
Éxodo 8:2
Paul Thomas Anderson es menos sutil de lo que uno, en un principio, pudiera pensar: se pasó toda la película “Magnolia” avisando de lo que iba a suceder en ese apocalíptico final. Fijaos, jóvenes padawanes, en la cantidad de veces que el número 82 aparece de alguna manera u otra: la chaqueta de los ahorcados del comienzo, las cuerdas que forman el número mientras el suicida intenta estrangularse, la humedad relativa del primer episodio... ¿Casualidad? ¿Onanismo mental marcbranchesiano? Es probable (a 38 de fiebre... pues eso... peras, olmos, etc.). En cualquier caso, lo que sí queda meridianamente claro es que, por mucho que el señor Anderson (¿señor Anderson? Parezco el agente Smith hablando de Neo...) germinase el film como “una película pequeña que se pudiese realizar en treinta días”, el resultado final pergeñado es el antónimo de esa idea. El realizador californiano, que ha dado ya suficientes muestras de cargar un buen fardo de ínfulas de geniecillo autoconsciente, trató con esta película de enseñarnos todo un abanico de miserias humanas entrelazadas por el azar en el lapso de un día aproximadamente, que es el tiempo real de lo relatado en la cinta. La Tragedia de la vida, nada menos, basada, como el mismo Anderson reconoció, en las canciones de Aimeé Mann que acabaron siendo banda sonora activa del larguísimometraje (2h 54’... ¿recordáis lo que os decía de las ínfulas?).
“Magnolia” fue la tercera película de P.T. Anderson, y la que le encumbró como el sucesor de ¿Robert Altman? ¿Eric Rohmer? ¿Stanley Kubrick?, manteniendo las constantes vitales de su anterior film, “Boogie nights”, esencialmente en lo que se refiere, en cuanto a estilo, al montaje sincopado y al uso y abuso del zoom; y, en cuanto a temática, una cierta coralidad (mucho más acentuada en “Magnolia”) y la insistencia en temas como la relación paterno-filial. A destacar el comienzo a ritmo asfixiante, desde los tres episodios rodados en falso documental que ilustran la influencia del azar en “las cosas que pasan”, a la presentación de los protagonistas; tal aceleración repercute en la identificación de los personajes y sus interrelaciones, uno de los reproches más comunes que se le han arrojado a la película. De todos modos, hay que decir que la narración no es ni mucho menos incomprensible, solamente hay una exigencia de atención un poco superior al habitual. El filme derrocha una fortísima carga de violencia sentimental, generando en el espectador una incómoda sensación de opresión, de ahogo, a medida que se nos van presentando los conflictos motores de los diferentes relatos. La banda sonora es un hilo conductor clave, no tan sólo por las canciones de Aimeé Mann, sino porque ensambla escenas de los diferentes relatos en unidades, en perfecta sintonía con el montaje; este procedimiento colabora a mantener una percepción de asfixia in crescendo, a medida que las tragedias avanzan hasta los dos momentos más epifánicos a la vez que discutidos del largo de Anderson. El primero es el tema musical (el soberbio “Wise up” de Mann, por supuesto) a conjunto que cantan todos los protagonistas, y que puede parecer grotesco pero no deja de poseer una hipnótica belleza, además de ser coherente el momento vital de los personajes con la letra de la canción. El segundo es, por descontado, la apocalíptica lluvia de ranas que parece limpiar la porquería que el pasado (“puede que dejemos el pasado, pero el pasado no nos dejará nunca”) se ha encargado de dejar bajo nuestra alfombra: como poco, una opción extravagante (ya puestos, ¿qué tal una lluvia de ornitorrincos comunes pintados de verde limón? Eso sí que sería chocante), aunque hay que reconocer la valentía del director al tirar adelante con sus ideas. Los personajes están bien dibujados, aunque tanto el enfermero como el policía parecen más arquetípicos que el resto. El reparto, no hay ni que decirlo, es sublime: Julianne Moore (su histerismo llega a exasperar), Phillip Seymour Hoffman, William H. Macy, John C. Reilly, Phillip Baker Hall, Jason Robards... Y no, no me olvido de tito Tom.
Esta es, en mi opinión, la mejor interpretación de la carrera de Tom Cruise. Un personaje teatral, telepredicador, controlador, manipulador, de fondo extremadamente frágil cuyas aristas externas Anderson sabe delimitar muy bien debido al pasado televisivo de parte de su familia. Desde su impactante aparición al son de “Así habló Zaratustra” (¡”respetar la polla!”) (a lo que Katie dijo: “bueno, pues vale”) hasta el lloriqueo final, Cruise consigue, por fin, que sus mohínes queden al servicio del personaje y no al revés. Uséase, un milagro. Sólo por eso: P.T. Anderson, canonización-ya.