Que no. Que no me gustan los musicales. Ya sé que hace unos días colgué una escena de “Chicago”, y que ahora me dispongo a comentar, vayapordioshombre, “Moulin Rouge!”. A pesar de estos ítems contradictorios, no me gustan los musicales. Podría vivir perfectamente sin Gene Kelly, Fred Astaire, Ginger Rogers o Cyd Charisse. Me cuesta meterme en relatos en los que un tipo, súbitamente, se pone a cantar, a bailar invadiendo la calzada (en la que insólitamente no hay ningún tráfico) y a chapotear cual niño chico en los charcos, tanta es la felicidad que le embarga; mientras, a los transeúntes, en lugar de afearle su incívica actitud, sólo se les ocurre enhebrar una “espontánea” coreografía acompañando al idiota de turno... Sin embargo, reconozco ciertos méritos de los escasos musicales que algunos valientes han pergeñado en los últimos años, incluida la fallida “Evita”. Es el caso de “Chicago” y, en particular, este “Moulin Rouge!” desmesurado, arrebatado, insolente y excesivo que tuvo a bien parir el irreverente de Baz Luhrmann.
Ya desde los créditos iniciales, con ese director de orquesta pasado de “speed” que dirige la entradilla de la Fox, Luhrmann nos deja muy claro que va a entrar a matar sin cortapisa ninguna: estoy como una regadera, y vosotros vais a compartir esta chaladura conmigo. Su historia, en esencia, tiene la complejidad argumental de una película de Disney, y su estructura, de hecho, guarda similitudes con los estándares maniqueos de los dibujos animados (incluso muchas escenas tienen formato “cartoon”): chico conoce chica, canta bonita canción, llega un malo muy maloso, canta canción, chico conquista chica con ayuda de amiguitos, todos cantan canción. Hay hasta una Campanilla en forma de Kylie Minogue (cortesía, eso sí, de una alucinación de absenta, lo cual no diría que es demasiado Disney...). Pero no es cierto. El film juega una primordial baza, que se revela al arranque del relato: se nos descubre que la protagonista, Satine, está muerta. Por consiguiente, un espíritu trágico (más intenso en cada tosido de Satine) va espolvoreando en progresión geométrica la narración, jugando con la ineludible certeza del amor súbitamente resquebrajado. El amor exaltado, desprendido, unívoco, alienado, irreflexivo, a prueba de pruebas, ese es el tema del film. Y para eso, Baz Luhrmann no repara en gastos, barroquismo y desmesura: multitudes, colores chillones, vestidos deslumbrantes, sentimientos desbordados, música atronadora, todo vale para hacernos creer durante dos horas que se puede amar a contracorriente de todo, incluso de la propia memoria, incluso de la muerte. Ninguno de los números musicales sobran, y varios de ellos desbordan la pantalla a golpe de “joie de vivre”, colorido, vistosidad y ampulosidad: valgan como ejemplo la presentación del Moulin Rouge al son de la explosiva mezcla Nirvana + Fatboy Slim + Miami Sound Machine (si Kurt Cobain levantase la cabeza... volvería a disparársela), o el esplendoroso tango de Roxanne, en el que Christian pugna con sus celos mientras el argentino narcoléptico arrastra su quebrada (debe de ser primo de Tom Waits) voz, y el Duque (Richard Roxburgh, de profesión villano) intenta consumar su concertado deseo por Satine. Pero hay también algunos pequeños momentos que también merecen ser destacados entre tanta grandilocuencia, como ese beso furtivo entre Christian y Satine filmado cámara en mano, como cazado por casualidad por un ávido reportero de guerra; o ese plano en el que Zidler, delante de un espejo, advierte a Satine que si no abandona a su amado este será asesinado.
Hablemos de actores y canciones. Nicole Kidman, en estado de gracia aquel año (como ya quedó dicho, a este bombazo le acompañaron “Los otros” y “Las horas”) salió fortalecida como estrella indiscutible del firmamento hollywoodiense, gracias a su esfuerzo vocal (y que nadie malinterprete la expresión) (guarros), a su empeño en rebelarse contra sus limitaciones físicas en las coreografías (su más de metro ochenta combina malamente con la gracilidad necesaria para la danza) y, por supuesto, a su talento como actriz. Demostró que sabía arriesgarse, y ganó. Sin embargo, mis votos van para Ewan McGregor, que entre sablazo y sablazo (láser) sorprendió a todos con una actuación extraordinaria, componiendo un Christian de sonrisa pánfila y sentimientos puros inesperadamente creíble. Además, hace gala de una prodigiosa voz, que hace que su “Your song” (a la luz de una sonriente luna y aderezado con gotitas de Plácido Domingo) supere por derecha e izquierda el original de Elton John. De entre los secundarios, aparte de ese Toulouse-Lautrec juguetón y desaforado de John Leguizamo, hay que rendir pleitesía al mejor actor de la función, ese imperial Jim Broadbent que borda su Zidler, el alma chanchullera (pero con resquicios de ternura) del Moulin Rouge.
Es precisamente Zidler quien, aprovechando el celebérrimo tema de Queen, interpreta uno de los leitmotiv de la película: pase lo que pase, por muy adversas que sean las circunstancias, por afligido que esté nuestro corazón, el espectáculo debe continuar. Es el sino del artista. The show must go on.
Ya desde los créditos iniciales, con ese director de orquesta pasado de “speed” que dirige la entradilla de la Fox, Luhrmann nos deja muy claro que va a entrar a matar sin cortapisa ninguna: estoy como una regadera, y vosotros vais a compartir esta chaladura conmigo. Su historia, en esencia, tiene la complejidad argumental de una película de Disney, y su estructura, de hecho, guarda similitudes con los estándares maniqueos de los dibujos animados (incluso muchas escenas tienen formato “cartoon”): chico conoce chica, canta bonita canción, llega un malo muy maloso, canta canción, chico conquista chica con ayuda de amiguitos, todos cantan canción. Hay hasta una Campanilla en forma de Kylie Minogue (cortesía, eso sí, de una alucinación de absenta, lo cual no diría que es demasiado Disney...). Pero no es cierto. El film juega una primordial baza, que se revela al arranque del relato: se nos descubre que la protagonista, Satine, está muerta. Por consiguiente, un espíritu trágico (más intenso en cada tosido de Satine) va espolvoreando en progresión geométrica la narración, jugando con la ineludible certeza del amor súbitamente resquebrajado. El amor exaltado, desprendido, unívoco, alienado, irreflexivo, a prueba de pruebas, ese es el tema del film. Y para eso, Baz Luhrmann no repara en gastos, barroquismo y desmesura: multitudes, colores chillones, vestidos deslumbrantes, sentimientos desbordados, música atronadora, todo vale para hacernos creer durante dos horas que se puede amar a contracorriente de todo, incluso de la propia memoria, incluso de la muerte. Ninguno de los números musicales sobran, y varios de ellos desbordan la pantalla a golpe de “joie de vivre”, colorido, vistosidad y ampulosidad: valgan como ejemplo la presentación del Moulin Rouge al son de la explosiva mezcla Nirvana + Fatboy Slim + Miami Sound Machine (si Kurt Cobain levantase la cabeza... volvería a disparársela), o el esplendoroso tango de Roxanne, en el que Christian pugna con sus celos mientras el argentino narcoléptico arrastra su quebrada (debe de ser primo de Tom Waits) voz, y el Duque (Richard Roxburgh, de profesión villano) intenta consumar su concertado deseo por Satine. Pero hay también algunos pequeños momentos que también merecen ser destacados entre tanta grandilocuencia, como ese beso furtivo entre Christian y Satine filmado cámara en mano, como cazado por casualidad por un ávido reportero de guerra; o ese plano en el que Zidler, delante de un espejo, advierte a Satine que si no abandona a su amado este será asesinado.
Hablemos de actores y canciones. Nicole Kidman, en estado de gracia aquel año (como ya quedó dicho, a este bombazo le acompañaron “Los otros” y “Las horas”) salió fortalecida como estrella indiscutible del firmamento hollywoodiense, gracias a su esfuerzo vocal (y que nadie malinterprete la expresión) (guarros), a su empeño en rebelarse contra sus limitaciones físicas en las coreografías (su más de metro ochenta combina malamente con la gracilidad necesaria para la danza) y, por supuesto, a su talento como actriz. Demostró que sabía arriesgarse, y ganó. Sin embargo, mis votos van para Ewan McGregor, que entre sablazo y sablazo (láser) sorprendió a todos con una actuación extraordinaria, componiendo un Christian de sonrisa pánfila y sentimientos puros inesperadamente creíble. Además, hace gala de una prodigiosa voz, que hace que su “Your song” (a la luz de una sonriente luna y aderezado con gotitas de Plácido Domingo) supere por derecha e izquierda el original de Elton John. De entre los secundarios, aparte de ese Toulouse-Lautrec juguetón y desaforado de John Leguizamo, hay que rendir pleitesía al mejor actor de la función, ese imperial Jim Broadbent que borda su Zidler, el alma chanchullera (pero con resquicios de ternura) del Moulin Rouge.
Es precisamente Zidler quien, aprovechando el celebérrimo tema de Queen, interpreta uno de los leitmotiv de la película: pase lo que pase, por muy adversas que sean las circunstancias, por afligido que esté nuestro corazón, el espectáculo debe continuar. Es el sino del artista. The show must go on.
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