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Confieso que tenía el arranque de la crónica delineada en mi cabeza. Pensaba hablar del excesivo tiempo que hace que Woody Allen no filma en su ciudad fetiche, New York, debido a la esclavitud de la financiación europea; de la reiteración de sus propuestas temáticas; del deje acomodaticio que desprenden sus últimas películas; de la necesidad de que le imponga un paréntesis a su endiablado ritmo de película por año, etcétera. Fui al cine predispuesto a ver una obra fallida, si no directamente mala, de mi bienamado Woody, y a perdonarle indulgentemente en nombre de su majestuosa carrera. Y sin embargo...
Malditos prejuicios: vayapordioshombre, me gustó “El sueño de Cassandra”.
No llegaré a los límites de algún apasionado allenista, que ha llegado a considerar “Cassandra’s dream” como una de las obras maestras de la década. Pero sí me ha parecido muy superior a las expectativas creadas por la mayor parte de la crítica, tanto la especializada como la amateur (aunque en Imdb, de momento, lleva un 8’3. Siempre nos queda el espectador). Por supuesto respeto las opiniones (todos tenéis derecho a equivocaros), e incluso puedo entender los aspectos criticables de la película. Lo que me cuesta asumir es por qué los mismos que aceptan, e incluso encumbran, “Match point”, ponen a caldo “El sueño de Cassandra”. Porque esta última no es más que una vuelta de tuerca temática sobre la primera (aunque también habría que apuntar hacia “Delitos y faltas”, seguramente la mejor de las tres), una variación sobre los habituales asuntos morales de Woody cuando se pone serio: el sentimiento de culpa, la ambición humana como motor de nuestros sueños y de nuestras debilidades, el engaño de la propia conciencia. No es algo que me guste hacer, puesto que cada película tiene su voz propia, pero se hace necesario hacer una comparativa con la celebrada “Match point”, ni que sea en algunos aspectos. En primer lugar, el contorno de la historia es totalmente distinto: en la película que nos ocupa, nos encontramos en una atmósfera industrial, proletaria, de naves, talleres y puertos con olor a viejo; nada de la alta alcurnia, la elegancia y el predominio del verde de “Match point”. Esos dos hermanos, Ian (Ewan McGregor) y Terry (Colin Farrell) cuyos sueños se inician y acaban en un pequeño barco, huelen a grasa de garaje y a lluvia londinense. Sus vidas llevan caminos dispares, pero están extraordinariamente unidos: como dice su madre, “lo que importa es la familia”. Y de ese slogan corleónico se aprovecha el tío Howard (Tom Wilkinson), el miembro triunfador de la estirpe, millonario morador de la California más pija, para encomendarles un favorcito: cargarse al típico contable tocahuevos que no te deja malversar en paz. Y aquí se inicia el tour de force quirúrgico de Allen. Tito Woody se aprovecha de la ventaja de que tiene a mano dos personajes (en lugar del único de Jonathan Rhys-Meyers, Chris Wilton, al que se asemeja, sin duda, el Ian de Ewan McGregor) para profundizar más en las obsesiones a estudio. Así, el director judío nos embute un insistente e incómodo diálogo interior generado por los dos lados de una conciencia que representan los dos hermanos, que, de hecho, para mí casi son un sólo personaje. Allen va más allá que en “Match point”: allí donde a Chris se le acababa la culpa embriagado por el éxito, Terry fracasa miserablemente, incapaz de remontar el peso de sus pecados (estos irlandeses, tan católicos) (algunos...). El discurso funciona, a pesar de que en ocasiones se puede tachar de discursivo, cuando no de directamente reiterativo, al mostrarnos a las dos conciencias durante algunas escenas sin moverse un ápice de sus posiciones, uno tratando de mirar hacia delante y el otro lloriqueando su culpa.
He de admitirlo: Colin Farrell, un actor al que odio cordialmente, está atinado en su composición del turbio mastuerzo de carácter enclenque y perdedor, que sólo se permite un momento de liberación espiritual justo después del asesinato cometido, al hacer arder en el fuego liberador las armas del delito. Ewan McGregor, tan solvente como acostumbra, consigue que su arribista con ínfulas de empresario no resulte mezquino a los ojos del espectador. Además, hay que destacar a Hayley Atwell, la carnal aspirante a actriz que enreda a Ian, que bien pudiera ser, en cierto aspecto, la Casandra del mito. El ritmo del filme es tan ágil como acostumbra en Allen, que suele dejarse de zarandajas y llena de elipsis la narración; y, como gran novedad, la música de Phillip Glass adereza la función. Aunque Glass suena cada vez más a Glass, tito Woody consigue que la presencia de su partitura no fagocite la película (véase “Las horas”), y acompaña a la perfección la atmósfera trágica de la historia. “El sueño de Cassandra”, en definitiva, es una buena película que, por supuesto, habla de unas obsesiones muy reconocibles en la filmografía de Allen, pero no por ello menos válidas; y, en cualquier caso, es una película con más chicha, aunque quizás menos vistosa, que “Match point”. Despójense de lecturas oficialistas de festival y, si su espíritu es allenista, vayan a verla; a lo mejor su director favorito les sorprende y no les decepciona. Eso sí, Woody, te lo ruego por el wonderbra de Scarlett: cámbiale el título a tu película barcelonesa. Que parece un anuncio de contactos, leche...
LA CULPA ES SUEÑO
29 octubre 2007

Malditos prejuicios: vayapordioshombre, me gustó “El sueño de Cassandra”.
No llegaré a los límites de algún apasionado allenista, que ha llegado a considerar “Cassandra’s dream” como una de las obras maestras de la década. Pero sí me ha parecido muy superior a las expectativas creadas por la mayor parte de la crítica, tanto la especializada como la amateur (aunque en Imdb, de momento, lleva un 8’3. Siempre nos queda el espectador). Por supuesto respeto las opiniones (todos tenéis derecho a equivocaros), e incluso puedo entender los aspectos criticables de la película. Lo que me cuesta asumir es por qué los mismos que aceptan, e incluso encumbran, “Match point”, ponen a caldo “El sueño de Cassandra”. Porque esta última no es más que una vuelta de tuerca temática sobre la primera (aunque también habría que apuntar hacia “Delitos y faltas”, seguramente la mejor de las tres), una variación sobre los habituales asuntos morales de Woody cuando se pone serio: el sentimiento de culpa, la ambición humana como motor de nuestros sueños y de nuestras debilidades, el engaño de la propia conciencia. No es algo que me guste hacer, puesto que cada película tiene su voz propia, pero se hace necesario hacer una comparativa con la celebrada “Match point”, ni que sea en algunos aspectos. En primer lugar, el contorno de la historia es totalmente distinto: en la película que nos ocupa, nos encontramos en una atmósfera industrial, proletaria, de naves, talleres y puertos con olor a viejo; nada de la alta alcurnia, la elegancia y el predominio del verde de “Match point”. Esos dos hermanos, Ian (Ewan McGregor) y Terry (Colin Farrell) cuyos sueños se inician y acaban en un pequeño barco, huelen a grasa de garaje y a lluvia londinense. Sus vidas llevan caminos dispares, pero están extraordinariamente unidos: como dice su madre, “lo que importa es la familia”. Y de ese slogan corleónico se aprovecha el tío Howard (Tom Wilkinson), el miembro triunfador de la estirpe, millonario morador de la California más pija, para encomendarles un favorcito: cargarse al típico contable tocahuevos que no te deja malversar en paz. Y aquí se inicia el tour de force quirúrgico de Allen. Tito Woody se aprovecha de la ventaja de que tiene a mano dos personajes (en lugar del único de Jonathan Rhys-Meyers, Chris Wilton, al que se asemeja, sin duda, el Ian de Ewan McGregor) para profundizar más en las obsesiones a estudio. Así, el director judío nos embute un insistente e incómodo diálogo interior generado por los dos lados de una conciencia que representan los dos hermanos, que, de hecho, para mí casi son un sólo personaje. Allen va más allá que en “Match point”: allí donde a Chris se le acababa la culpa embriagado por el éxito, Terry fracasa miserablemente, incapaz de remontar el peso de sus pecados (estos irlandeses, tan católicos) (algunos...). El discurso funciona, a pesar de que en ocasiones se puede tachar de discursivo, cuando no de directamente reiterativo, al mostrarnos a las dos conciencias durante algunas escenas sin moverse un ápice de sus posiciones, uno tratando de mirar hacia delante y el otro lloriqueando su culpa.
He de admitirlo: Colin Farrell, un actor al que odio cordialmente, está atinado en su composición del turbio mastuerzo de carácter enclenque y perdedor, que sólo se permite un momento de liberación espiritual justo después del asesinato cometido, al hacer arder en el fuego liberador las armas del delito. Ewan McGregor, tan solvente como acostumbra, consigue que su arribista con ínfulas de empresario no resulte mezquino a los ojos del espectador. Además, hay que destacar a Hayley Atwell, la carnal aspirante a actriz que enreda a Ian, que bien pudiera ser, en cierto aspecto, la Casandra del mito. El ritmo del filme es tan ágil como acostumbra en Allen, que suele dejarse de zarandajas y llena de elipsis la narración; y, como gran novedad, la música de Phillip Glass adereza la función. Aunque Glass suena cada vez más a Glass, tito Woody consigue que la presencia de su partitura no fagocite la película (véase “Las horas”), y acompaña a la perfección la atmósfera trágica de la historia. “El sueño de Cassandra”, en definitiva, es una buena película que, por supuesto, habla de unas obsesiones muy reconocibles en la filmografía de Allen, pero no por ello menos válidas; y, en cualquier caso, es una película con más chicha, aunque quizás menos vistosa, que “Match point”. Despójense de lecturas oficialistas de festival y, si su espíritu es allenista, vayan a verla; a lo mejor su director favorito les sorprende y no les decepciona. Eso sí, Woody, te lo ruego por el wonderbra de Scarlett: cámbiale el título a tu película barcelonesa. Que parece un anuncio de contactos, leche...
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PEQUEÑA SERENATA NOCTURNA
La linterna mágica
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Escenas
27 octubre 2007
Que no. Que no sólo de Mahler vive el hombre, y si Muerte en Venecia estaba llena de los adagiettos y sinfonías del compositor austríaco, en perfecta armonía con la belleza y elegancia del entorno, personificados en Dirk Bogarde, Silvana Mangano y Björn Andersen, durante unos momentos Visconti nos deja que entre la música callejera, bulliciosa y alegre, para animar el descanso de los turistas del Hotel des Bains. Ofrecen dos canciones populares italianas "¿Quien quiere tener suerte con las mujeres?" y "La risotada". Para esa aristocracia que es incapaz de reconocer a un pueblo que pasa hambre y enfermedades bajo sus ojos (“¿Qué puede decirme de una epidemia?” “¿Una epidema, señor? ¿O acaso es una epidemia la policia?”), no hay mejor remedio que -como hacen los músicos- reírse de ellos ante sus narices para acabar sacándoles la lengua.
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El último clásico viviente del cine americano. Esta es la coletilla que suele acompañar a las definiciones, biografías y hagiografías sobre Clint Eastwood que se repiten por esos medios audiovisuales de Rour… digo, de Dios. Existiendo gente como Woody Allen, Martin Scorsese, Coppola o Spielberg puede sonar a expresión olvidadiza, cuanto menos. Pero sí es cierto que Eastwood significa una manera de hacer cine que se distancia elegante pero contundentemente de modas y diretes, que se pasa las tendencias por el forro de sus roídas cazadoras, y que, en definitiva, a la hora de hacer películas no mira ni hacia delante ni hacia atrás: tan sólo hacia sí mismo. Clint Eastwood ha evolucionado artísticamente como alguna vez quiso hacer tito Sly: de actor de acción inexpresivo y macarrón a creador perceptivo de sensibilidad a flor de cana. Tito Clint (nadie más que él merece el título de Tito) se ha situado por encima del mismísimo cine, manejando cualquier tipo de género y de historia, desde el cine negro hasta el melodrama romántico pasando por el bélico, el jazz (es un gran amante del género, y ha compuesto varias bandas sonoras) o, por supuesto, el western, siempre con esa pose entrañable y humanista, esa media sonrisa displicente e irónica que acompaña su rictus. Todo este patético trashunto de hagiografía viene a significar que tito Clint es el puto amo, y punto. Que mira que me cuesta concretar, leche...
La carrera cinematográfica de Clint-actor se inició en 1954, apareciendo en una cosa llamada “Revenge of the creature” (lo parece, pero no, no es de Ed Wood). Sin embargo, no fue sino con la TV con la que acumuló una discreta popularidad, en una serie llamada “Rawhide”. No es hasta 1966 que se inmortaliza su imagen de tipo rocoso a un cigarrillo y a un poncho (comprado por el mismo Eastwood), en “Por un puñado de dólares”, en el que inicia una icónica asociación con Sergio Leone, que se prolonga en “La muerte tenía un precio” y “El bueno, el feo y el malo”. Se adelanta diez años a la acción sarcástica y despiadada ochentera en su serie de “Harry el sucio”, mientras el gusanillo director comienza a hacer estragos en su curiosidad. “Escalofrío en la noche”, un fracaso económico, ya muestra su querencia por los personajes de moral compleja, por los antihéroes tan alejados de los personajes que interpretaba. Aunque las reminiscencias de los ecos de Leone y Siegel siguen presentes en su iniciática obra como director (“El fuera de la ley”, “El jinete pálido”), poco a poco tito Clint va encontrado su propia voz y sus propias historias durante la siguiente década, de poca productividad aún, mientras Harry Callaghan y similares ("Fuga de Alcatraz", “El sargento de hierro”) anclan su imagen de escupidor profesional de gatillo fácil y cerilla en barba. Pero un buen día de 1988 florece su pasión por el jazz, y destroza todos los esquemas con su apabullante “Bird”, en la que Eastwood pierde los modales cinematográficos y juguetea con el espectador a golpe de flashback sobre flashback, mientras el inmenso Forest Whitaker construye uno de los antihéroes más excelsos del cine. La cinefilia universal, atónita, se desangra las manos aplaudiendo, sin saber aún lo que le espera. Después del explícito homenaje a John Huston en “Cazador blanco, corazón negro” (yo confieso, padre: me dormí en el cine. Todos tenemos un pasado), tito Clint recupera el olvidado y denostado género western para pergeñar uno de los clásicos más indiscutibles de la década: “Sin perdón”, de la que no tengo por qué añadir nada a lo que en su día comentó la Directrice en el correspondiente post. John Ford y Sam Peckinpah podían descansar en paz.
A estas alturas, la productividad de tito Clint hacía palidecer de envidia a la rata de oficina más trepa, saliendo a casi película por año. A “Sin perdón” le sigue “Un mundo perfecto”, otro ejemplo de film-con-antihéroe, y que es una de las debilidades de Mi Majestad Marcbranches: esa escena en casa de la familia de color, que se inicia con un tranquilo baile y en el que Butch (Kevin Costner, cuando aún era alguien) interpreta a su manera el sentido de la justicia, tornando abruptamente la armonía y la tierna sonrisa en inopinada tensión, vale por la carrera de la mayoría de directores actuales. Poco después de darle una vuelta de tuerca a su imagen icónica y librar un glorioso duelo con John Malkovich en la ejemplar “En la línea de fuego”, “Los puentes de Madison” y su última escena le coronaron como “Rey de la maruja llorona de 1995”: ni una se libró de soltar el lagrimón. A partir de aquí se suceden varios filmes de menor enjundia pero de solidez indudable, siempre con personajes de arista marcada y de vuelta de todo como ejes de la narración; quizás habría que destacar la incomprendida “Medianoche en el jardín del bien y del mal”, de imágenes particularmente bellas y con una carga crítica hacia la sociedad yanqui más que evidente. “Mystic river” y “Million dollar baby”, dos películas que se caracterizan por destilar una insalubre incomodidad, la primera por su carácter fatalista y la segunda por su giro narrativo que transforma el tono de historia-de-superación personal en un dramón para estómagos de plomo, coronan definitivamente en el Olimpo cinematográfico a tito Clint, y certifican la convicción de que Eastwood hace lo que le da la gana, cómo y cuando quiere.
Y quiso realizar un díptico sobre la 2ª Guerra Mundial desde puntos de vista opuestos, y lo hizo. Y aunque “Banderas de nuestros padres” resultara poco menos que fallida, y “Cartas desde Iwo Jima”, aunque superior, no sobrepasara ciertos límites convencionales, al señor Eastwood se la refanfinfla. Él está por encima del bien, del mal, de la limpieza y de la suciedad. Alégrame el día, tito Clint.
ALÉGRAME EL DÍA
La linterna mágica
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Actores,
Directores
25 octubre 2007

La carrera cinematográfica de Clint-actor se inició en 1954, apareciendo en una cosa llamada “Revenge of the creature” (lo parece, pero no, no es de Ed Wood). Sin embargo, no fue sino con la TV con la que acumuló una discreta popularidad, en una serie llamada “Rawhide”. No es hasta 1966 que se inmortaliza su imagen de tipo rocoso a un cigarrillo y a un poncho (comprado por el mismo Eastwood), en “Por un puñado de dólares”, en el que inicia una icónica asociación con Sergio Leone, que se prolonga en “La muerte tenía un precio” y “El bueno, el feo y el malo”. Se adelanta diez años a la acción sarcástica y despiadada ochentera en su serie de “Harry el sucio”, mientras el gusanillo director comienza a hacer estragos en su curiosidad. “Escalofrío en la noche”, un fracaso económico, ya muestra su querencia por los personajes de moral compleja, por los antihéroes tan alejados de los personajes que interpretaba. Aunque las reminiscencias de los ecos de Leone y Siegel siguen presentes en su iniciática obra como director (“El fuera de la ley”, “El jinete pálido”), poco a poco tito Clint va encontrado su propia voz y sus propias historias durante la siguiente década, de poca productividad aún, mientras Harry Callaghan y similares ("Fuga de Alcatraz", “El sargento de hierro”) anclan su imagen de escupidor profesional de gatillo fácil y cerilla en barba. Pero un buen día de 1988 florece su pasión por el jazz, y destroza todos los esquemas con su apabullante “Bird”, en la que Eastwood pierde los modales cinematográficos y juguetea con el espectador a golpe de flashback sobre flashback, mientras el inmenso Forest Whitaker construye uno de los antihéroes más excelsos del cine. La cinefilia universal, atónita, se desangra las manos aplaudiendo, sin saber aún lo que le espera. Después del explícito homenaje a John Huston en “Cazador blanco, corazón negro” (yo confieso, padre: me dormí en el cine. Todos tenemos un pasado), tito Clint recupera el olvidado y denostado género western para pergeñar uno de los clásicos más indiscutibles de la década: “Sin perdón”, de la que no tengo por qué añadir nada a lo que en su día comentó la Directrice en el correspondiente post. John Ford y Sam Peckinpah podían descansar en paz.
A estas alturas, la productividad de tito Clint hacía palidecer de envidia a la rata de oficina más trepa, saliendo a casi película por año. A “Sin perdón” le sigue “Un mundo perfecto”, otro ejemplo de film-con-antihéroe, y que es una de las debilidades de Mi Majestad Marcbranches: esa escena en casa de la familia de color, que se inicia con un tranquilo baile y en el que Butch (Kevin Costner, cuando aún era alguien) interpreta a su manera el sentido de la justicia, tornando abruptamente la armonía y la tierna sonrisa en inopinada tensión, vale por la carrera de la mayoría de directores actuales. Poco después de darle una vuelta de tuerca a su imagen icónica y librar un glorioso duelo con John Malkovich en la ejemplar “En la línea de fuego”, “Los puentes de Madison” y su última escena le coronaron como “Rey de la maruja llorona de 1995”: ni una se libró de soltar el lagrimón. A partir de aquí se suceden varios filmes de menor enjundia pero de solidez indudable, siempre con personajes de arista marcada y de vuelta de todo como ejes de la narración; quizás habría que destacar la incomprendida “Medianoche en el jardín del bien y del mal”, de imágenes particularmente bellas y con una carga crítica hacia la sociedad yanqui más que evidente. “Mystic river” y “Million dollar baby”, dos películas que se caracterizan por destilar una insalubre incomodidad, la primera por su carácter fatalista y la segunda por su giro narrativo que transforma el tono de historia-de-superación personal en un dramón para estómagos de plomo, coronan definitivamente en el Olimpo cinematográfico a tito Clint, y certifican la convicción de que Eastwood hace lo que le da la gana, cómo y cuando quiere.
Y quiso realizar un díptico sobre la 2ª Guerra Mundial desde puntos de vista opuestos, y lo hizo. Y aunque “Banderas de nuestros padres” resultara poco menos que fallida, y “Cartas desde Iwo Jima”, aunque superior, no sobrepasara ciertos límites convencionales, al señor Eastwood se la refanfinfla. Él está por encima del bien, del mal, de la limpieza y de la suciedad. Alégrame el día, tito Clint.
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LAS VIUDAS ALEGRES
La linterna mágica
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Películas
23 octubre 2007

En nuestros viajes por lo largo y ancho de este mundo cinéfilo, no podíamos olvidar a la India. Pero no he elegido una película de Bollywood, aunque no tengo nada en contra de ellas, y de hecho es de nacionalidad canadiense, pero tanto por la directora, como por los actores y el tema es hindú 100%.
Según la creencia hindú, a la que una mujer se queda viuda tiene tres opciones, ya que se considera que forma una unidad con el marido:
- arder con el difunto,
- casarse con el hermano mas joven de la familia del difunto,
- dedicarse a una vida dedicada a la meditación.
Agua, de Deepa Mehta, nos habla de ello, mostrándonos la historia de Chuyia (Sarala), una niña de 8 años que se queda viuda el mismo día de su boda. Sin entender nada de lo que pasa, su padre, tras raparle el pelo y vestirla de blanco la lleva a un ashram, que es donde viven varias viudas de todas las edades, totalmente aisladas, ya que son consideradas como unas parias, que contaminan con su mera presencia a los demás.
Chuyia se hace amiga de Kalyani (Lisa Ray), una atractiva y joven viuda, que a diferencia del resto de sus compañeras lleva el pelo largo. El problema llega cuando un joven de una casta superior (en realidad todas las castas son superiores a las suyas), Narayan, se enamora de Kalvani y deciden casarse.
Uno de los aciertos de la película es situar la historia en una época de cambios, Gandhi está haciendo que la gente se replantee su sistema de valores. Narayan , a pesar de pertenecer a una clase privilegiada, es un seguidor de sus doctrinas, ya que comprende que el sistema de castas es algo absurdo y anticuado. Pero, aunque haya habido cambios, como se nos indica al final las cosas no han cambiado tanto como deberían, y los graves problemas que tuvo el rodaje de la película lo confirman más todavía.
John Abraham, toda una superestrella bollywoodiense que no es que esté mas bueno que el pan, sino que está como una panadería entera, interpreta a Narayan, con las obligatorias gafitas para darle un aire intelectual. Pero son las mujeres las que tienen todo el protagonismo, cada una de las viudas son distintas, tienen sus sueños frustrados, sus ilusiones...
El agua tiene un protagonismo importante. Si por un lado sirve para purificar, por otro sirve para separar a la pareja protagonista. Cada uno de ellos vive a una orilla del río. Aunque la historia de amor es lo mas flojo de la película, al final se arregla, toma un giro y vuelve a coger el tono del principio. El color de la película está dominado por el blanco que visten las viudas, o el azul del agua, resaltado por una hermosa fotografía.
Con Agua Deepa Mehta pone fin a una trilogía formada por Fuego, Tierra y Agua. Curioso, yo diría que falta aire.
Según la creencia hindú, a la que una mujer se queda viuda tiene tres opciones, ya que se considera que forma una unidad con el marido:
- arder con el difunto,
- casarse con el hermano mas joven de la familia del difunto,
- dedicarse a una vida dedicada a la meditación.
Agua, de Deepa Mehta, nos habla de ello, mostrándonos la historia de Chuyia (Sarala), una niña de 8 años que se queda viuda el mismo día de su boda. Sin entender nada de lo que pasa, su padre, tras raparle el pelo y vestirla de blanco la lleva a un ashram, que es donde viven varias viudas de todas las edades, totalmente aisladas, ya que son consideradas como unas parias, que contaminan con su mera presencia a los demás.
Chuyia se hace amiga de Kalyani (Lisa Ray), una atractiva y joven viuda, que a diferencia del resto de sus compañeras lleva el pelo largo. El problema llega cuando un joven de una casta superior (en realidad todas las castas son superiores a las suyas), Narayan, se enamora de Kalvani y deciden casarse.
Uno de los aciertos de la película es situar la historia en una época de cambios, Gandhi está haciendo que la gente se replantee su sistema de valores. Narayan , a pesar de pertenecer a una clase privilegiada, es un seguidor de sus doctrinas, ya que comprende que el sistema de castas es algo absurdo y anticuado. Pero, aunque haya habido cambios, como se nos indica al final las cosas no han cambiado tanto como deberían, y los graves problemas que tuvo el rodaje de la película lo confirman más todavía.
John Abraham, toda una superestrella bollywoodiense que no es que esté mas bueno que el pan, sino que está como una panadería entera, interpreta a Narayan, con las obligatorias gafitas para darle un aire intelectual. Pero son las mujeres las que tienen todo el protagonismo, cada una de las viudas son distintas, tienen sus sueños frustrados, sus ilusiones...
El agua tiene un protagonismo importante. Si por un lado sirve para purificar, por otro sirve para separar a la pareja protagonista. Cada uno de ellos vive a una orilla del río. Aunque la historia de amor es lo mas flojo de la película, al final se arregla, toma un giro y vuelve a coger el tono del principio. El color de la película está dominado por el blanco que visten las viudas, o el azul del agua, resaltado por una hermosa fotografía.
Con Agua Deepa Mehta pone fin a una trilogía formada por Fuego, Tierra y Agua. Curioso, yo diría que falta aire.
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HOTEL ROOM
La linterna mágica
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Filmoteca
21 octubre 2007
Ñoras-ñores, les presento el que quizás es el cortometraje más popular de internet en el último mes y medio, aunque por razones más allá de las artísticas; es muy complicado encontrarlo (imposible con subtítulos, lo siento por los que no dominen el inglés), y no sé cuánto va a durar sin que alguna mano negra obligue a eliminarlo. “Hotel Chevalier”, protagonizado por Natalie Portman y Jason Schwarzman, es una especie de preludio de “The Darjeeling limited”, el último proyecto del rarito Wes Anderson, un director con predicamento gafapasta y una legión minoritaria de fieles correligionarios. Yo no soy uno de ellos, aunque me gusta “Academia Rushmore”, no acabo de conectar con ese extraño humor que infiere de todo lo que toca. Este cortometraje, sin embargo, pareciese dirigido por Wong Kar-Wai, al pairo de su cuidado esteticismo, de su sentido de la pausa y del tratamiento de la música, en este caso el tema “Where do you go to my lovely”, de Peter Sarstedt, un éxito redivivo de 1969. Pero su popularidad internauta no proviene de aquí, claro. Es el primer desnudo (bastante discreto, la verdad) conocido de la Portman, que siempre pareció renegar de este tipo de escenas (la negación aumenta el deseo...), y el frikibloguerío masculino ha enloquecido. Yo me quedo con su escena de stripper dominatrix de “Closer”, pero, por encima de todo, con su adorable, ocurrente y frustrado personaje en vías de adolescencia de “Beautiful girls”. Timothy Hutton seguro que diría lo mismo.
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¿DEJARÁ HUELLA?
19 octubre 2007

A la que oí los primeros rumores de que se iba a hacer un remake de la última obra de Mankiewicz no pude menos que exclamar lo habitual en estos casos; que era una herejía, que para qué volver a hacer algo que era perfecto, bla, bla, bla. Mas adelante, cuando me enteré que lo iba a dirigir Kenneth Branagh, el guión iba a ser de Harold Pinter y lo iban a protagonizar Michael Caine y Jude Law mi reacción cambió. No eran unos cualquiera, ni mucho menos. Tal vez, por una vez, no estuvieran mal encaminados.
Y partiendo del hecho en que la original es insuperable, sobre la que ya hablé en su momento, decidí ir a ver cómo había quedado al final la cosa.
El hecho de que Pinter se encargara del guión parecía una idea perfecta, ya que pocos como él han sabido tratar la lucha de clases, que es uno de los principales temas de la obra de Anthony Shaffer. Y empieza bien, con el diálogo haciendo distinción entre los dos coches de los protagonistas. Sin embargo, curiosamente, acorta mucho el texto original, que pasaba de dos horas y aquí es de hora y media, con lo que pierde mucho en profundidad acerca de la importancia de los juegos y del poder destructivo de la humillación; a cambio, se saca de la manga unas inesperadas connotaciones homosexuales, que no habrían desagradado al Olivier amante de ostras y caracoles.
Branagh ha querido darle un aspecto totalmente distinto a la película; si en la de Mankiewicz la casa era recargada y llena de juguetes, fiel reflejo de la mentalidad de Wyke, aquí es moderna con una decoración minimalista y todo tipo de alta tecnología. Los tiempos han cambiado.
Pero, sobre todo, es una película de actores, en pleno duelo interpretativo, jugando al ratón y al gato que intercambian los papeles cada dos por tres.
Michael Caine cuando actuó en la original era el perfecto cockney; sabedor de su poder de seducción y ambicioso. Ahora, con un reconocimiento que incluye su título de sir, y capaz de dar lecciones de interpretación con los ojos cerrados,en una ironía digna de Wyke, ha pasado a ser el aristócrata que en su momento interpretó Olivier.
Jude Law demuestra que sigue empeñado en ser el sucesor de Caine; después de Alfie, aquí coge otro de sus papeles mas emblemáticos. Aunque la historia esté situada en la actualidad, el Milo de Law se viste y peina igual que el Caine de los años sesenta. De peluquero, Milo ha pasado a actor; otro cambio.
En resumidas cuentas, es una buena película, pero no está a la altura de la original (como era de esperar), aunque es mejor que ese otro remake encubierto protagonizado también por Caine que fue La trampa de la muerte.
Y partiendo del hecho en que la original es insuperable, sobre la que ya hablé en su momento, decidí ir a ver cómo había quedado al final la cosa.
El hecho de que Pinter se encargara del guión parecía una idea perfecta, ya que pocos como él han sabido tratar la lucha de clases, que es uno de los principales temas de la obra de Anthony Shaffer. Y empieza bien, con el diálogo haciendo distinción entre los dos coches de los protagonistas. Sin embargo, curiosamente, acorta mucho el texto original, que pasaba de dos horas y aquí es de hora y media, con lo que pierde mucho en profundidad acerca de la importancia de los juegos y del poder destructivo de la humillación; a cambio, se saca de la manga unas inesperadas connotaciones homosexuales, que no habrían desagradado al Olivier amante de ostras y caracoles.
Branagh ha querido darle un aspecto totalmente distinto a la película; si en la de Mankiewicz la casa era recargada y llena de juguetes, fiel reflejo de la mentalidad de Wyke, aquí es moderna con una decoración minimalista y todo tipo de alta tecnología. Los tiempos han cambiado.
Pero, sobre todo, es una película de actores, en pleno duelo interpretativo, jugando al ratón y al gato que intercambian los papeles cada dos por tres.
Michael Caine cuando actuó en la original era el perfecto cockney; sabedor de su poder de seducción y ambicioso. Ahora, con un reconocimiento que incluye su título de sir, y capaz de dar lecciones de interpretación con los ojos cerrados,en una ironía digna de Wyke, ha pasado a ser el aristócrata que en su momento interpretó Olivier.
Jude Law demuestra que sigue empeñado en ser el sucesor de Caine; después de Alfie, aquí coge otro de sus papeles mas emblemáticos. Aunque la historia esté situada en la actualidad, el Milo de Law se viste y peina igual que el Caine de los años sesenta. De peluquero, Milo ha pasado a actor; otro cambio.
En resumidas cuentas, es una buena película, pero no está a la altura de la original (como era de esperar), aunque es mejor que ese otro remake encubierto protagonizado también por Caine que fue La trampa de la muerte.
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Nadie que se haya acercado al cine a ver “En la ciudad de Sylvia” puede quejarse lo más mínimo. Chavalote, ya sabías a lo que ibas, y si no era así es que, o no sabes leer, o la lobotomía te la hizo un (mal) estudiante en prácticas. Pistas inopinables: a) el director, José Luis Guerín, es autor de “Innisfree”, documental que trata de un falso pueblo que en realidad es verdadero pero desde una óptica ficticia, o asín; b) también es multigalardonado autor del documental cinematográfico “En construcción”, en el que destacan largos planos de jubilados observando obras; y c) el trailer ya nos anunciaba que el montador del filme no era, precisamente, Michael Bay. La opción c), hay que decir, es un punto a favor. Dicholocualo, salir de la sala y decir que “En la ciudad de Sylvia” es “muy lenta”, “no pasa nada”, “no hay argumento”, o “menudo coñazo” te acerca inexcusablemente a una de las opciones expuestas antes de las pistas a), b) y c). Revelada esta premisa, hablemos de “En la ciudad de Sylvia”, aprovechando que llueve y han cancelado el concurso de levantamiento de cubatas de Ron Negrita que habían organizado mis colegas.
“En la ciudad de Sylvia” es una de esas películas de planteamiento radical, ajeno a cualquier convención comercial, y pasto de interés y reflexión ajustada, puntiaguda y ergonómica de cualquier cinéfilo que se precie. Dicho en otras palabras, una orgía gafapasta. La ineluctable tentación es acudir a referencias ancestrales, si puede ser no americanas, y criticar el filme desde una postura ceñuda, intensa y cuanto más abstracta, mejor. Es una golosa oportunidad de sacar a pasear el palmito, de alimentar el ego, de manifestar al mundo que tú SÍ SABES DE ESTA COSA DEL CINE, y que el “Dirigido por...” no sabe lo que se pierde por no tenerte aún en nómina. La película de Guerin ofrece las oportunidades suficientes para sacar a pasear nombres referenciales como Godard, Rohmer, Ozu, Renoir, Tati y hasta Hitchcock, aunque parezca mentira. Coño, es mi gran oportunidad: si parezco lo suficientemente sensible, hasta ligaré y todo...
Al peo.
Como si yo pudiera hablar de Godard... Bastante tengo con saber transmitir qué me ha parecido la película. Akoki: “En la ciudad de Sylvia” es, desde luego, un juego propuesto por Guerín que no acepta medias tintas; o participas o no, y si es esto último, salte del cine antes de que los daños sean permanentes. Y no porque sea un film provocador, que no lo es, más bien todo lo contrario. Las reflexiones de Guerín sobre la insondabilidad de la mujer, la búsqueda homérica de la utopía en el sexo opuesto y la complejidad y belleza inabarcable del ser humano tienen un ligero aroma renacentista que niega su modernidad, aunque no su validez. La película, resuelta en tres días (y tres noches resueltas por el director barcelonés con tres elipsis en forma de simple rótulo) de verano de Estrasburgo, nos muestra a un personaje sin nombre interpretado por el soseras de Xavier Lafitte, hospedado en un hostal de barrio, que se sienta en el café de la Escuela de Arte Dramático de la ciudad observando a los distintos animales humanos (preferentemente, mujeres) que se encuentran allí sentados, tomando notas, dibujándoles. La escena dura cerca de media hora, y no ocurre absolutamente anda desde un punto de vista narrativo. Sin embargo, Guerín se las arregla para, a través de su domino del plano-contraplano, sugerirnos las intrahistorias de cada sujeto, e incluso engañarnos suavemente con alguno de ellos (ese trío que resulta ser pareja, que parece que no se conocen pero...), así como empezar a entender qué hace allí Lafitte: está buscando a una tal Sylvia. De repente, Pilar López de Ayala (qué gran actriz, y qué belleza tan límpida) sale del interior de la cafetería, y comienza el momento Hitchcock (por fin algo de tensión narrativa), con Lafitte persiguiéndola por toda Estrasburgo, ciudad que Guerín convierte en un personaje más a base de crear señales reconocibles (el vendedor de mecheros, la pintada “Laure je t’aime” que se repite) y, sobre todo, en quizás el gran acierto del film, a base de aislar toda clase de sonidos urbanos, de manera que durante toda la película vamos escuchando lo que se podría denominar “la banda sonora de la ciudad”: una botella rodante, el timbre de una bicicleta, el vuelo de una bandada de palomas. Y, por supuesto, en primera persona, los pasos de Pilar. Nunca se entremezclan, jamás percibimos el caos y la confusión urbanitas: Estrasburgo toca su propia canción. Luego, ya en un autobús, asistimos a la única conversación de toda la película, entre los dos protagonistas, después de la cual Pilar se aleja definitivamente, cerrando la mejor parte del filme, sin haber podido apenas saborearla, como buena utopía que se precie. Aún le queda una noche más a Lafitte, que le sirve para ahogar unas penas que, en cualquier caso, nunca se muestran de manera explícita, y es quizás una de las debilidades de la película: no hay drama, no hay líneas curvas de sentimientos (seis años de búsqueda, y apenas hay asomo de una decepción más educada que otra cosa en Lafitte). Los juegos de espejos y cristaleras que parecen devolvernos la quimera, y el propio final (la ciudad sigue su curso: pasa la vida) refuerza cierta sensación de artificio, de cortometraje alargado, realizado con, eso sí, excelente caligrafía, y nos aparta emocionalmente de una, en cualquier caso, interesantísima película que nos devuelve el placer de la observación sin las urgencias del cine actual, un espejo, al fin y al cabo, de la agitada vida moderna. Me voy, que llego tarde.
LAS VACACIONES DE M. LAFITTE
17 octubre 2007

“En la ciudad de Sylvia” es una de esas películas de planteamiento radical, ajeno a cualquier convención comercial, y pasto de interés y reflexión ajustada, puntiaguda y ergonómica de cualquier cinéfilo que se precie. Dicho en otras palabras, una orgía gafapasta. La ineluctable tentación es acudir a referencias ancestrales, si puede ser no americanas, y criticar el filme desde una postura ceñuda, intensa y cuanto más abstracta, mejor. Es una golosa oportunidad de sacar a pasear el palmito, de alimentar el ego, de manifestar al mundo que tú SÍ SABES DE ESTA COSA DEL CINE, y que el “Dirigido por...” no sabe lo que se pierde por no tenerte aún en nómina. La película de Guerin ofrece las oportunidades suficientes para sacar a pasear nombres referenciales como Godard, Rohmer, Ozu, Renoir, Tati y hasta Hitchcock, aunque parezca mentira. Coño, es mi gran oportunidad: si parezco lo suficientemente sensible, hasta ligaré y todo...
Al peo.
Como si yo pudiera hablar de Godard... Bastante tengo con saber transmitir qué me ha parecido la película. Akoki: “En la ciudad de Sylvia” es, desde luego, un juego propuesto por Guerín que no acepta medias tintas; o participas o no, y si es esto último, salte del cine antes de que los daños sean permanentes. Y no porque sea un film provocador, que no lo es, más bien todo lo contrario. Las reflexiones de Guerín sobre la insondabilidad de la mujer, la búsqueda homérica de la utopía en el sexo opuesto y la complejidad y belleza inabarcable del ser humano tienen un ligero aroma renacentista que niega su modernidad, aunque no su validez. La película, resuelta en tres días (y tres noches resueltas por el director barcelonés con tres elipsis en forma de simple rótulo) de verano de Estrasburgo, nos muestra a un personaje sin nombre interpretado por el soseras de Xavier Lafitte, hospedado en un hostal de barrio, que se sienta en el café de la Escuela de Arte Dramático de la ciudad observando a los distintos animales humanos (preferentemente, mujeres) que se encuentran allí sentados, tomando notas, dibujándoles. La escena dura cerca de media hora, y no ocurre absolutamente anda desde un punto de vista narrativo. Sin embargo, Guerín se las arregla para, a través de su domino del plano-contraplano, sugerirnos las intrahistorias de cada sujeto, e incluso engañarnos suavemente con alguno de ellos (ese trío que resulta ser pareja, que parece que no se conocen pero...), así como empezar a entender qué hace allí Lafitte: está buscando a una tal Sylvia. De repente, Pilar López de Ayala (qué gran actriz, y qué belleza tan límpida) sale del interior de la cafetería, y comienza el momento Hitchcock (por fin algo de tensión narrativa), con Lafitte persiguiéndola por toda Estrasburgo, ciudad que Guerín convierte en un personaje más a base de crear señales reconocibles (el vendedor de mecheros, la pintada “Laure je t’aime” que se repite) y, sobre todo, en quizás el gran acierto del film, a base de aislar toda clase de sonidos urbanos, de manera que durante toda la película vamos escuchando lo que se podría denominar “la banda sonora de la ciudad”: una botella rodante, el timbre de una bicicleta, el vuelo de una bandada de palomas. Y, por supuesto, en primera persona, los pasos de Pilar. Nunca se entremezclan, jamás percibimos el caos y la confusión urbanitas: Estrasburgo toca su propia canción. Luego, ya en un autobús, asistimos a la única conversación de toda la película, entre los dos protagonistas, después de la cual Pilar se aleja definitivamente, cerrando la mejor parte del filme, sin haber podido apenas saborearla, como buena utopía que se precie. Aún le queda una noche más a Lafitte, que le sirve para ahogar unas penas que, en cualquier caso, nunca se muestran de manera explícita, y es quizás una de las debilidades de la película: no hay drama, no hay líneas curvas de sentimientos (seis años de búsqueda, y apenas hay asomo de una decepción más educada que otra cosa en Lafitte). Los juegos de espejos y cristaleras que parecen devolvernos la quimera, y el propio final (la ciudad sigue su curso: pasa la vida) refuerza cierta sensación de artificio, de cortometraje alargado, realizado con, eso sí, excelente caligrafía, y nos aparta emocionalmente de una, en cualquier caso, interesantísima película que nos devuelve el placer de la observación sin las urgencias del cine actual, un espejo, al fin y al cabo, de la agitada vida moderna. Me voy, que llego tarde.
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LA SOLEDAD DEL LANZADOR (COMUNISTA) DE PENALTI
La linterna mágica
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Escenas
13 octubre 2007
13

VINIERON DEL ESTE
11 octubre 2007

Qué racha llevamos con Cronenberg, oiga; últimamente está que se sale. Habrá quien diga que si se ha vuelto mas comercial, pero eso es en apariencia, y sus obsesiones están en Promesas del este aún mas presentes que en Una historia de violencia, haciendo que disfrutemos como unos enanos (qué malos somos). Vamos a ellas.
- La violencia: la película ya empieza con una escena a bocajarro de las que otros directores convierten en lo mas destacable. Cronenberg nos la presenta con toda la naturalidad y crudeza del mundo. Pero eso es sólo un aperitivo, aún nos esperan algunas mas, pocas pero impactantes.
- La del cuerpo; pocos nos han sabido mostrar el cuerpo humano de una manera tan “palpable”, por decirlo de alguna manera, casi enfermiza. Aquí tenemos a el recién nacido con la mascarilla de oxígeno, el mimo con que se muestra el ritual del tatuaje, o la pelea en el baño, con Nikolai desnudo, totalmente vulnerable a los golpes, que hace que sintamos cada uno de ellos.
- Ambientes opresivos, malsanos. Estamos en un Londres oscuro y lluvioso, donde la acogedora cocina de un restaurante especialista en ensaladilla rusa resulta ser la puerta del infierno.
El trío masculino está soberbio. Vincent Cassel demuestra con creces porqué es el “niño malo” del cine francés y el por qué ha podido cautivar a una diosa como Mónica (demostrando, de paso, que es un pelín morbosa ¿acaso es una pega?). Su Kirill es de una violencia extrema, obsesionado con su padre y capaz de hacer cualquier cosa por él.
Armin Müeller-Sthal, como Semyon, capo de la mafia rusa, está perfecto. Tras su aspecto paternal bondadoso y voz susurrante esconde un auténtico demonio, mucho mas cruel y perverso que su hijo.
Y Viggo como Nikolai. Viggo apagando un cigarrillo en su lengua, señalando el cuello con un gesto amenazador, mostrando un cuerpo tan tatuado como el de Max Cady o sencillamente apoyado en una moto. Demostrando que es una presencia de las que llenan la pantalla de una forma bestial. El rey ha muerto. Viva el rey.
Habrá quien comente sus similitudes con Infiltrados, Una historia de violencia o El padrino, que las hay, pero es lo de menos; que no se le ha sacado todo el provecho al personaje de Naomi Watts, que es cierto, o que el final puede resultar decepcionante ya que no está a la altura del tono del resto del film, pero todo lo demás hace que nos lo pasemos tan bien que por lo menos yo se lo perdono y espero con ansiedad ver su próxima película.
Actualización de última hora: Quisiera agradecer a La última sesión por habernos concedido El premio solidario. A este paso nos van a faltar estanterias para los premios. Que alguien llame urgentemente a Pepe Gotera y Otilio.
- La violencia: la película ya empieza con una escena a bocajarro de las que otros directores convierten en lo mas destacable. Cronenberg nos la presenta con toda la naturalidad y crudeza del mundo. Pero eso es sólo un aperitivo, aún nos esperan algunas mas, pocas pero impactantes.
- La del cuerpo; pocos nos han sabido mostrar el cuerpo humano de una manera tan “palpable”, por decirlo de alguna manera, casi enfermiza. Aquí tenemos a el recién nacido con la mascarilla de oxígeno, el mimo con que se muestra el ritual del tatuaje, o la pelea en el baño, con Nikolai desnudo, totalmente vulnerable a los golpes, que hace que sintamos cada uno de ellos.
- Ambientes opresivos, malsanos. Estamos en un Londres oscuro y lluvioso, donde la acogedora cocina de un restaurante especialista en ensaladilla rusa resulta ser la puerta del infierno.
El trío masculino está soberbio. Vincent Cassel demuestra con creces porqué es el “niño malo” del cine francés y el por qué ha podido cautivar a una diosa como Mónica (demostrando, de paso, que es un pelín morbosa ¿acaso es una pega?). Su Kirill es de una violencia extrema, obsesionado con su padre y capaz de hacer cualquier cosa por él.
Armin Müeller-Sthal, como Semyon, capo de la mafia rusa, está perfecto. Tras su aspecto paternal bondadoso y voz susurrante esconde un auténtico demonio, mucho mas cruel y perverso que su hijo.
Y Viggo como Nikolai. Viggo apagando un cigarrillo en su lengua, señalando el cuello con un gesto amenazador, mostrando un cuerpo tan tatuado como el de Max Cady o sencillamente apoyado en una moto. Demostrando que es una presencia de las que llenan la pantalla de una forma bestial. El rey ha muerto. Viva el rey.
Habrá quien comente sus similitudes con Infiltrados, Una historia de violencia o El padrino, que las hay, pero es lo de menos; que no se le ha sacado todo el provecho al personaje de Naomi Watts, que es cierto, o que el final puede resultar decepcionante ya que no está a la altura del tono del resto del film, pero todo lo demás hace que nos lo pasemos tan bien que por lo menos yo se lo perdono y espero con ansiedad ver su próxima película.
Actualización de última hora: Quisiera agradecer a La última sesión por habernos concedido El premio solidario. A este paso nos van a faltar estanterias para los premios. Que alguien llame urgentemente a Pepe Gotera y Otilio.
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ANTES DEL ARQUITECTO, EL SR. LIBRO
La linterna mágica
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Películas
09 octubre 2007

La gente que bien me conoce sabe que una de mis debilidades (a mí me parece una sabia virtud, pero estoy en minoría) es la pereza (confío en que John Doe no esté leyendo esto). Casi nunca acabo lo que empiezo (qué gran guitarrista, y qué gran karateka, perdió el mundo por culpa de mi inconsistencia) (y con este son cuatro paréntesis en cinco líneas, récord mundial oficial patrocinado por Gramáticas Pocholo) (ya que estamos, lo vamos a dejar en cinco), me cuesta horrores salir de casa y sólo hago deporte cuando se atasca la puerta de la nevera. Digo esto porque la película de la que voy a hablar hoy, “Dark city” (1998), ha sido emparentada en buena parte de sus críticas con “The Matrix” (1999) (glups-un año después); diría, de hecho, que el 80% de las referencias a “Dark city” vienen acompañadas por una reseña, ni que sea mínima, a la celebérrima trilogía de los/las Wachowski. Por tanto, ahora quedaría de lo más snob evitar conscientemente dicha analogía, o comentarla de manera despectiva, haciendo sarcástico hincapié en la abulia intelectual de la crítica cinematográfica-etc. Al peo. Me apuntaré sumiso al seguidismo y sacaré a la luz referencias y revisitadas comparaciones entre una y otra. O no tanto...
Hecho: “Dark city” no la vio ni cristo labrador cuando la estrenaron. “Ni cristo labrador” incluye a servidor: Alex Proyas venía de perpetrar “El cuervo”, que a Mi Majestad le aburrió prudencialmente, y que sirvió para añadir una muesca al típico reportaje de revista cinematográfica “Cuando la realidad supera a la ficción” con la absurda muerte de Brandon Lee, justo detrás del reparto de “Poltergeist” y la maldición de “Superman”. El tipo provenía del mundillo videoclipero y, la verdad, ni el cartel ni la sinopsis hacían presagiar nada que no llevara la etiqueta “carne de videoclub: poner en estantería junto a películas de Kevin Sorbo”. Pero la memoria cinéfila es más sabia y justa que la taquilla, y, con los años, “Dark city” se ha revelado como una cinta de culto, y una de las mejores producciones de ciencia-ficción de la última década. Nos cuenta cómo un tipo llamado John Murdoch (Rufus Sewell) se despierta una noche al lado del cadáver de una señora-que-fuma, aparentemente asesinada por él, sin recordar absolutamente nada de su pasado; mientras, un detective (William Hurt) investiga una racha de asesinatos de, mirapordónde, señoras-que-fuman, teniendo como sospechoso al bueno de John Murdoch. Además tenemos un médico tarado de una pierna y de la cabeza (Kiefer Sutherland), y a la mujer de John (Jennifer Connelly) que se reconcome entre la culpa de haberle engañado y la desaparición de su marido. ¿Cine negro? Pues aparentemente sí. Hasta que aparecen los Ocultos, una suerte de secta alienígena con afición a dormir a la gente (como José Montilla) y a cambiar la estructura de los edificios (como Carme Chacón), y entonces la búsqueda de sí mismo de John se amplía a la necesidad de saber qué está pasando en esa ciudad en la que nunca es de día y de la que nadie recuerda cómo salir. El filme hace gala de un aire noir de lo más canónico (influencia, una vez más, de “Blade runner”), empezando por el clásico personaje del héroe desmemoriado y perdido en un universo que sabe mucho más que él, pasando por esa femme fatale (y cantante) que es la mujer de John y por ese sabueso-con-sombrero que interpreta con la acostumbrada solvencia William Hurt. Hay tantos detalles a destacar de esta película que aunque parezca mentira, me falta post. Formalmente, el diseño de producción es extraordinario, dibujándonos una ciudad áspera, gótica, oscura y hostil que bien podría haberse llamado, pongamos por caso, Gotham City. El montaje es brioso y pertinaz (casi ningún plano, ojo, dura más de dos segundos: hay más de 3300 cortes), y la persistente presencia de la banda sonora, sólo apagada durante la primera sintonización, le otorga empaque unitario a la narración, proporcionándonos la sensación de que no hay tiempos muertos, a pesar de que no es una película de acción (la única escena que puede considerarse como tal es la confrontación final). Todo esto provoca que compartamos la sensación de angustia de John, su desorientación, su búsqueda contrarreloj. Angustia que nos lleva al discurso metafísico del filme, que no es en absoluto baladí, y en el que sí quisiera hacer entroncar a “The Matrix”, por encima de sus obvias similitudes de significante (que podéis observar aquí), y destacando precisamente sus significados matriciales opuestos. “The matrix trilogy”, aunque dudo mucho que su intención sea sermonear sobre ello, habla, a grandes rasgos, de la libertad del hombre desde su asociación, de la condición humana como bien absoluto y universal, y del redentor/mesías/putoamo que encabeza esa búsqueda y la finaliza con (relativo) éxito. “Dark city” nos ofrece el paso anterior, la génesis del mesías, pero desde una perspectiva filosófica más niesztchiana y bastante más individualista: lo que cuenta es el valor del individuo por encima del aborregamiento (representado por ese pensamiento único, literalmente hablando, que son los Ocultos, tan deshumanizados que se hacen llamar sr. Libro o sr. Mano), la insondabilidad del alma humana, inalcanzable para la dictadura de los que quieren manejar nuestra realidad y dibujar incluso nuestro pasado. Y se plantea otra pregunta, quizás la más interesante de todas: ¿somos nuestros recuerdos? ¿Somos nuestro entorno? ¿O hay algo más? Y si lo hay, ¿se llama alma? La película no ofrece una respuesta, así que mucho menos yo, que soy un gañán descerebrado. Me duele la cabeza de tanta profundidad.
En definitiva, “Dark city” es una película absorbente, un filme in crescendo sin parada pero con fonda cuyos efectos especiales están, por una vez, al servicio de la historia, y cuya tendencia al dejà vu cinéfilo (aparte de “Blade runner” y el cine negro, me vienen a la cabeza "Metrópolis", “Hellraiser” o “El show de Truman”) no impide que vaya más allá del pastiche insustancial de géneros, quedando en la retina como una de las propuestas más serias que haya ofrecido un género tan proclive al desparrame como es la ciencia-ficción.
...Y casi sin comparaciones con “The Matrix”. Marcbranches-1, pereza-0. Me voy a dormir.
Hecho: “Dark city” no la vio ni cristo labrador cuando la estrenaron. “Ni cristo labrador” incluye a servidor: Alex Proyas venía de perpetrar “El cuervo”, que a Mi Majestad le aburrió prudencialmente, y que sirvió para añadir una muesca al típico reportaje de revista cinematográfica “Cuando la realidad supera a la ficción” con la absurda muerte de Brandon Lee, justo detrás del reparto de “Poltergeist” y la maldición de “Superman”. El tipo provenía del mundillo videoclipero y, la verdad, ni el cartel ni la sinopsis hacían presagiar nada que no llevara la etiqueta “carne de videoclub: poner en estantería junto a películas de Kevin Sorbo”. Pero la memoria cinéfila es más sabia y justa que la taquilla, y, con los años, “Dark city” se ha revelado como una cinta de culto, y una de las mejores producciones de ciencia-ficción de la última década. Nos cuenta cómo un tipo llamado John Murdoch (Rufus Sewell) se despierta una noche al lado del cadáver de una señora-que-fuma, aparentemente asesinada por él, sin recordar absolutamente nada de su pasado; mientras, un detective (William Hurt) investiga una racha de asesinatos de, mirapordónde, señoras-que-fuman, teniendo como sospechoso al bueno de John Murdoch. Además tenemos un médico tarado de una pierna y de la cabeza (Kiefer Sutherland), y a la mujer de John (Jennifer Connelly) que se reconcome entre la culpa de haberle engañado y la desaparición de su marido. ¿Cine negro? Pues aparentemente sí. Hasta que aparecen los Ocultos, una suerte de secta alienígena con afición a dormir a la gente (como José Montilla) y a cambiar la estructura de los edificios (como Carme Chacón), y entonces la búsqueda de sí mismo de John se amplía a la necesidad de saber qué está pasando en esa ciudad en la que nunca es de día y de la que nadie recuerda cómo salir. El filme hace gala de un aire noir de lo más canónico (influencia, una vez más, de “Blade runner”), empezando por el clásico personaje del héroe desmemoriado y perdido en un universo que sabe mucho más que él, pasando por esa femme fatale (y cantante) que es la mujer de John y por ese sabueso-con-sombrero que interpreta con la acostumbrada solvencia William Hurt. Hay tantos detalles a destacar de esta película que aunque parezca mentira, me falta post. Formalmente, el diseño de producción es extraordinario, dibujándonos una ciudad áspera, gótica, oscura y hostil que bien podría haberse llamado, pongamos por caso, Gotham City. El montaje es brioso y pertinaz (casi ningún plano, ojo, dura más de dos segundos: hay más de 3300 cortes), y la persistente presencia de la banda sonora, sólo apagada durante la primera sintonización, le otorga empaque unitario a la narración, proporcionándonos la sensación de que no hay tiempos muertos, a pesar de que no es una película de acción (la única escena que puede considerarse como tal es la confrontación final). Todo esto provoca que compartamos la sensación de angustia de John, su desorientación, su búsqueda contrarreloj. Angustia que nos lleva al discurso metafísico del filme, que no es en absoluto baladí, y en el que sí quisiera hacer entroncar a “The Matrix”, por encima de sus obvias similitudes de significante (que podéis observar aquí), y destacando precisamente sus significados matriciales opuestos. “The matrix trilogy”, aunque dudo mucho que su intención sea sermonear sobre ello, habla, a grandes rasgos, de la libertad del hombre desde su asociación, de la condición humana como bien absoluto y universal, y del redentor/mesías/putoamo que encabeza esa búsqueda y la finaliza con (relativo) éxito. “Dark city” nos ofrece el paso anterior, la génesis del mesías, pero desde una perspectiva filosófica más niesztchiana y bastante más individualista: lo que cuenta es el valor del individuo por encima del aborregamiento (representado por ese pensamiento único, literalmente hablando, que son los Ocultos, tan deshumanizados que se hacen llamar sr. Libro o sr. Mano), la insondabilidad del alma humana, inalcanzable para la dictadura de los que quieren manejar nuestra realidad y dibujar incluso nuestro pasado. Y se plantea otra pregunta, quizás la más interesante de todas: ¿somos nuestros recuerdos? ¿Somos nuestro entorno? ¿O hay algo más? Y si lo hay, ¿se llama alma? La película no ofrece una respuesta, así que mucho menos yo, que soy un gañán descerebrado. Me duele la cabeza de tanta profundidad.
En definitiva, “Dark city” es una película absorbente, un filme in crescendo sin parada pero con fonda cuyos efectos especiales están, por una vez, al servicio de la historia, y cuya tendencia al dejà vu cinéfilo (aparte de “Blade runner” y el cine negro, me vienen a la cabeza "Metrópolis", “Hellraiser” o “El show de Truman”) no impide que vaya más allá del pastiche insustancial de géneros, quedando en la retina como una de las propuestas más serias que haya ofrecido un género tan proclive al desparrame como es la ciencia-ficción.
...Y casi sin comparaciones con “The Matrix”. Marcbranches-1, pereza-0. Me voy a dormir.
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El solecito de ahí al lado indica que los compañeros de "Blog del día" nos han nombrado "Blog del día 30/09/2007", como podéis ver en el enlace susodicho. Aprovecho, pues, este solemne momento para realizar una proclama: paletas del mundo, esta es vuestra oportunidad. Necesito una urgente ampliación del cuarto de baño, debido a la acumulación de premios en las estanterías de ese lugar de recogimiento y reflexión. Presupuesto y nacionalidad de los obreros, a convenir. Se valorará sexo femenino. En este último caso, se valorará similitud corporal con Monica Bellucci.
-Concha de Oro a la Mejor película: "Mil años de oración", de Wayne Wang.
-Premio Especial del Jurado: "Buda explotó por vergüenza", de Hana Makhmalbaf.
-Concha de Plata al Mejor Director: Nick Broomfield, por "Battle for Haditha".
-Concha de Plata al Mejor Actor: Henry O, por "Mil años de oración".
-Concha de Plata a la mejor actriz: Blanca Portillo, por "Siete mesas de billar francés".
-Premio del Jurado al Mejor Guión (ex-aequo): Gracia Querejeta y David Planell ("Siete mesas de billar francés") y John Sayles ("Honeydripper").
Maribel Verdú y David Cronenberg están encantados con el palmarés.
WAYNE WANG vs. LA LINTERNA
La linterna mágica
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Curiosidades,
Premios
01 octubre 2007

En cualquier caso, no te preocupes, Wayne, no tenemos previsto recoger ningún premio durante los Oscars: no volverás a ser eclipsado (nunca mejor dicho). Ya que estamos, ahí va el Palmarés del Festival de San Sebastián. Qué bonito es el Peine de los Vientos.
-Concha de Oro a la Mejor película: "Mil años de oración", de Wayne Wang.
-Premio Especial del Jurado: "Buda explotó por vergüenza", de Hana Makhmalbaf.
-Concha de Plata al Mejor Director: Nick Broomfield, por "Battle for Haditha".
-Concha de Plata al Mejor Actor: Henry O, por "Mil años de oración".
-Concha de Plata a la mejor actriz: Blanca Portillo, por "Siete mesas de billar francés".
-Premio del Jurado al Mejor Guión (ex-aequo): Gracia Querejeta y David Planell ("Siete mesas de billar francés") y John Sayles ("Honeydripper").
Maribel Verdú y David Cronenberg están encantados con el palmarés.
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