TRILOGÍA DEL GANGSTER (Y III, CLARO): EGO NON TE ABSOLVOSe me puede acusar de muchas cosas (y de hecho, se me acusa: no gano para abogados. Malditas pruebas de ADN), pero no de incoherencia. El tercer capítulo de la trilogía que me he sacado de la manga-mangotero tenía que ser “
El padrino III”, una película que nació coja, terminó tuerta y arrastró la inabarcable carga de los
dos primeros
episodios de la saga, que fácilmente podrían formar parte, ambos, del top ten histórico del Séptimo Arte. Nació coja porque su única razón de ser era la situación económica limítrofe de
American Zoetrope, que obligó a
Francis Ford Coppola, que pensaba que la historia padrinística no necesitaba más desarrollo, a aceptar el encargo de la Paramount. Terminó tuerta porque, entre rechazos, muertes repentinas y decisiones de casting de dudoso gusto, la saga de los Corleone no se pudo cerrar tal como Coppola hubiese querido. La crítica y el público, emperrados en el facilón ejercicio de la comparativa, se movieron entre el “sí, pero” y el “no” más rotundo. Vista hoy en día, “El padrino III” es un film que, analizado en solitario, podría pasar por uno de los más sólidos de su época; mirado en el espejo de sus antecesoras, conserva parte de su fuerza en determinados aspectos, y palidece en otros. Aunque puede que ni estos ni aquellos sean los que todo el mundo piensa. Ojo que va post kilométrico-nachovidal.
Michael Corleone es el gran personaje shakespereano del cine contemporáneo. Quizás, el gran personaje, a secas. Así como “
El padrino” y “
El padrino II” tratan de cómo las circunstancias y la podredumbre de la atmósfera envilecen a una buena persona, “El padrino III” es la historia de un intento de redención que fracasa angustiosamente. Este es el camino que Coppola decidió seguir, y es un acierto innegable. A través de los tejemanejes de un Don Corleone (
yasabeisquien) obsesionado con dejar un testamento lo más limpio posible, que incluyen las negociaciones de altos vuelos y bajos fondos con el
Vaticano, tito Francis (junto a
Mario Puzo, claro) nos dibuja a un Michael cansado, atormentado por el peso de unas alforjas que no se puede sacar de encima: el asesinato de su hermano Fredo, el temor por el destino de sus hijos, los lazos que le unen a la mafia... Coppola, envuelto en un humanismo pesimista y cabizbajo, estampa a Corleone, una y otra vez, contra los límites que este se autoimpuso, sin saberlo, aquella vez que se quedó junto a su padre en un hospital. Ha pasado mucho tiempo, los códigos de honor se han difuminado, el respeto se baja del pedestal, los tiburones más hambrientos ya no nadan en el hampa, sino en los negocios, y Michael se convierte en un
disco de
oldies. Escoge a su sobrino Vince (
Andy Garcia), con el carácter explosivo de su padre Sonny, como caparazón y como sucesor, papel este último que desde un principio todos nos damos cuenta de que le queda muy grande – con lo cual, la elección de Garcia se antoja perfecta -. Esta tercera parte nos confirma que la única posible sucesora era su viboresca hermana Connie, un mal bicho vengativo y ponzoñoso excelentemente interpretado por
Talia Shire.
Formalmente, “El padrino III” es una paradoja. Es inevitable pensar en que una continuidad formal respecto de las dos primeras películas era inevitable; sin embargo, a uno le queda la sensación de dejá vu al ver ciertas cosas que se acercan peligrosamente a la definición de formulismo. La apertura, una vez más, en una ampulosa fiesta en la que el Don aprovecha para despachar sus asuntos, deja sensaciones encontradas, en parte por estar ambientada en espacio cerrado, lo que le quita amplitud y sensación de grandiosidad al evento, y en parte por la aparición algo macarrónica (de macarra) de Vincent y de un personaje tan absurdo e innecesario como el de la periodista que interpreta Bridget Fonda, que desaparece de la trama tan inanemente como entró. La fotografía de Gordon Willis, el mismo de los otros largometrajes de la saga, ayuda a dar sensación de bloque, y se luce especialmente en el retrato de la pequeña villa italiana en la que transcurre la segunda parte del relato. Por lo demás, Coppola mantiene la narrativa admirablemente, con mano férrea, y la película no desluce en ningún momento. Con la misma mano férrea controla a Pacino, lo que permite a este redondear su legendario personaje sin salidas de tono y con un repertorio de miradas y, como diría nuestro otoñal Josep, “microgestos”, que tanto se echan en falta últimamente en la carrera de este actor.
Hay vacíos que son auténticos agujeros negros.
Robert Duvall no llegó a un acuerdo económico para retomar su magnífico chupatintas de lujo Tom Hagen, y el filme se resiente.
George Hamilton interpreta al nuevo abogado de Corleone, pero su peso se convierte en pluma, y además pluma inverosímil: estoy convencido de que en la mafia jamás habrían permitido trabajar a un tipo con ese lunarcito en la boca. Eso sí, las hondonadas de hostias se las llevó
Sofia Coppola, que sustituyó a ultimísima hora a una supuestamente enferma
Winona Ryder como hijísima Corleone, y a la que acusaron de destrozar la película con su actuación, de beneficiaria nepótica, y poco menos que de la invasión de Kuwait. Hasta tal punto la despellejaron, que decidió abandonar una carrera de actriz que, de todas maneras, no llegaba a ninguna parte (carrera que “retomó” en el “
Episodio I” de “Star Wars”: a ver si la culpa de esta también era suya...) (¿cómo que “dónde coño sale la Coppola en el Episodio I”?
Prueba A de la defensa). El caso es que, en mi humilde (pero docta e ilustrada) opinión, Coppola jr. le da el aire de niña inocente, candorosa e ingenua que requería el papel, tan fuera de tono con respecto a la atmósfera violenta que la envuelve, que no puedes evitar sentir lástima por ella. Aunque, por lo visto, y por la somanta de palos que le dieron, sí que se puede evitar...
Hablábamos de dejá vu en la escena de arranque. La
secuencia grandguiñolesca del final, un esplendoroso circo de cuatro pistas al son de “
Cavalleria rusticana”, remite al final de la primera película, pero su resolución es igualmente satisfactoria, con el añadido dramático de la pérdida de un ser querido por parte de Michael Corleone, en lo que significa su derrota definitiva: los pecados se pagan, dice Coppola, en católica consonancia con el centro argumental de su película. No hay más que contar, pues, excepto ese desgarrador, dolorosamente hermoso
epílogo que describe, en un plano panorámico, el pacífico infierno en el que el Padrino acaba sus días. Con la única compañía de una naranja (off course), de un insignificante chucho y de su culpa, Corleone se derrumba, lastimosamente, desde una sencilla silla de madera, antes de poder gritar, quizás, “mi reino por una redención”.