Visto desde un malévolo punto de vista, alguien podría decir que estoy en mi semana misógina en La Linterna. Después del “Anticristo” de Von Trier, acusada de mostrar que las mujeres son el mal (o, como muy poco, unas histéricas), ahora toca “El infierno”, película de Claude Chabrol de 1994 de la que alguno podría concluir que la mujer es, esencialmente, el demonio. A fin de cuentas, el largometraje cuenta la historia de un hombre que es transportado al infierno de los celos por su hermosa mujer; y, ¿no es sino el propio Satán el sherpa del camino hacia el averno? Pues la ecuación sale fácil. Sin embargo, guárdese la Directrice el sacacorchos que estaba preparando para aplicar a mis rodillas: nada más lejos de la realidad. “El infierno” no sólo no es misógina, sino que, ya que estamos, es una extraordinaria película.
“El infierno” tiene su historia. Fue ideada originalmente por Henri-Georges Clouzot (“Diabólicas”, por ejemplo) (no, la de Sharon Stone no), pero se le cruzó un gato negro (o le miró Terry Gilliam, que viene a ser lo mismo), y no pudo finalizar el rodaje, primero por enfermedad de su actor principal, Serge Reggiani, y luego por un ataque al corazón sufrido por el propio director. Clouzot falleció sin haberle podido dar forma a su proyecto. En 1992, su viuda le vendió los derechos a Claude Chabrol, quien aprovechó para darle una vuelta de tuerca a la historia original y focalizarse en el terreno pedregoso de la psique del protagonista masculino. Así pues, “El infierno” se convierte en una mirada profunda, acerada, hacia esa enfermedad común sin remedio conocido llamada celos.
Una patología que se le muestra al espectador desde su génesis. En un (cinematográfico) soplido de cuatro o cinco secuencias cortas, el director francés nos pasea por la vida de la pareja protagonista, Nelly (Emmanuelle Béart) y Paul (François Cluzet), desde que se conocen hasta el momento actual, mostrado en una atmósfera de bucólica luminosidad, en el marco de un pequeño hotel de la campiña gala que regentan entre los dos. Nos basta este prólogo para adivinar las personalidades de cada uno: Nelly, hermosísima, pizpireta, alegre, despreocupada y de maneras infantiles; Paul, serio, responsable, cariñoso con su hijo y muy enamorado de su esposa. C'est la felicite? Todo indica que sí. Pero Chabrol es demasiado cabrón para eso.
El primer detonante es un bolso, pero podría haber sido cualquier otra cosa. El primer síntoma de celos empieza a germinar en Paul, pero no parece que vaya a ir a más, y Nelly se siente halagada: su macho ejerce de alfa. El espectador, sin embargo, sabe que la cosa no va bien: hemos escuchado las voces internas de Paul... Si te habla el tipo que está al otro lado del espejo, majete, es que algo ocurre en tu cabeza, y no es tu sombrero nuevo. De hecho, Chabrol va a utilizar los espejos, así como las ventanas, de manera simbólica, para subrayar la idea de que a Paul le va devorando su propio demonio interno. Este núcleo central del film, en el que Paul aún es consciente de que el ardor interno que le engulle es una enfermedad, y trata de luchar contra ella con raciocinio, es quizás lo mejor de la cinta. La relación entre la pareja, convulsa, arrojadiza, plena de voluntad de salvación, destila verosimilitud por los cuatro costados, y los sentimientos desbordados de ambos rezuman autenticidad. En ese sentido, ambos actores están extraordinarios, tanto Cluzet en su complicadísimo papel fronterizo con la locura, como la Béart, tan alejada del papel-tipo más bien frío y lánguido que le había dado el prestigio en Francia (“Un corazón en invierno”, “La bella mentirosa”, “Nelly y el señor Arnaud”). Plena de convulsa sensualidad, la actriz provenzana justifica aquello que el propio Chabrol dijo de ella (“tiene cara de ángel y cuerpo de puta”) sin necesidad de enseñar apenas nada, tan sólo a base de actitud y campestres vestidos de flores.
Chabrol, que no quiere darlo todo mascado, juega con el espectador, sembrando dudas sobre la posible culpabilidad de Nelly, mientras el raciocinio de Paul se va abajo por completo al creer ver en una película casera los pecados de su esposa. Mientras va mostrando la ineludible y esquizoide caída a los infiernos del protagonista, el veterano realizador, un hitchockiano redomado, va oprimiendo poco a poco la atmósfera de la película, oscureciéndola progresivamente y dando salida a planos inclinados, lúgubres escaleras, y algún que otro pasillo inacabable. A estas alturas, paul ya se ha trastornado completamente, y ha arrastrado por completo a su mujer, quien, cegada por su amor y por cierta falta de carácter, decide plegarse a las imposibles reglas de convivencia de su marido, que incluyen encerrarla por completo en el hotel que regentan. Como si eso fuera suficiente: basta un reparto de velas en una noche sin electricidad para que las voces convenzan a Paul que su mujer se ha tirado al hotel entero. La celosía se ha apoderado de él, y ya a no va a soltar a su presa; ella es mía o no será de nadie, el espejo se ha apoderado de mí. Es el principio del fin.
O no. El remate del film, en el que la esquizofrenia de Paul se desparrama por completo en una escena deliberadamente confusa (y quizás demasiado tramposa en la forma, que no en el fondo), no es sino la desolada certeza de que el infierno es eterno, y que una vez has entrado en él ya no hay escapatoria ni esperanza de redención; así de débil, así de fútil, es el ser humano. Chabrol sabe que la condena en el averno es cadena perpetua, y lo corrobora con el letrero que pone punto-pelota al filme. “Sans Fin”.
2 comentarios:
Me gusta este "Infierno" y más filmado por Chabrol. No, no he visto esta peli que de forma magistral colocas golosamente ante los ojos de un cinéfilo. Estupenda labor.
Un abrazote.
Pues nada, a buscarla y a encontrarla, que la espeleología cinéfila siempre es saludable. Taotra, joven.
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