Ah, la pasión, ese demoníaco invento.
Hay veces en que la pasión te permite llegar hasta los límites más insospechados: artísticamente, eso significa, en pocas palabras, alcanzar la genialidad. Pero en otras, te ofusca, te bloquea y te impide ser tú mismo: artísticaetc., eso significa no estar a la altura de las expectativas. En clave de Martin Scorsese, podríamos decir que un gran ejemplo de lo primero fue “Uno de los nuestros” (aunque entre esas comillas se podrían situar varios títulos más), mientras que como prueba de lo segundo nos vendría que ni pintada “Gangs of New York”. Y, sin embargo, uno sigue sospechando, aún hoy en día, que, más que de la pasión, de quien fue realmente víctima el tío Marty fue de las imperativas y celebérrimas tijeras de los hermanos Weinstein, que le tenían, contractualmente, agarrado por sus italianos güevos. Nunca habrá pruebas periciales determinantes, porque Scorsese está radicalmente en contra de los Director's Cut a posteriori – para él, el “montaje del director” es el que se muestra en los cines -; pero espectadores que presenciaron un primer montaje de trabajo que se alargaba a más de tres horas (el filme original dura 167 minutos) confirman que aquella versión era más satisfactoria. Sea lo que sea, “Gangs of New York” ha quedado dibujada en la historia como una película poco menos que fallida, y como el inicio de una leve decadencia artística de Martin Scorsese, del que se teme que no vuelva a sus niveles magistrales de la anteriores tres décadas.
Y el caso es que solemos relacionar “fallida” con “mala” o “mediocre”. Sin embargo, “Gangs of New York” no es, a juicio de Mi Majestad, ni una cosa ni otra. Si es aplicable el adjetivo “fallida” es, exclusivamente, porque no termina de cumplir las desmesuradas expectativas que que todos, incluido el mismo Scorsese, habían puesto en ella. El material de partida era muy goloso: un libro documental de 1928 escrito por Herbert Ashbury, “Gangs of New York”, que relata la proliferación, supervivencia y extrema violencia de las múltiples bandas callejeras que poblaban las calles de la Gran Manzana durante las décadas de mitad del XIX. New York + violencia callejera = Scorsese. Después de treinta años de dimes y diretes alrededor de este proyecto, finalmente Marty pudo rodarlo a principios del 2001, en medio de exorbitantes erecciones cinéfilas, a la espera de, como poco, la película definitiva del maestro italoamericano. No fue así.
Pero “Gangs of New York”, con sus irregularidades, con sus arritmias, con sus jirones, es una excelente película. El inicio de la misma, al son de un poderoso tema de corte celta (crédito para Howard Shore), con la cámara acompañando al Reverendo Vallon (Liam Neeson), cabecilla de la banda “Los Conejos Muertos”, en su camino a través de la fábrica de cerveza, es impresionante, y acaba en una pelea masiva a la que le sobra algún efectismo, pero que traslada, ya de arranque, el nivel de violencia al que nos enfrentamos. Por bárbaro que parezca, ese salvajismo primario existió, y reinó en New York en aquella época, en la que la Guerra de Secesión no había llegado a la Big Apple. Scorsese se vale de la historia de Amsterdam Vallon (Leo DiCaprio), un neoyorquino de sangre irlandesa que vuelve a la ciudad a vengarse de quien asesinó a su padre en la reseñada reyerta, el líder de la banda rival “Los Nativos Americanos”, William Cutting “El Carnicero” (Daniel Day Lewis); ocultando su identidad, consigue la confianza del salvaje Cutting, quien le considera poco menos que el hijo que nunca tuvo, pero la aparición de una mujer en el meollo, la carterista Jenny (Cameron Diaz) complica las cosas. Esta última frase, de hecho, se puede aplicar, tanto a la sinopsis del largometraje, como al desarrollo del guión.
La descripción meticulosa de la atmósfera de la ciudad, con los conflictos raciales, las guerras de bandas, la masificación inmigrante, la corrupción política, la inutilidad de los cuerpos de seguridad, y la supervivencia criminal, funciona a la perfección. Cuando nos adentramos en la historia central, el asunto chirría, mayoritariamente de un lado: el amoroso. El personaje de Jenny, absolutamente innecesario, no sólo banaliza el conflicto principal entre Amsterdam y el Carnicero, sino que resta simbolismo a la evidente metáfora que significa la relación entre los antagonistas: el Nativo Cutting, que rechaza violentamente todo lo que viene de fuera, y el inmigrante Vallon, un superviviente que trata de abrirse camino, si es necesario, a navajazos. Hay, en este sentido, un descomunal plano-secuencia muy explicativo que va desde la llegada de centenares de inmigrantes en un barco, que son reclutados inmediatamente en el ejército, hasta la descarga de varios ataúdes con olor a trébol. A pesar de Jenny, de todas formas, la película avanza con paso firme, ritmo adecuado y con la suficiente grandilocuencia, hasta un punto álgido que coincide con la celebración del aniversario de la victoria de los Nativos en un garito chino. A partir de ahí, inopinadamente, la historia se acelera a trompicones (hay algún tijeretazo vergonzoso), y Marty no da con la tecla. Ni siquiera las escenas de masas del final, que cuentan la descerrajada insurrección ciudadana contra los reclutamientos obligatorios en 1863, se salvan del todo, creando cierta confusión en el espectador sobre lo que realmente está pasando.
El gran eje sobre el que acaba girando el film es Daniel Day Lewis, quizás el actor con más presencia de los últimos veinte años. Su Bill el Carnicero es una creación asombrosa, desde el mismo acento (una voz nasal que habla a escupitajos): racista, xenófobo, salvaje, primario, sucio, arrogante, manipulador. El yerno perfecto. Sin embargo, alberga un atractivo animal, y proviene de su sentido del honor, que le permite admirar sinceramente a su antiguo enemigo el Reverendo, y de ciertos jirones de humanidad, resueltos en un maravilloso monólogo envuelto en una bandera americana. La película crece con Day Lewis, y decae sin él. A su lado, los esfuerzos de DiCaprio palidecen (ya no digo de la ex-ángel de Charlie. Animalico), a pesar de su aproximación a un acento irish. Bill el Carnicero será lo que perdure de esta irregular pero enérgica y notable película, rematada con un plano del skyline neoyorkino en el que, polémicamente, se incluyeron las Torres Gemelas que había barrido Bin Laden un año antes. Como dijo Marty, “este es un film para quienes construyeron América, no para quienes intentaron destruirla”.