“Qué pequeño papel he representado en tu vida”.
El canto del cisne de ese gran director llamado John Huston, con justificada etiqueta de irregular, pero que nos ha dejado un buen puñado de obras para el museo de la posteridad, se llamó “Dublineses”. Basada en el relato corto “The dead”, el último y más denso de los que componen el libro “Dublineses” de James Joyce (algunos de sus personajes formaron parte, en pequeñas dosis, de “Ulises”. No, yo tampoco he tenido los santos güitos de leerlo entero), esta película resultó ser el canto del cisne de este ex-boxeador (y ex-muchísimas cosas más) de origen irlandés. Huston la rodó gravemente enfermo, en silla de ruedas y con máscara de oxígeno, y no llegó a presenciar el estreno del film: un enfisema se lo impidió, aunque tuvo el buen gusto de permitirle acabar una de sus mejores obras (junto a “La jungla de asfalto”, en mi opinión), y una de las películas más sutiles que uno ha tenido ocasión de contemplar. Demostrando una vez más (va por ti, Peter Jackson) (no sé quien tiene la culpa de que no haga “The hobbitt”, pero gracias de parte de las neuronas de marcbranches) (de ambas dos) que no es imprescindible que una película dure más de dos horas para considerarse largometraje, John Huston se toma apenas 75 minutos para abrirnos de manera casi imperceptible el cascarón de los sentimientos, sin que nos demos cuenta, con precisión quirúrgica-House, para acabar erizándonos hasta los pelos de los nudillos en un hermosísimo plano final.
El argumento de “Dublineses” se puede explicar en muy pocas palabras. Una fiesta de Epifanía de principios de siglo XX, ofrecida como es tradición por las hermanas Molkan, que transcurre apaciblemente y bajo las costumbres de la época, y a la que acude el matrimonio Conray; a la vuelta de ella, y por culpa de una canción, una anécdota del pasado agita sus almas y su percepción del pasado, presente y futuro. Las podéis contar, son 67 palabras. Por supuesto, como de costumbre, la clave de la maestría del filme está en el cómo, más que en el qué. Sí, la base literaria es innegable, y Huston fue fiel a su espíritu, pero hay mucho más. Es una fiesta que podríamos denominar típica de principios de siglo, las cuales, por lo visto, se asemejaban, de alguna manera, al típico festival de fin de curso de 3º de EGB: los asistentes iban con su numerito preparado para mostrarles sus habilidades y recibir el correspondiente lisonjeo (aún sabiendo perfectamente que los halagos eran pura educación. Lo mismo pasa con los de las madres a los hijos de los otros: “qué bien ha estado tu hijo, sí... muy bien disfrazado de pera limonera, ahí detrás, sin moverse ni un poco... en los siete segundos que ha salido, ha sido el mejor con diferencia...”. Arpías). Uno canta, otro recita, otro toca el piano, el otro se bebe hasta el agua de los floreros (un borrachuzo-con-madre ejemplarmente interpretado por Donald Donnelly)... Imperan las buenas maneras, el cotilleo de baja intensidad, las lenguas de afilado medio, la charleta intrascendente, el humor inofensivo, la inanidad... La conversación entre los caballeros y las señoras es toda una ley social de comportamiento, y se supone de mal gusto sacar a colación asuntos políticos o temas personales que lleven consigo el peligro de incomodar a algún invitado. La hospitalidad es un valor moral muy enraizado. Las formas están por encima de los sentimientos, el significante por encima del significado; este es uno de los temas recurrentes de la literatura de finales del XIX y comienzos del XX. Todo esto nos es expuesto desde el principio del film, la entrada y presentación de los invitados; poco a poco, entre charla y charla, una vez nos hemos imbuido de la relajación que nos produce tanta aparente intrascendencia, reforzada por una fotografía de iluminación tenue, Huston, imperceptiblemente, nos va colando pequeñas señales, diminutos dientes de sierra (un guiño malicioso, un asomo de valoración política del conflicto anglo-irlandés, una mirada condescendiente) que desembocan, cuando ya los invitados se están marchando y el espectador se pregunta cuáles son las reglas del juego, en una canción antigua. El tema se llama “The lass of Aughrim”, y provoca que la coralidad de la película se abandone y se centre el foco en Gretta Conroy (una soberbia Angelica Huston), quien asiste ensoñadora y melancólica a la interpretación de la balada. Desde entonces, el director nos obliga a estar atentos a los pequeños detalles entre el matrimonio Conray, ya descubierto como protagonista del relato, hasta llegar a la confesión final de Gretta, entre sollozos, del suceso del pasado que le ha recordado aquella melodía. Su marido, Gabriel (Donald McCann, igualmente excelso), cierra el relato con un conmovedor monólogo al albor de la nevada que se convierte en el definitivo canto del cisne, artístico y vital, de un artista consciente de encontrarse ya en la orilla de su existencia.
“Cae la nieve, cae sobre ese solitario cementerio en el que Michael Fury yace enterrado. Cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos."
El canto del cisne de ese gran director llamado John Huston, con justificada etiqueta de irregular, pero que nos ha dejado un buen puñado de obras para el museo de la posteridad, se llamó “Dublineses”. Basada en el relato corto “The dead”, el último y más denso de los que componen el libro “Dublineses” de James Joyce (algunos de sus personajes formaron parte, en pequeñas dosis, de “Ulises”. No, yo tampoco he tenido los santos güitos de leerlo entero), esta película resultó ser el canto del cisne de este ex-boxeador (y ex-muchísimas cosas más) de origen irlandés. Huston la rodó gravemente enfermo, en silla de ruedas y con máscara de oxígeno, y no llegó a presenciar el estreno del film: un enfisema se lo impidió, aunque tuvo el buen gusto de permitirle acabar una de sus mejores obras (junto a “La jungla de asfalto”, en mi opinión), y una de las películas más sutiles que uno ha tenido ocasión de contemplar. Demostrando una vez más (va por ti, Peter Jackson) (no sé quien tiene la culpa de que no haga “The hobbitt”, pero gracias de parte de las neuronas de marcbranches) (de ambas dos) que no es imprescindible que una película dure más de dos horas para considerarse largometraje, John Huston se toma apenas 75 minutos para abrirnos de manera casi imperceptible el cascarón de los sentimientos, sin que nos demos cuenta, con precisión quirúrgica-House, para acabar erizándonos hasta los pelos de los nudillos en un hermosísimo plano final.
El argumento de “Dublineses” se puede explicar en muy pocas palabras. Una fiesta de Epifanía de principios de siglo XX, ofrecida como es tradición por las hermanas Molkan, que transcurre apaciblemente y bajo las costumbres de la época, y a la que acude el matrimonio Conray; a la vuelta de ella, y por culpa de una canción, una anécdota del pasado agita sus almas y su percepción del pasado, presente y futuro. Las podéis contar, son 67 palabras. Por supuesto, como de costumbre, la clave de la maestría del filme está en el cómo, más que en el qué. Sí, la base literaria es innegable, y Huston fue fiel a su espíritu, pero hay mucho más. Es una fiesta que podríamos denominar típica de principios de siglo, las cuales, por lo visto, se asemejaban, de alguna manera, al típico festival de fin de curso de 3º de EGB: los asistentes iban con su numerito preparado para mostrarles sus habilidades y recibir el correspondiente lisonjeo (aún sabiendo perfectamente que los halagos eran pura educación. Lo mismo pasa con los de las madres a los hijos de los otros: “qué bien ha estado tu hijo, sí... muy bien disfrazado de pera limonera, ahí detrás, sin moverse ni un poco... en los siete segundos que ha salido, ha sido el mejor con diferencia...”. Arpías). Uno canta, otro recita, otro toca el piano, el otro se bebe hasta el agua de los floreros (un borrachuzo-con-madre ejemplarmente interpretado por Donald Donnelly)... Imperan las buenas maneras, el cotilleo de baja intensidad, las lenguas de afilado medio, la charleta intrascendente, el humor inofensivo, la inanidad... La conversación entre los caballeros y las señoras es toda una ley social de comportamiento, y se supone de mal gusto sacar a colación asuntos políticos o temas personales que lleven consigo el peligro de incomodar a algún invitado. La hospitalidad es un valor moral muy enraizado. Las formas están por encima de los sentimientos, el significante por encima del significado; este es uno de los temas recurrentes de la literatura de finales del XIX y comienzos del XX. Todo esto nos es expuesto desde el principio del film, la entrada y presentación de los invitados; poco a poco, entre charla y charla, una vez nos hemos imbuido de la relajación que nos produce tanta aparente intrascendencia, reforzada por una fotografía de iluminación tenue, Huston, imperceptiblemente, nos va colando pequeñas señales, diminutos dientes de sierra (un guiño malicioso, un asomo de valoración política del conflicto anglo-irlandés, una mirada condescendiente) que desembocan, cuando ya los invitados se están marchando y el espectador se pregunta cuáles son las reglas del juego, en una canción antigua. El tema se llama “The lass of Aughrim”, y provoca que la coralidad de la película se abandone y se centre el foco en Gretta Conroy (una soberbia Angelica Huston), quien asiste ensoñadora y melancólica a la interpretación de la balada. Desde entonces, el director nos obliga a estar atentos a los pequeños detalles entre el matrimonio Conray, ya descubierto como protagonista del relato, hasta llegar a la confesión final de Gretta, entre sollozos, del suceso del pasado que le ha recordado aquella melodía. Su marido, Gabriel (Donald McCann, igualmente excelso), cierra el relato con un conmovedor monólogo al albor de la nevada que se convierte en el definitivo canto del cisne, artístico y vital, de un artista consciente de encontrarse ya en la orilla de su existencia.
“Cae la nieve, cae sobre ese solitario cementerio en el que Michael Fury yace enterrado. Cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos."
4 comentarios:
Gracias, aunque nadie lo diría, viéndote taparte la cara de esa manera, horrorizado...
Mira quien habló! El caballero negro enmascarado "in person"! Al menos yo doy la cara.
En silla de ruedas y con oxígeno, John Huston es capaz de hacer esta pequeña maravilla. Los muertos... Nada de aventuras, familiar, intimista, con la particular atmósfera de 1904, y mucha autenticidad. Es una de mis películas favoritas.
Saludos.
La descubrí hace muchos años, con mi cinefilia todavía por desarrollar y sin siquiera saber que era la última de Huston. Con ese contexto, la película adquiere un aire aún más melancólico, muy irlandés. Gracias a este film me interesé por joyce, y descubrí el potencial de Angelica Huston.
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