos de cámara, la grúa como concepto estético, la música mestiza de Mancini... La estética al servicio de la historia. Y de la Historia (lo que hace una mayúscula de más...). Ante tamaña ostentación de recursos, el argumento y los personajes podrían quedar peligrosamente empequeñecidos. Pero no. El guión, quizás lo más criticado del film, tiene una estructura muy destacable, presentándonos desde su vertiginoso inicio las dos líneas argumentales (la búsqueda del asesinato de mr. Linnekar y la pilingui-stripper que le acompañaba en el coche, por una parte, y el problemilla de Vargas con la familia Grandi por otra) que convergen a medio relato; es cierto, sin embargo, que algunas soluciones dejan que desear (la facilidad con que la señora Vargas se deja liar por los secuaces de Grandi, el extraño papel del portero de noche del motel), y que a veces los diálogos transmiten exceso de densidad. En cuanto a los personajes y a sus intérpretes, digamos que Charlton Heston acepta bien su papel de falso protagonista del filme, con una esforzada y a ratos algo histriónica interpretación; no es culpa suya que se excediesen con el tizón para pintarle la cara de mexicano, ni que su castellano no sea demasiado académico (“¿Qui-en pertenehe aquí a la pandillia de Grandi?”)... Janet Leigh, correcta en su papel de “chica-para-salvar” con cierta determinación, tiene una curiosa premonición al hospedarse en un motel perdido en el desierto en el que ella es la única cliente y cuyo recepcionista tiene problemas de equilibrio mental... ¿Una duchita, Janet? Marlene Dietrich, que apenas tiene un par de minutos de papel, se las apaña para robarnos el corazón con su primera mirada a Quinlan y su aire melancólico. Y, por supuesto, el propio Welles, que hace de su obeso, sudoroso y repugnante Hank Quinlan un personaje decadente, rudo, xenófobo (“volvamos a la civilización”, dice antes de cruzar la frontera de vuelta a Estados Unidos), amargado por el peso de su tragedia (el asesinato de su esposa), y cómodamente instalado en la mezquindad de los gángsteres de poca monta y los garitos de mala vida (y muerte). Welles compone un personaje “bigger than life” (y no sólo por su tamaño físico), y demuestra que, además de ser un director mítico, era también un actor tan intuitivo como la pierna de Quinlan...
Proyecto personalísimo, más autobiográfico de lo que uno pudiera pensar en un principio, “Touch of evil” está considerada como el canto del cisne del cine negro norteamericano. A partir de aquí, la nada: se puede plagiar, homenajear, fusionar o revisionar el género, pero lo cierto es que todo está ya dicho, y, como de costumbre, Orson Welles tiene la última palabra.
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