“Cuatro bodas y un funeral” le dio una nueva vuelta de tuerca al aforismo “comedia británica”, de la mano del acerado lápiz de Richard Curtis y el encantador balbuceo posh de Hugh Grant. Sin embargo, un funeral es un funeral, y nunca da para demasiadas risas, a menos que sea el de Andy Kauffman. John Hannah contrapunteó los afilados diálogos y la alegría casamentera de “Cuatro bodas y un funeral” con este epidérmica, emocionante recitado del poema de W.H. Auden “Funeral blues” (aunque es más conocido por su verso inicial, “Stop all the clocks”), a través del cual declama un amor sincero hacia un personaje que había sido la encarnación de la joie de vivre. A partir de entonces, hordas de exequias británicas se aderezaron con la poesía fúnebre de Auden, la cual, por cierto, ya había servido para acompañar a la estatua conmemorativa del desastre del estadio de Heysel. El dramático discurso de un Hannah espléndido redondeó una comedia que, por otra parte, confirmó lo que ya sabíamos: los actores británicos son the fucking masters. Y si no, dadle al play.
MADISON AVENUE/ REVOLUTIONARY ROAD

Un grupo de publicistas de la prestigiosa agencia Sterling Cooper, liderados por el creativo Don Draper (Jon Hamm), se las tienen que ver de todos los colores para conseguir un buen cliente. No importa qué artículo venda; gracias a ellos, aunque sea un trasto totalmente inútil, nos parecerá algo imprescindible. Claro que antes de conseguir el contrato, lo más probable es que hayan emborrachado al cliente y le han conseguido una chica (o unas). Por supuesto, todo eso va incluido en los gastos de representación.
Estamos hablando de hombres que se creen Masters del Universo, y por eso se creen con derecho a todo, pero... ¿son felices? Algo huele a podrido en Sterling Cooper, ya que sus componentes necesitan estar bebiendo y fumando todo el día (alucinante la escena en que una de las protagonistas fuma mientras friega los platos con los guantes puestos -alucina, vecina-), y es muy revelador esas secretarias que se esconden en el lavabo a llorar, sin que sepamos porqué. Todos tienen que luchas contra un montón de prejuicios sociales: una mujer divorciada es como una apestada, la homosexualidad no asumida, ese luchar por un lugar en la cumbre que al final resulta ser un lugar vacío...
Quien tiene un mayor sentimiento de frustración es Don; parece tener todo lo que se puede soñar: un buen trabajo, una bonita casa, una esposa igualita a Grace Kelly y dos niños preciosos. Pero algo le destroza por dentro; no parece feliz en su matrimonio, y aunque no participa en las bacanales de sus compañeros, tiene varias aventuras amorosas, y no es extraño verle desaparecer sin motivo alguno. Hamm nació para llevar trajes y es el intérprete ideal para el personaje: atractivo y duro, pero con un punto de vulnerabilidad.
Su mujer, Betty (January Jones) tampoco es que esté dando saltos de alegría, precisamente. Aunque desconoce los deslices de su marido, de vez en cuando sufre crisis de pánico o ansiedad que la paralizan, y por eso tiene que ir al psicoanalista.
La ambientación de la serie ha sido uno de los factores decisivos de su éxito: decorados, vestuarios, música... por no hablar de los títulos de crédito, en claro homenaje a Saul Bass, pero precisamente eso puede que sea uno de sus inconvenientes, ya que en la segunda temporada parecieron caer en la tentación de todo ese envoltorio, dejando un poco de lado todo el desencanto de los personajes; pero aún así ha sabido aguantar bien, ya que los caractéres están lo suficientemente bien trazados como para aguantar: desde el jefe Roger Sterling (John Slattery), auténtico mentor espiritual de Don, pasando por el arribista Pete (Vincent Kartheiser) o la volupuosa Joan (Christina Hendricks).
Hace muy pocos días ha empezado la emisión en los Estados Unidos de la tercera temporada, que ha venido acompañada de varias nominaciones a los Emmys, lo que ha hecho que la quieran catalogar como la sucesora de Los Soprano. Por ahí sí que no paso, por mucho que me gusten los "hombres locos".
MANHATTAN MELODRAMA

Prólogo. A la Directrice ha vuelto a estropeársele la calculadora con ratón que tiene por ordenador. De verdad. Por favor que nadie se ría.
Dicholocualo, proclamo solemnemente que dedico este post a los 3.754 amigos/compañeros de trabajo/gentes diversas que, conscientes de mi priápica cinefilia, me han hecho la misma pregunta durante la última semana: “¿has visto ya la de “Enemigos públicos”? ¿Está bien o qué?” Mi respuesta, someramente, amigos y compañeros todos, viene a ser “o qué”. Acompañada de un simpático y dicharachero “dejad de darme la murga-mecagüenusainboltenpatinete”.
No hace tanto escribí un post laudatorio sobre Michael Mann, director de fuerte personalidad artística en lo formal y en diseño de personajes. A pesar del fostión que se dio con “Miami Vice”, esperaba con ansiedad su siguiente trabajo, y no sólo, por mucho que diga Alicia, por la aparición de mi adorada Marion Cotillard. Visto el trailer de “Enemigos públicos” en su momento, me quedó una certeza y una duda razonable: la certeza era que iba a presenciar un duelo de personajes cercano al nivel de “Heat” sobre la que se cruzarían algunas excelentes escenas de tiroteos y acción; la duda razonable era si funcionaría el filmar en formato digital una película situada en los años 30. Visto finalmente el largometraje, queda claro que el nivel de mi intuición es el mismo que el del personaje principal de “Pagafantas”. Lo mejor del film es el estilo impuesto con Mann, el acierto en la toma de riesgos al optar por una elección estética en contra de las convencionalidades habituales, que exigen clasicismo a la hora de acercarse a un filme de época. Lo peor, el guión, errático y asombrosamente incapaz a la hora de enhebrar los atractivos apriorísticos de la propuesta: la historia del enfrentamiento entre un carismático atracador de bancos y su cazador, la fuerza de arrastre de dos actores en boga como Johnny Depp y Christian Bale, o el encuadre en una época tan seductora para el cine como son los 30. Por desgracia, el guión de Mann & colaboradores entumece al espectador y lo aparta, poco a poco y sin remisión, de lo que observa en pantalla. Aunque el director americano siempre ha tenido tendencia a una cierta dispersión en sus longilíneos filmes (incluso en la por Mi Majestad mitificada “Heat”), en “Enemigos públicos” el problema no es la dispersión, sino la falta de grip de la película. Empieza el film con una fuga, muy bien filmada, de Dillinger, pero luego se pierde entre convencionalidades y líneas de diálogo mil veces escuchadas que me apartaron de tal manera de la película que estuve a punto, y esta vez no bromeo, de quedarme dormido. Y eso, en mi caso, con la Cotillard en pantalla, es síntoma de gangrena.
El director de “Ali” nunca se ha caracterizado por delinear personajes vívidos y alegres; bien al contrario, suelen ser caracteres con tendencia al interiorismo (de interiorizar), la introspección y el ceño fruncido. Sin embargo, eso no es óbice para que transmitan fuerza y empatía suficiente como para que nos interesen sus cuitas. Esto no ocurre en “Enemigos públicos”. El John Dillinger de Depp no alcanza en ningún momento el carisma ni el porte sobrado y galán que se le suponía a este Robin Hood del siglo XX; a fuerza de desgastar mi armadura antitomates, no exculpo del fracaso al mismo Depp, un actor que siempre me ha parecido pelín sobrevalorado, y que en cualquier caso se mueve mucho más cómodamente cuanto más freak es la piel que habita. Lo de Bale me parece algo más preocupante. Un intento de acento de Illinois no es suficiente para componer un personaje, pero no es sólo eso: se le ha quedado enganchado el poso ceñudo de Bruce Wayne, y no hay quien lo saque de ahí, Christian, tío, necesitas una comedia locaza a la voz de ya. Por otra parte, su Melvin Purvis no tiene mucho más que ofrecer que ser lo suficientemente implacable como para rozar alguna débil pared de moralidad y así acercar más al espectador a Dillinger. Conmigo el intento fracasó.
Hay, sin embargo, un punto de inflexión en el film, y es el ataque del FBI a la cabaña en la que se esconden Dillinger, Baby Face Nelson y su banda. Es una set piece impecable, emocionante y extremadamente bien fabricada, a partir de la cual Mann consigue mantener el pulso lo suficientemente fuerte como para encontrar el tono que no encontró durante la anterior hora y media, más árido, más vivo, más epidérmico, de ello se beneficia la Cotillard, que puede permitirse ofrecer dignidad a un personaje que, hasta ese tramo del largometraje, no era más que la típica novia de gangster deslumbrada. Hasta se perdonan excesos como la inverosímil escena (lo único que la justificaría es que fuese real, pero yo no he encontrado nada en la red al respecto) en la que Dillinger se pasea impunemente por la unidad del FBI que lleva su nombre, disfrazado con... un bigote y un sombrero. Les pregunta el resultado del partido que están viendo a unos agentes que, a pesar de llevar meses trabajando en su detención, no le reconocen. Pues vale.
La escena final es anticlimática para algunos, pero contiene un inesperado y hermoso paralelismo entre la película que vio Dillinger justo antes de su detención (“Manhattan melodrama”, oportunamente titulada en español “El enemigo público número uno”) y su propia vida, ano sólo por el personaje principal de Clark Gable, sino, sobre todo, por el aprovechamiento de un cierto parecido entre Myrna Loy y la propia Marion Cotillard. La cual, por cierto, se guarda para el epílogo un pequeño arranque de dignidad que,seguramente, se habría ahorrado si la película no hubiese omitido un personaje real: el de Polly Hamilton, prostituta de medio pelo que fue la verdadera última novia de Dillinger. Hombres, que diría la Directrice.
¡VIVA V.E.R.D.I.!
MIS NOVIAS Y YO

Cuando oí el título de La historia completa de mis fracasos sexuales, me hizo gracia y me sorprendió que se tratara de un documental. El título sonaba a fantasmada (el viejo truco de ir presumiendo que uno no se come un rosco), pero prometía ser divertido… y lo es.
Chris es bastante mono, con su melena despeinada y sus pantalones caídos, tiene toda la pinta de tener el síndrome de Peter Pan. Los hechos lo confirman: no tiene trabajo fijo, ni relaciones estables, su piso parece un basurero y siempre que tiene problemas (o sea, que está llena la cesta de la ropa sucia o algo por el estilo) acude a su madre. Pero algo le ha dejado más desconcertado de lo que esperaba: su última novia ha roto con él y eso le ha hecho plantearse porqué sus relaciones con las mujeres siempre han funcionado tan mal. Ni corto ni perezoso, se lía en un proyecto ambicioso: va a dirigir una película entrevistando a sus ex novias para conseguir saber el motivo.
En un principio la idea no funciona, ya que sus ex-novias no quieren participar, como es lógico, pero gracias a la ayuda de su madre algunas cambian de idea (aunque una lo haga totalmente tapada y con la voz distorsionada para que nadie le reconozca, en una entrevista de lo más surrealista).Gracias a ello descubre que (para decirlo de una manera suave) no se habría ganado la vida como gigoló, y eso le termina de hundir en la desesperación. Va a una psicoanalista, a quien le canta una delirante y reveladora canción que haría las delicias de Freud, masajistas, gimnastas y hasta incluso prueba con una ama del sado-maso (lo siento, Chris, pero ver cómo azotan tu trasero no forma parte de mis prioridades). Como una prueba más de su madurez, se toma una sobredosis de viagra mezclada con alcohol, por lo que acaba en la calle suplicando tener sexo con cualquiera… sin lograrlo, por supuesto, que la revolución sexual no se hizo para eso.
Waitt es el típico director kamikaze del estilo de Michael Moore, aunque a veces la película parezca mas bien Borat, pero el resultado es francamente divertido, aunque el final feliz hace que pierda parte de su carga crítica, que era su principal aliciente. De hecho, perfectamente podría rodarse una versión de ella, dirigida por Apatow o los hermanos Farrelly, aunque el final nos deje con la duda principal ¿solucionó Chris su “problemilla”?
¡FUERA, MANCHA MALDITA!
PERMANEZCAN ATENTOS A SUS PANTALLAS

POST DE URGENCIA 2: LA AVENTURA CONTINÚA

Y abrimos ahora nuestro apartado de noticias insólitas. A la Directrice se le ha vuelto a escuajaringar el ZX Spectrum a pedales, así que no va a poder publicar el esperadísimo post que le tocaba hoy. El anuncio de tan funesta noticia lo recibí por SMS (ya de por sí una “noticia insólita”, conociendo la fuerte rivalidad que hay entre la Directrice y su móvil), incluyendo un final de mensaje tal que así: “No creo que pueda publicar mañana. HAZ LO QUE QUIERAS”. Como todo el mundo puede imaginar, ese remate significa que tengo permiso para hacer cualquier cosa con el blog, EXCEPTO lo que yo quiera. Entregado, pues, a la ardua tarea de reflexionar durante casi dos minutos sobre el tema a desarrollar en un post a vuelapluma, sin preparación, sin investigación previa, sin análisis artístico concienzudo, sin recerca de background (uséase, como siempre), lo primero que me ha venido a la cabeza ha sido, por pura lógica, la última película que he ido a ver a una sala, que no ha sido otra que “Up”, la pelín sobrevalorada última obra de Pixar. Pero la verdad es que ya todo el mundo ha escrito sobre ella, y me ha sonado a asunto manido incluso a mí, que tengo la originalidad de una carta de ajuste. Pero hubo un filme que me vino a la cabeza varias veces durante la proyección, y de este sí que podría hablar; además, qué coño, se hace tarde y he quedado con Monica Bellucci para hacerle un masaje de ingles.
No creo que yo fuese el único al que la visión de una casa transportada de un lugar a otro le trajese a la memoria “El castillo ambulante”, la hasta ahora penúltima película de Hayao Miyazaki, el gurú de la animación japonesa, y de parte del extranjero. No sólo las casas, sino también su significado metafórico (es distinto, pero ambas lo tienen) y el protagonismo de un aciano, aunque en el largometraje japonés Sophie, la protagonista, deba su tercera edad a un hechizo. “El castillo ambulante” fue la película que siguió a la indudable obra maestra, y más reconocida, de Miyazaki, “El viaje de Chihiro”. Quizás no llega a su nivel de maestría, pero se le acerca bastante.
A estas alturas, a nadie podía ya sorprender un derroche de imaginación, colorismo, magia y riqueza visual tal como el que nos escupe, esplendorosa, “El castillo ambulante”. Verla en una sala de cine es como subirse a una montaña rusa situada en una paleta de colores. Aunque el inicio de la historia, más bien costumbrista y situado en una atmósfera aparentemente urbana e industrial, pueda engañar al espectador, enseguida se dan la mano la humanidad de un personaje como la responsable adolescente Sophia y la magia de caballero andante de la primera aparición de Howl. Encendida en celos, la temida Bruja del Páramo hechiza a Sophie, convirtiéndola en una anciana e impidiéndole hablar de ello a nadie. Así, Sophie se aventura en busca de alguien que la pueda ayudar, y acaba en el castillo ambulante del mago Howl, dibujado magníficamente, trasladando un dinamismo y una curiosa fragilidad (siempre parece a punto de romperse) que, al igual que el estado cochambroso de su interior, transmite el carácter misterioso, volátil, huidizo y algo perdido de su poderoso dueño. Uno de los fuertes de Miyazaki es su tino para el trazo de sus personajes, siempre huyendo de maniqueísmos (es norma habitual que, durante la narración, personajes que parecen villanos pasen a ser buenos, y viceversa), siempre enriqueciendo sus perfiles. Y no hablo sólo de los humanos: véase el carisma y la simpatía que desprenden Calcifer, el ígneo demonio que mueve el castillo, o el irresistible espantapájaros que les acompaña durante la aventura. El creador japonés tiene tendencia a mostrar expresiones físicas de los sentimientos de sus personajes, un concepto muy oriental, y “El castillo ambulante” no es una excepción: el rejuvenecimiento momentáneo de Sophie cuando se excita o cuando sueña, Howl derritiéndose después de llegar de una batalla, o la transformación de la Bruja del Páramo, son ejemplos perfectos de lo expuesto.
Hablábamos de la atmósfera industrial que rodea al film en su arranque. No es la única concesión terrenal de Miyazaki. Como subtexto permanente se encuentra una guerra (aunque el film no se sitúa espacio-temporalmente, la estética del mismo nos llevaría a los inicios del XX) en la que Miyazaki se cuida de señalar a buenos y malos, por mucho que Howl sea partícipe de ella, al contrario, nos dibuja a la guerra, con su destrucción, su oscuridad, su paleta de grises, como el verdadero villano de la película. La acumulación de ideas, de fantasías, es tal, que durante la segunda mitad del largometraje la narración se resiente de cierto atropellamiento, todo se acelera en demasía, dificultando la comprensión de lo que sucede en pantalla y conduciéndonos a un final algo acelerado y con una dosis de happy ending superior a lo que es habitual en Miyazaki, casi siempre más generoso con sus personajes que con sus entornos. Nada, en cualquier caso, que impida disfrutar como niños pequeños (nunca mejor dicho) de un nuevo festín de fantasía proveniente del fértil imaginario de Hayao Miyazaki. Frase que queda cojonuda para cerrar el artículo y salvar el día en el último minuto, a la espera de que le cambien la junta de la trócola al ordenador de la Directrice.
Monica, voy p-allá.
BARTLETT VS. DIOS
UN, DOS, TRES, REMAKEA OTRA VEZ

"Pelham 1, 2, 3", la película original del buen artesano Joseph Sargent, es una película de la cual lo mejor que se puede decir es que el tiempo no la ha estropeado. Cuenta con un excelente guión del señor Peter Stone, del que no hace mucho destacábamos aquí mismo su labor en la escritura de "Charada", y que en este film sobre el secuestro de un tren de metro neoyorquino se luce de manera similar en la construcción de diálogos (eso sí, considerablemente más rudos, estamos ya en los setenta: los "fucks" campan a sus anchas por esas boquitas) y en el adecuado goteo de la tensión. Acompañado por una banda sonora perfecta de David Shire, el ritmo del filme avanza con considerable precisión, sin efectismos ni demasiadas concesiones al espectador, más allá de algunos inevitables sarcasmos del gran Walter Matthau, que de todas maneras se concentran en el arranque del film, en el que su personaje, el policía de tráfico Zachary Garber, se encuentra guiando a un grupo de japoneses por el centro de control del metro de New York, momento en el que se produce el secuestro del tren Pelham 123 por parte de un grupo tipos disfrazados de la misma manera. Su líder está interpretado sólidamente por Robert Shaw, que perfila un personaje británicamente seco y decidido; entre sus secuaces están Hector Elizondo, el típico secuaz de gatillo fácil, y Martin Balsam, cuyo resfriado se convertirá en una clave más de la trama. Se llaman los unos a los otros mediante nombres de colores (mr. Brown, mr. Blue, mr. Green); supongo que no tengo que decir para quién resultó esta una idea excelente... "Pelham 1, 2, 3", sin ser ninguna obra maestra, es una excelente película de acción, a la que, en todo caso, se la puede acusar de no dar con un clímax suficientemente potente; lo cual, en todo caso, queda compensado con el elegante e inesperado, por lo abrupto, final del film, en el que un estornudo y la impagable expresión de Matthau coronan las lindezas del guión.
"Asalto al tren Pelham 1, 2, 3", el remake perpetrado por Tony Scott, no es un pésimo filme, en sí mismo. Es una película de acción soportable, que, sin el recuerdo de su antecesora, podría sobrevivir con cierta dignidad, si consideramos a la mayoría de sus colegas del género que nos vienen aporreando las neuronas infatigablemente durante el año. O por lo menos esta es la primera impresión que uno se lleva recién levantado de la butaca; luego, un par de reflexiones posteriores la empeoran drásticamente. En primer lugar, es la confirmación de que el hermanísimo está perdiendo pistonada a pasos agigantados: comparado con sus últimas creaciones (recordemos, intentando no arrancarnos los pezones con un cortauñas, bodrios como "Deja Vu" o "Domino"), hasta "Enemigo público" parece una obra maestra. "Asalto al tren Pelham 1, 2, 3"tiene, de entrada, algo bueno: su ritmo narrativo apenas decae durante casi todo el metraje, y sabe manejar las escenas con suspense con los mínimos efectismos que a Scott le permite su ADN. El gran problema de la película es, quizás, la razón de su existencia.
Y esa no es otra que su genuflexión ante los dos actores que la protagonizan. El cara a cara entre Denzel Washington y John Travolta es el gancho comercial del film: el director lo tiene claro, los productores lo tienen claro, y, por desgracia, los actores lo tienen clarísimo. Travolta compone (por decir algo) un villano de pa(co)tilla larga, risas bwa-ha-ha y carácter explosivo, en las antípodas de la inquietante calma de Robert Shaw; Washington intenta alejarse, sin conseguirlo, de su habitual deje de suficiencia, tratando de dibujar a un hombre común (su personaje no es policía, sino un simple agente de tráfico ferroviario) que trata de no verse superado por las circunstancias. Ignoro, uniéndome al desconcierto de mi amigo Josep, la razón por la cual tito Denzel decidió engordar unos kilos para interpretar este papel: por mucho que se atocinara a golpe de dieta de Phoskitos, el personaje sigue siendo leve cual bolsa de plástico de "American beauty". Lo único que eleva el nivel de la función son las apariciones del inmenso James Gandolfini como alcalde de la ciudad, que roba dormido las cuatro escenas en las que aparece. Salvemos también a John Turturro, al que por fin le dan un personaje contenido y con sentido común: diría que desde su Jesús Quintana de "El gran Lebowski" no le dan un papel tan serio.
A pesar de que el parco guión de Brian Helgeland le da una vuelta de tuerca al plan del villano (hay que distanciarse del original, que se note que hemos hecho algo), esta se antoja absolutamente innecesaria y gratuita, un esfuerzo inútil que contrasta con la vaguería demostrada en ese final previsible y absolutamente a merced del deus ex machina; su contraste con el ingenioso y elíptico remate del film original resume a la perfección las diferencias, no sólo entre ambos filmes, sino, seguramente, entre el Hollywood de aquella época y el de esta. Modo Abuelo Cebolleta OFF.