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LA COCINA DE LA CASA BLANCA




Vale, lo reconozco, mentí como un bellaco (duda marcbranchesiana: ¿de qué excitante y alambicada manera mentían los tales bellacos, que se ganaron una expresión para sí solos?. Mi trilogía sobre cine político cojea de su pata de en medio (con perdón), puesto que este post no va de cine. Va de series. Últimamente, lo sé, tiramos mucho de la ficción televisiva, siendo esto un blog de cine; pero es cierto que vivimos una edad dorada de las series, en especial las anglosajonas, y muchos cinéfilos encontramos en ellas lo que la industria cinematográfica no nos sabe dar. Y la Linterna, en consonancia con su voluntad de cronistas de la cosa coyuntural, no puede por más que hacerse eco.

Y, qué coño, que somos unos frikis.

De todas maneras, no se equivoquen: “El Ala Oeste de la Casa Blanca” podría entrar, fácilmente, en cualquier top de las mejores series de la historia. Mantiene el récord de premios Emmy (26, empatada con otra nadería, “Canción triste de Hill Street”) (“tengan cuidado ahí afuera”... snif), tiene un pedazo de 9 en Imdb, consiguió una unanimidad crítica pocas veces vista, y, por encima de todo, consiguió llevar al éxito un proyecto, en esencia, imposible. Y si no, pregúntense sobre las posibilidades de realizar una serie en España sobre las interioridades de un gobierno socialista, que fuera mínimamente creíble, y que no fuera machacada sistemáticamente desde el otro bando político y mediático. Sactamente. Pues eso es lo que consiguió Aaron Sorkin, el logorreico padre paridor de esta obra de arte en capítulos, y que ya había mostrado sus maneras de escritor contundente y afilado en la confección del libreto y posterior guión cinematográfico de una obra llamada... “Algunos hombres buenos”. Sí, la de frases como aquella de “Hijo, yo desayuno a 300 metros de 4000 cubanos adiestrados para matarme.”

La pretensión de Sorkin era realizar una aproximación dramática, pero fiel en la medida de lo posible, a los entresijos de un gobierno. Para ello, su intención inicial era que el protagonismo de “El Ala Oeste de la Casa Blanca” fuera para un cargo intermedio, en este caso, el ayudante del Director de Comunicaciones, un joven neófito en la política y proveniente del sector privado, de nombre Sam Seaborn; para ello se eligió a Rob Lowe, quien había participado en la versión teatral de “Algunos hombres buenos”, y que iba a ser el gancho comercial de la serie. Aparte, claro está, de un actor de renombre que interpretaría al presidente de los Yuesei y que aparecería muy esporádicamente: Martin Sheen sonaba a candidato ideal.

Y tan ideal. Poco a poco, el carisma de Sheen como presidente Joshia Bartlett, y el atractivo de todos y cada uno de los muchos personajes de la serie, fueron tomando posesión del pálpito de la misma, muy bien definido desde el primer episodio: guiones férreos y autoconclusivos (pero evitando clichés de serie procedimental), diálogos chisporroteantes y afilados, conflictos que suenan a verosimilitud, emotividad milimétricamente calculada, y un tipo de escena que pronto sería marca de la casa de la serie: la llamada “walk and talk”, en la que dos personajes caminan a toda mecha por los pasillos del Ala Oeste mientras se disparan diálogos y réplicas, se les unen otros que entrecruzan un par de frases, o les entregan algo, sin que en ningún momento detengan el paso. Esta técnica fue popularizada por el director que mejor supo trasladar los guiones de Sorkin, Thomas Schlamme, y transmitía a la perfección el frenetismo de las oficinas del gobierno. 
 
Las cuatro primeras temporadas son oro puro, en todos los sentidos. Hubo algunas críticas hacia el positivismo más bien naïf de los políticos representados (comenten errores, y muchos, pero su actitud y su honestidad son intachables) y sus tendencias ineludiblemente izquierdosas (los más recalcitrantes la llamaban “The left wing”). Algo que, seguro, ya pretendía Aaron Sorkin, que pretendía mostrar que una política honrada y servidora del pueblo podía llegar a ser posible. Pero incluso esos críticos admitían las virtudes de una serie que conseguía que el éxito de una proposición de ley en el Senado pudiese emocionar a los espectadores. Aunque, sin duda, su gran capital estaba en sus personajes, y en los actores que se funden en ellos. Desde la multipremiada Allison Janney – como impagable secretaria de prensa C.J. Cregg – hasta ese Dulé Hill que encarna al joven ayudante del presidente, todos se compactan en una perfecta ósmosis interpretativa; aunque yo destacaría al viejo león Leo McGarry, sobre la piel de un John Spencer que falleció al inicio de la última temporada de la serie y cuyas escenas póstumas “gallinaban la piel” del más pintado. Y, claro, ese Josh Bartlett al que Martin Sheen otorgaba un sentido del humor socarrón y una presencia realmente presidencialista; Bartlett es un demócrata profundamente religioso (toma ejercicio de equilibrismo), un premio Nobel de Economía cuyo bagaje intelectual llega a er poco menos que un superpoder, y al que sólo chista su mujer, una impagable Stockard Channing. Por las diferentes temporadas han pasado secundarios e invitados especiales de lujo, que siempre an sabido adaptarse al ritmo y las exigencias del show: John Goodman, Oliver Platt, Alan Alda, Matthew Perry, John Larroquette, Mary-Louise Parker, Lily Tomlin, Christian Slater (lo juro), Mark Harmon, Ron Silver, Marlee Matlin, Janeane Garofalo, Armin Mueller-Stahl... la lista es interminable.

Al final de la cuarta temporada, Sorkin y Schlamme abandonaron la serie por diferencias creativas con NBC (aunque hay que decir que coincidió con un arresto del guionista, pillado con varias sustancias de uso farmacológico disperso), y “El Ala Oeste” se resintió. Era inevitable. Aún así, logró mantener el nivel con gran dignidad, no tanto la audiencia. En la T6 comenzaron a preparar el relevo, y la serie finalizó, después de siete temporadas, con la conciencia de haber hecho historia televisiva, y con un presidente latino (Jimmy Smits) al cargo de la Casa Blanca. Poco tiempo después, un tal Barack (ese pacifista) demostró que la ficción, a veces, no supera la realidad.

P.D.: La 2, ese canal público que prioriza la calidad cultural sobre la audiencia, programaba esta serie en una franja horaria que iba de las 2 a las 3 de la mañana, si había suerte y no repetían un partido de badminton en  su lugar. Es un dato.

2 comentarios:

ANRO dijo...

Bufff¡.....cuànto he gozado con esta serie¡ Había noches que la Lola y yo veíamos tres o cuatro capítulos, con el consiguiente perjuicio (¡Ni se te ocurra, hijo!)...Un personaje que nos ponía era LJ Cregg.
Hay un bajón, levemente perceptible a partir de la cuarta temporada, pero eso no empaña para nada el conjunto de la serie.
Martin Sheen encontró el personaje perfecto. Su forma de calzarse la chaqueta o el abrigo es formidable, un día lo practiqué con mi dona y hasta le resultó sexy.
Todo el conjunto de personajes y el carisma que derraman con generosidad es muy difícil de volver a encontrar en otra serie pasada o presente.
Un abrazote navideño.

marcbranches dijo...

Hubiera escrito cuatro posts igual de excesivos que este, Anro sobre esta estupenda serie. Sin duda, el carisma de los personajes, y losa ctores que se funden en ellos, era una de la claves. Por mencionar a alguien más, destacar a Toby (Richard Schiff, quien, por cierto, si no recuerdo mal, era el abogado de John Doe en "Sev7n"), quizás el personaje más arisco y con más aristas de los principales. Saludos.

 
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