Coge el mando y enciende la tele. Ese vil aparato catódico, en el que Billy Wilder se inspiró para una de sus mejores citas (“Durante años, trabajar en cine fue algo indigno y vergonzoso... hasta que apareció la televisión”), regula nuestras vidas hasta puntos inimaginables hace setenta años. Cumple funciones informativas, pedagógicas y de entretenimiento. Es un familiar más de nuestras casas, condiciona las conversaciones, las coletillas que utilizamos, los horarios, las comidas, nuestro ocio, nuestros puntos de vistas, nuestro nivel cultural... TV-rules! No entraré en facilonas disquisiciones sobre la putrefacción en la que se reboza hoy en día el medio, un campo a través muy trillado desde el que los pulpiteros baratos gustan de alardear de superioridad ética. A fin de cuentas, mala televisión la ha habido toda la vida, y a las pruebas del inicio de las privadas me remito: recordemos con nostalgia gloriosos y entrañables engendros tales como “JC”, “El show de tal y tal”, “¡Ay, qué calor!”, “Efecto F”, “Goles son amores”, “Al sol con Chábeli”, “Contacto con tacto”... Me pica todo. Vamos a lo que vamos. Uséase, a la variante moral de la cosa televisiva, que nos lleva a plantearnos si vale todo cada vez que vemos a un participante del "reality" de turno mostrar sin pudor sus vergüenzas a cambio de un poco de fugacidad popular de partys discotequeriles. Peter Weir y Andrew Niccol, unos avanzados a su tiempo, no sólo analizaron esta premisa ética en la sensacional “El show de Truman”, sino que la llevaron hasta donde aún nadie la había llevado, convirtiendo una fábula sobre el mayor programa televisivo de la historia en nada menos que una digresión ética y humanística sobre el valor de la individualidad, el vínculo paternofilial y, atención teólogos, la relación entre un dios y sus súbditos. ¿Súbdito yo?
“El show de Truman” es un relato, excelsamente dirigido por Peter Weir, de lo que se podría venir a llamar ciencia-ficción social, alrededor de la falsa vida de Truman Burbank (un “hierático” Jim Carrey) , el único personaje del programa que no sabe que lo es. La narración de Peter Weir es extraordinariamente fluida, y parte de la simulada realización televisiva (de hecho, el film se inicia con los títulos de crédito... del programa), con cámaras en todos los lugares imaginables, siempre alrededor de un Truman feliz (a la “american way”) y conformista; para poco a poco ir desgranando el proceso en el que Truman, detalle a detalle (un faro que cae del cielo, una lluvia juguetona), se va encontrando con que las cosas no son lo que parecen. Así, la cadena de inextricables engaños (véase la publicidad anti-aviación) (¿Air Madrid volaba a Seahaven?), tácticas aislatorias (una oportuna aversión al agua) y hábiles manipulaciones sentimentales (el machacón mensaje pro-familiar, como si en esa ciudad idílica fuera Navidad permanentemente) mantienen a Truman en un estado de hibernación conformista envuelto en un diseño de producción cuidadosamente sesentero, a imagen y semejanza del tipo de cine y series catódicas que recreaban a la familia feliz americana de dicha época (ver “Pleasantville”). Hasta que, en una escena prodigiosamente estructurada y musicalizada, después de que la radio de su coche interceptara la frecuencia de la realización, Truman Burbank se da cuenta de que ALGO PASA. Su mujer (actriz, por supuesto, que, en este caso, se acuesta con Truman por dinero, puesto que ella es una profesional. Diría que eso tiene un nombre), desde luego, no le hace ni puñetero caso, y acude a su mejor amigo (Noah Emmerich). Durante su conversación, descubrimos en todo su esplendor al verdadero gran personaje de la película, que no es otro que Christof, el padre putativo del elefantiásico proyecto; él es la mano detrás del muñeco. Christof, encarnado de manera portentosa por Ed Harris con medidísima avaricia de gestos y cuidadas maneras mesiánicas, se nos aparece como una especie de dios omnímodo y algo cansado, que se mueve con cierta dificultad por la base lunar en la que vive su absoluta obsesión (como muestra el botón de la escena en la que Christof acaricia una pantalla gigantesca en la que Truman duerme plácidamente), “The Truman show”. La búsqueda del verdadero amor de su juventud (Natasha McElhone) lleva a Truman a desafiar sus miedos y fobias y embarcarse en una regata contra el pairo televisivo del todopoderoso Christof (“¡encended el sol!”. Eso es un Dios. Mejora eso, Mel), para acabar encontrándose con la hueca pared de la verdad. En la escena más emocionante del film, Truman golpea desesperado el decorado que le acaba de confirmar que su vida tan sólo era una jaula de oro, incienso y mirra en la que los Reyes Magos eran de pega. La conversación final entre Truman y un Christof que pontifica desde el cielo (parábola muy poco sutil) delinea a la perfección las características de su relación padre-hijo, en la que el hijo acaba por liberarse de las cadenas paternales y emanciparse.
Dejo para el final el papel de los telespectadores en la película, una multitud de borregos que tragan con todas las manipulaciones emocionales a las que les somete el listillo de Christof, para al final sintonizar (nunca mejor dicho) con la búsqueda de libertad de su héroe; luego, al finalizar definitivamente el programa, obvian la más mínima reflexión y hacen lo más cómodo: olvidar y cambiar de canal. Es posible que Andrew Niccol y Peter Weir quisiesen decirnos que, en realidad, el verdadero villano de la película no es Christof, sino todos y cada uno de los telespectadores. Reflexionen.
“El show de Truman” es un relato, excelsamente dirigido por Peter Weir, de lo que se podría venir a llamar ciencia-ficción social, alrededor de la falsa vida de Truman Burbank (un “hierático” Jim Carrey) , el único personaje del programa que no sabe que lo es. La narración de Peter Weir es extraordinariamente fluida, y parte de la simulada realización televisiva (de hecho, el film se inicia con los títulos de crédito... del programa), con cámaras en todos los lugares imaginables, siempre alrededor de un Truman feliz (a la “american way”) y conformista; para poco a poco ir desgranando el proceso en el que Truman, detalle a detalle (un faro que cae del cielo, una lluvia juguetona), se va encontrando con que las cosas no son lo que parecen. Así, la cadena de inextricables engaños (véase la publicidad anti-aviación) (¿Air Madrid volaba a Seahaven?), tácticas aislatorias (una oportuna aversión al agua) y hábiles manipulaciones sentimentales (el machacón mensaje pro-familiar, como si en esa ciudad idílica fuera Navidad permanentemente) mantienen a Truman en un estado de hibernación conformista envuelto en un diseño de producción cuidadosamente sesentero, a imagen y semejanza del tipo de cine y series catódicas que recreaban a la familia feliz americana de dicha época (ver “Pleasantville”). Hasta que, en una escena prodigiosamente estructurada y musicalizada, después de que la radio de su coche interceptara la frecuencia de la realización, Truman Burbank se da cuenta de que ALGO PASA. Su mujer (actriz, por supuesto, que, en este caso, se acuesta con Truman por dinero, puesto que ella es una profesional. Diría que eso tiene un nombre), desde luego, no le hace ni puñetero caso, y acude a su mejor amigo (Noah Emmerich). Durante su conversación, descubrimos en todo su esplendor al verdadero gran personaje de la película, que no es otro que Christof, el padre putativo del elefantiásico proyecto; él es la mano detrás del muñeco. Christof, encarnado de manera portentosa por Ed Harris con medidísima avaricia de gestos y cuidadas maneras mesiánicas, se nos aparece como una especie de dios omnímodo y algo cansado, que se mueve con cierta dificultad por la base lunar en la que vive su absoluta obsesión (como muestra el botón de la escena en la que Christof acaricia una pantalla gigantesca en la que Truman duerme plácidamente), “The Truman show”. La búsqueda del verdadero amor de su juventud (Natasha McElhone) lleva a Truman a desafiar sus miedos y fobias y embarcarse en una regata contra el pairo televisivo del todopoderoso Christof (“¡encended el sol!”. Eso es un Dios. Mejora eso, Mel), para acabar encontrándose con la hueca pared de la verdad. En la escena más emocionante del film, Truman golpea desesperado el decorado que le acaba de confirmar que su vida tan sólo era una jaula de oro, incienso y mirra en la que los Reyes Magos eran de pega. La conversación final entre Truman y un Christof que pontifica desde el cielo (parábola muy poco sutil) delinea a la perfección las características de su relación padre-hijo, en la que el hijo acaba por liberarse de las cadenas paternales y emanciparse.
Dejo para el final el papel de los telespectadores en la película, una multitud de borregos que tragan con todas las manipulaciones emocionales a las que les somete el listillo de Christof, para al final sintonizar (nunca mejor dicho) con la búsqueda de libertad de su héroe; luego, al finalizar definitivamente el programa, obvian la más mínima reflexión y hacen lo más cómodo: olvidar y cambiar de canal. Es posible que Andrew Niccol y Peter Weir quisiesen decirnos que, en realidad, el verdadero villano de la película no es Christof, sino todos y cada uno de los telespectadores. Reflexionen.
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