Uno de los aspectos esenciales del por qué la ficción narrada, sea en forma de teatro, literatura o cine, nos subyuga, nos hipnotiza, nos enjaula en sus trampas y nos hace buscar otra y otra y otra con angustia de adicto, es nuestra tendencia a identificarnos con los personajes. Si nos referimos al cine, esa identificación es más directa que en otros ámbitos, debido a su carácter visual y su alcance masivo. Muchas veces, la gran mayoría, es a través de la cómoda dicotomía moral (siempre estamos de parte de los buenos en su confrontación con el mal); pero otras veces, cuando la temática de la película no transita los trillados caminos del maniqueísmo, esta identificación personal se establece a través de otros factores: un parecido físico, una situación emocional, una característica personal concreta... En mi caso (ojo momento “confesiones”: no os vayáis, que será corto y poco intenso), mentiría si dijese que hay algún personaje cinematográfico determinado con el que me identifique con plenitud (no, con ese quiróptero tampoco), pero hay muchos en los que reconozco una parte de mí, como supongo que os ocurre a todos. Hoy (y con esto cierro el delirio introductorio) me gustaría hablar de una película en la que aparece uno de esos personajes en los que observo, en este caso con curiosa desazón, un “algo” marcbranchesiano. O un “algo” que pudiera llegar a ser. ¿Críptico? No pienso hacer más declaraciones. Cine, Luis Eduardo.
“Martín (Hache)”, uno de los films más celebrados de Adolfo Aristarain, nos dice muchísimas cosas en diferentes códigos, ya desde el mismísimo título. La hache nunca ha sido una letra menos muda que en este caso: los protagonistas de esta extraordinaria película hablan, y hablan, y hablan sin medida y sin receta médica antilogorreica; en este sentido, la argentinidad de la película es pura y sin cortar. Sin embargo, los silencios calculados, las cosas que no se dicen, son tan trascendentes como las palabras expresadas. “Martín (Hache)” nos cuenta la historia de un chico bonaerense de 19 años, Hache -pocas veces un nombre ha resultado tan definitorio de un personaje- que malmezcla drogas y alcohol en plena crisis postadolescente y se ve obligado a vivir en Madrid con su padre, Martín Echenique, un director de cine de cierto prestigio que, después de una larga inactividad, parece que puede volver al primer plano con una nueva película. La convivencia de padre e hijo, salpicada por las fuertes personalidades de la novia y el mejor amigo de Martín, es la excusa de Aristarain para desparramar miserias, inquietudes, hipocresías, mentiras, semiverdades, anhelos, flaquezas: el mapa del sentimiento humano. Lo de menos en esta película, sin más banda sonora que alguna pincelada de Fito Paez y las voces de sus protagonistas, es la factura algo morosa y televisiva de la dirección de Aristarain. Lo que trasciende, lo que llega, son las interrelaciones entre los protagonistas, todos apoyados en unos intérpretes en estado de gracia que convierten a “Martín (Hache)” en un tratado actoral.
Aunque el hilo conductor de la narración es Martín, los cuatro personajes principales tienen manga ancha para airear sus arrugas psicológicas. Dante (Eusebio Poncela) es un actor de talento embriagado en su malditismo, drogadicto profesional, homosexual polipracticante, integrista del nomadismo (vive en hoteles), demagogo convencido, orador barroco y extremista sentimental; disfruta de su condición de Pepito Grillo de su amigo, y, en el fondo, está encantado de conocerse. Alicia (ups) (Cecilia Roth) es la novia insatisfecha de Martín, perdida en su romanticismo utópico (y, lógicamente, enamorada del hombre más inadecuado), ahogada por su alma adolescente que la impide aceptar la madurez como un paso natural, ciega de amor y de estupefacientes, una personalidad que lucha por emerger bajo el yugo de la anulación permanente a la que es sometida por su hombre; la serena aceptación de su derrota, en una piscina envuelta en el silencio de la mañana, alberga tanta tragedia como belleza. Hache (Juan Diego Botto) no sabe qué hacer, no sabe qué pensar, no sabe qué elegir; tiene diecinueve años y aún no ha escogido vida, y se agobia al comprobar que todo el mundo tiene algo que decir al respecto; a pesar de esto, es, quizás, el personaje con más sentido común de este microcosmos, y, coherentemente con ello, apenas evoluciona a lo largo del film: bastante tiene con aguantar. Finalmente, Martín (Federico Luppi), la luna de todos estos satélites, un cincuentón exiliado que se cambió de la acera del mayo del 68 viendo que aquella no le llevaba a ningún lado, hosco, machistoide, hermético, de retórica definitiva, torturantemente cruel, rebelde de su propia nostalgia tanguera, solitarista homérico, hedonista de manual, guardián impenitente de su espacio vital; dice tantas verdades a los demás como mentiras a sí mismo, y es incapaz de asumir la derrota de su coherencia ante su condición humana. Hay ocasiones en los que su patetismo despierta más lástima que otra cosa; en otras, su destructora sequedad resulta irritante a la epidermis del espectador. Al final, es el único que muestra cierta evolución característica, posiblemente porque era el que partía desde más atrás. Película para ver, pero sobre todo escuchar, con calma, varias veces, “Martín (Hache)” es un soplo de verdad profundamente humana pasada por el túrmix cambalachero de la verborrea argentina. Hay que follarse a las mentes.
“Martín (Hache)”, uno de los films más celebrados de Adolfo Aristarain, nos dice muchísimas cosas en diferentes códigos, ya desde el mismísimo título. La hache nunca ha sido una letra menos muda que en este caso: los protagonistas de esta extraordinaria película hablan, y hablan, y hablan sin medida y sin receta médica antilogorreica; en este sentido, la argentinidad de la película es pura y sin cortar. Sin embargo, los silencios calculados, las cosas que no se dicen, son tan trascendentes como las palabras expresadas. “Martín (Hache)” nos cuenta la historia de un chico bonaerense de 19 años, Hache -pocas veces un nombre ha resultado tan definitorio de un personaje- que malmezcla drogas y alcohol en plena crisis postadolescente y se ve obligado a vivir en Madrid con su padre, Martín Echenique, un director de cine de cierto prestigio que, después de una larga inactividad, parece que puede volver al primer plano con una nueva película. La convivencia de padre e hijo, salpicada por las fuertes personalidades de la novia y el mejor amigo de Martín, es la excusa de Aristarain para desparramar miserias, inquietudes, hipocresías, mentiras, semiverdades, anhelos, flaquezas: el mapa del sentimiento humano. Lo de menos en esta película, sin más banda sonora que alguna pincelada de Fito Paez y las voces de sus protagonistas, es la factura algo morosa y televisiva de la dirección de Aristarain. Lo que trasciende, lo que llega, son las interrelaciones entre los protagonistas, todos apoyados en unos intérpretes en estado de gracia que convierten a “Martín (Hache)” en un tratado actoral.
Aunque el hilo conductor de la narración es Martín, los cuatro personajes principales tienen manga ancha para airear sus arrugas psicológicas. Dante (Eusebio Poncela) es un actor de talento embriagado en su malditismo, drogadicto profesional, homosexual polipracticante, integrista del nomadismo (vive en hoteles), demagogo convencido, orador barroco y extremista sentimental; disfruta de su condición de Pepito Grillo de su amigo, y, en el fondo, está encantado de conocerse. Alicia (ups) (Cecilia Roth) es la novia insatisfecha de Martín, perdida en su romanticismo utópico (y, lógicamente, enamorada del hombre más inadecuado), ahogada por su alma adolescente que la impide aceptar la madurez como un paso natural, ciega de amor y de estupefacientes, una personalidad que lucha por emerger bajo el yugo de la anulación permanente a la que es sometida por su hombre; la serena aceptación de su derrota, en una piscina envuelta en el silencio de la mañana, alberga tanta tragedia como belleza. Hache (Juan Diego Botto) no sabe qué hacer, no sabe qué pensar, no sabe qué elegir; tiene diecinueve años y aún no ha escogido vida, y se agobia al comprobar que todo el mundo tiene algo que decir al respecto; a pesar de esto, es, quizás, el personaje con más sentido común de este microcosmos, y, coherentemente con ello, apenas evoluciona a lo largo del film: bastante tiene con aguantar. Finalmente, Martín (Federico Luppi), la luna de todos estos satélites, un cincuentón exiliado que se cambió de la acera del mayo del 68 viendo que aquella no le llevaba a ningún lado, hosco, machistoide, hermético, de retórica definitiva, torturantemente cruel, rebelde de su propia nostalgia tanguera, solitarista homérico, hedonista de manual, guardián impenitente de su espacio vital; dice tantas verdades a los demás como mentiras a sí mismo, y es incapaz de asumir la derrota de su coherencia ante su condición humana. Hay ocasiones en los que su patetismo despierta más lástima que otra cosa; en otras, su destructora sequedad resulta irritante a la epidermis del espectador. Al final, es el único que muestra cierta evolución característica, posiblemente porque era el que partía desde más atrás. Película para ver, pero sobre todo escuchar, con calma, varias veces, “Martín (Hache)” es un soplo de verdad profundamente humana pasada por el túrmix cambalachero de la verborrea argentina. Hay que follarse a las mentes.
5 comentarios:
Me apaisona ésta película cimentada en diálogos y personajes. Los potentes discursos, monólogos o disputas de los personajes en ningún momento se hacen pesados o pretenciosos. Todo en ella está escrita con el corazón, pero ojo, también con atrevida lucidez: las personalidades de los protagonistas son sólidas como sólo es capaz de lograr el mejor cine, tangibles, creíbles, emocionantes. Cuatro personajes y un inesperado reencuentro le sirven a Aristarain para hablar del amor, la nostalgia del hogar perdido, los sueños, las esperanzas; la vida, al fin y al cabo, de tres personas perdidas y una que intenta unir a todas las demás. Y mientras el film avanza, los personajes hablan, y hablan, se equivocan, mienten, aciertan, dicen tonterías o verdades... .
"Martín (Hache)" es cruda, veraz, emotiva, esperanzadora. Da concesiones a la esperanza y a sus personajes, pero no evita los detalles sórdidos. Es una película con un espléndido poder de emoción. Y toda la responsabilidad del film, está, en realidad, en la interpretación de cuatro actores que logran la (casi) perfección. J.D. Botto, excelente; Cecilia Roth, Eusebio Poncela y Federico Luppi (uno de los mejores actores vivos) sencillamente perfectos.
Siempre ha sido una de mis películas preferidas, desde que la vi en su año de estreno. Magistral.
Alicia, siempre es un placer leer tus escritos sobre cine, la verdad que planteas reflexiones muy intersantes.
Lucidez es una palabra que encaja muy bien a la hora de hablar de esta película. De hecho, a Dante le gusta hablar de los lúcidos como si fueran una raza especial, diferente; por supesto, él se incluye entre ellos, pero también a Hache. Lo que no estoy muy seguro es de que sea una película esperanzadora; más bien, parece que de lo que se trata es de llevar como se pueda la inevitable derrota. Saludos, JR.
Kimono, estoooooo... gracias por el comentario (supongo) pero yo no soy Alicia. Tengo más pelo, más nuez y más mala leche. El mérito de las reflexiones es para la película, pero gracias. Saludos.
Pues hace ya bastante tiempo que no veo Martín (Hache), pero me gustó mucho en su día, y leyendo el post me han entrado ganas de volver a verla, cosa que seguramente haré un día de estos, porque además la tengo por ahí en dvd. Si que es verdad que estamos ante una película basada totalmente en el diálogo, porque aquí todo el mundo habla hasta por los codos, y por eso era necesario que los actores que interpretaran a los cuatro principales personajes estuvieran a la altura, y desde luego lo están, todos ellos consiguen que nos creamos absolutamente sus personajes.
Lo dicho, que un día de estos la veo. Y ahora voy a seguir leyendo posts, que he estado sin pasarme por aquí cosa de una semana y hay que ver lo que habéis escrito (si es que no paráis, hay que ver, ni os vais de puente ni na de na... que dedicación la vuestra)
Unos lo llaman dedicación (los nazis). Otros lo llamamos esclavismo, y creíamos que se había abolido en el mundo civilizado. Por lo visto, "mundo civilizado" no incluye La Linterna...
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