Spanish trilogy, episodio II: El otro landismo
Segundo capítulo de la trilogía patillero-marcbranchesiana dedicada al cine español. Hoy nos lanzamos de cabeza a los años ochenta: la transición, Tejero, los socialistas, Chema el panadero, Ruiz Mateos, las razas urbanas, Naranjito, la movida, Kitt-te necesito... Una época que todos, hoy en día, reconocemos como convulsa culturalmente, abierta como nunca a nuevas sensaciones, centrifugadora de todo tipo de corrientes, ideas y experiencias provenientes de esa Europa que nos daba cien mil vueltas en casi todo, y bla-bla-bla. Bah, como si no supieseis de sobra cómo fue aquello: muchos de vosotros pertenecéis a esa generación, y habéis soportado la vergüenza de que vuestra madre enseñe a vuestras parejas esas fotos antiguas en las que aparecéis vestidos de lentejuelas, o enzarzados en trajes de color pastel, o con esos larguísimos pelos-pincho. La estética ochentera-diossssssssssssssss. Cinematográficamente hablando, no sólo hubo Almodóvar, que es el primer nombre que nos viene a la cabeza al hablar de ese período. Un nuevo estilo de comedia balbuceaba gracias a Fernando Trueba o Fernando Colomo, y directores como Armendáriz, Imanol Uribe, José Luis Cuerda o Mario Camus daban sus primeros pasos, algunos de ellos apoyándose en la interminable cosecha de la literatura hispánica: “La colmena”, “1919, crónica del alba”, “El bosque animado”... Y, por supuesto, “Los santos inocentes”.
Doy por supuesto que hacéis gala de unos mínimos niveles de culturilla-piltrafillas, así que no debería de significar (y sin embargo, significo) que “Los santos inocentes” es una novela de Miguel Delibes, cosecha 1982, que fue llevada al cine apenas un par de años después por Mario Camus. La película ha pasado a formar parte de a) casi cualquier lista de “diez mejores películas de la historia del cine patrio”, y b) el imaginario común de cualquier españolito con dos ojos, una tele y media memoria, gracias al “Milana bonita” del maravilloso Paco Rabal. Además, consiguió un hito histórico al conseguir el premio de interpretación masculina ex-aequo para Rabal y Alfredo Landa. Nécdota: un buen día, años después, Mario Camus se encontró a Dirk Bogarde (que formó parte de aquel jurado), en un restaurante, y se le acercó para agradecerle que hablara excelencias, allí donde le dejaran, de su película; la contestación del gran Bogarde fue: “Milana, bonita”. “Los santos inocentes” es un film fatalista, reseco, árido como el paisaje extremeño que lo envuelve. La historia de la familia de campesinos que, en plenos años sesenta, viven al son de los señores de un cortijo, obedientes, humillados al por mayor, sin más aspiración que servir a los señoritingos, destila una negrura y un fatalismo desazonadores, pero que son fiel reflejo de la España de la época. Una España de aldea, de cacerola y desconchado, de perros sueltos, de terratenientes y boinas; una España en la que la educación es un lujo reservado para la burguesía. El relato no da tregua, no da opción al más mínimo optimismo, y las escasas sonrisas que al espectador le dé por esbozar estarán acompañadas de un rictus de pesadumbre. Delibes, a través de los ojos de Mario Camus, nos presenta a una familia, encabezada por Paco el Bajo y Régula, enferma de servidumbre, sometida a los penares de la vida (una hija casi vegetal, que sólo da señales de vida al emitir unos horrendos chillidos; el hermano de Régula, Azarías, retrasado mental, un niño en el cuerpo de un hombre) y entregados a la resignación, aunque de maneras diferentes. Paco (Alfredo Landa, excelso; Garci demostró que era un actor por encima de su personaje de comedieta pseudoverdosa gracias a sus “Cracks”) se permite ser mínimamente soñador, optimista, y su servilismo hacia el señorito Iván (Juan Diego) se basa en su creencia (errónea) de que este le respeta: lo único que el presuntuoso pijeras aprecia de él es su talento para recogerle las piezas que caza. La resignación de Régula (la ilustre Terele Pávez) es más callada: su manera de contestar a todas las órdenes (“a mandar, Don Pedro, para eso estamos”) de la misma manera nos indica una leve ebullición de rebeldía que, en cualquier caso, se queda enquistada en su alma. Las humillaciones continuas, el desprecio por las clases bajas, la gestualidad caudillista (ojo a la escena de la entrega de limosna de la marquesa a sus “súbditos” y a su saludo en el balcón. Sólo le falta inaugurar un pantano) y el patriarcalismo indisimulado campan a sus anchas por el cortijo. Y en contraste con todo eso, el pobre Azarías (Un Paco Rabal que borda un personaje con riesgo de histrionismo), ese niño grande que se caga allá donde pasa, tiene suficiente con su pájaro, es feliz con su milana, su pequeña águila, negra como el presagio; ella es lo único que Azarías necesita porque, quizás, es la única que le necesita a él.
Del final, yermo, árido, cortante, palmario y contundente, sólo puedo decir que fue aplaudido en todos y cada uno de los festivales a los que acudió, y en buena parte de las salas comerciales. El señorito Iván dice en un determinado pasaje del filme que “todos tenemos que aceptar una jerarquía, los de abajo y los de arriba. Es ley de vida”. Pero Azarías no sabe de leyes. Sólo sabe de pájaros, de palomos, de milanas. Milana, bonita.
Segundo capítulo de la trilogía patillero-marcbranchesiana dedicada al cine español. Hoy nos lanzamos de cabeza a los años ochenta: la transición, Tejero, los socialistas, Chema el panadero, Ruiz Mateos, las razas urbanas, Naranjito, la movida, Kitt-te necesito... Una época que todos, hoy en día, reconocemos como convulsa culturalmente, abierta como nunca a nuevas sensaciones, centrifugadora de todo tipo de corrientes, ideas y experiencias provenientes de esa Europa que nos daba cien mil vueltas en casi todo, y bla-bla-bla. Bah, como si no supieseis de sobra cómo fue aquello: muchos de vosotros pertenecéis a esa generación, y habéis soportado la vergüenza de que vuestra madre enseñe a vuestras parejas esas fotos antiguas en las que aparecéis vestidos de lentejuelas, o enzarzados en trajes de color pastel, o con esos larguísimos pelos-pincho. La estética ochentera-diossssssssssssssss. Cinematográficamente hablando, no sólo hubo Almodóvar, que es el primer nombre que nos viene a la cabeza al hablar de ese período. Un nuevo estilo de comedia balbuceaba gracias a Fernando Trueba o Fernando Colomo, y directores como Armendáriz, Imanol Uribe, José Luis Cuerda o Mario Camus daban sus primeros pasos, algunos de ellos apoyándose en la interminable cosecha de la literatura hispánica: “La colmena”, “1919, crónica del alba”, “El bosque animado”... Y, por supuesto, “Los santos inocentes”.
Doy por supuesto que hacéis gala de unos mínimos niveles de culturilla-piltrafillas, así que no debería de significar (y sin embargo, significo) que “Los santos inocentes” es una novela de Miguel Delibes, cosecha 1982, que fue llevada al cine apenas un par de años después por Mario Camus. La película ha pasado a formar parte de a) casi cualquier lista de “diez mejores películas de la historia del cine patrio”, y b) el imaginario común de cualquier españolito con dos ojos, una tele y media memoria, gracias al “Milana bonita” del maravilloso Paco Rabal. Además, consiguió un hito histórico al conseguir el premio de interpretación masculina ex-aequo para Rabal y Alfredo Landa. Nécdota: un buen día, años después, Mario Camus se encontró a Dirk Bogarde (que formó parte de aquel jurado), en un restaurante, y se le acercó para agradecerle que hablara excelencias, allí donde le dejaran, de su película; la contestación del gran Bogarde fue: “Milana, bonita”. “Los santos inocentes” es un film fatalista, reseco, árido como el paisaje extremeño que lo envuelve. La historia de la familia de campesinos que, en plenos años sesenta, viven al son de los señores de un cortijo, obedientes, humillados al por mayor, sin más aspiración que servir a los señoritingos, destila una negrura y un fatalismo desazonadores, pero que son fiel reflejo de la España de la época. Una España de aldea, de cacerola y desconchado, de perros sueltos, de terratenientes y boinas; una España en la que la educación es un lujo reservado para la burguesía. El relato no da tregua, no da opción al más mínimo optimismo, y las escasas sonrisas que al espectador le dé por esbozar estarán acompañadas de un rictus de pesadumbre. Delibes, a través de los ojos de Mario Camus, nos presenta a una familia, encabezada por Paco el Bajo y Régula, enferma de servidumbre, sometida a los penares de la vida (una hija casi vegetal, que sólo da señales de vida al emitir unos horrendos chillidos; el hermano de Régula, Azarías, retrasado mental, un niño en el cuerpo de un hombre) y entregados a la resignación, aunque de maneras diferentes. Paco (Alfredo Landa, excelso; Garci demostró que era un actor por encima de su personaje de comedieta pseudoverdosa gracias a sus “Cracks”) se permite ser mínimamente soñador, optimista, y su servilismo hacia el señorito Iván (Juan Diego) se basa en su creencia (errónea) de que este le respeta: lo único que el presuntuoso pijeras aprecia de él es su talento para recogerle las piezas que caza. La resignación de Régula (la ilustre Terele Pávez) es más callada: su manera de contestar a todas las órdenes (“a mandar, Don Pedro, para eso estamos”) de la misma manera nos indica una leve ebullición de rebeldía que, en cualquier caso, se queda enquistada en su alma. Las humillaciones continuas, el desprecio por las clases bajas, la gestualidad caudillista (ojo a la escena de la entrega de limosna de la marquesa a sus “súbditos” y a su saludo en el balcón. Sólo le falta inaugurar un pantano) y el patriarcalismo indisimulado campan a sus anchas por el cortijo. Y en contraste con todo eso, el pobre Azarías (Un Paco Rabal que borda un personaje con riesgo de histrionismo), ese niño grande que se caga allá donde pasa, tiene suficiente con su pájaro, es feliz con su milana, su pequeña águila, negra como el presagio; ella es lo único que Azarías necesita porque, quizás, es la única que le necesita a él.
Del final, yermo, árido, cortante, palmario y contundente, sólo puedo decir que fue aplaudido en todos y cada uno de los festivales a los que acudió, y en buena parte de las salas comerciales. El señorito Iván dice en un determinado pasaje del filme que “todos tenemos que aceptar una jerarquía, los de abajo y los de arriba. Es ley de vida”. Pero Azarías no sabe de leyes. Sólo sabe de pájaros, de palomos, de milanas. Milana, bonita.
7 comentarios:
Tomo estos brillantes posteos como un aprendizaje necescario para introducirse en el cine español y su historia. Saludos!
Fantástica reseña, compa Marcbranches, fantástica... y la cuestión es que la peli bien la merece, porque también es extraordinaria, una de las mejores, sin duda alguna y más allá de cualquier tópico, de la historia del cine español. La he visto bastantes veces, y siempre me impresiona en todos los aspectos. Ah, y un pequeño apunte: habrá quien pueda pensar que se trata de una exageración dramática (es un comentario que le he oído a más de uno...), y está en su derecho de hacerlo, pero, en mi caso, creo que, más bien al contrario, la peli -y su novela de referencia- se quedan "cortas" a la hora de retratar ese mundo. Tremendo...
Un abrazo (desde la tregua -de calor...-).
Gracias, budokan, aunque no pretendo dar clases de cine español (eso sí, si alguien me paga bien...), sino hacer ver que se puede hacer un ercorrido brillante alrededor del cine español sin recurrir a los nombres de siempre. Es una trilogía, pero podría ser una dodecalogía (¿se dice así?). Todo lo que sea descubrirle una buena película a alguien se da por bien empleado en La Linterna. Saludos.
M-Márquez, de hecho la película recorta crueldad y escabrosidad respecto a la novela, según palabras de Camus, con el objetivo de centrarse más en la historia propiamente dicha. Estas actitudes terratenientistas aún se pueden observar en algunas reducidas áreas rurales españolas (no tan cruentas, claro), así que me lo puedo creer todo en aquella época... Saludos, joven padawan.
Impresionante película, Los Santos Inocentes. Es curioso, es una película que me hace pasarlo mal mientras la veo, me pone de mala leche y me hierve la sangre viendo la manera en que los señoritos tratan a los campesinos que les sirven, como si fueran sus esclavos o peor, y como los campesinos lo aceptan como si fuera el orden natural de las cosas... y me da escalofríos pensar que no hace tantos años de eso. Sin embargo, y a pesar del cabreo que me entra, la película me engancha y, una vez que me pongo a verla, ya no soy capaz de dejarla. Desde luego, una de sus grandes bazas es su impresionante reparto. Están todos tan bien, que casi se le olvida a una que solo son actores interpretando.
Buen post, Marc, te has lucido, y ya no solo por la reseña que has escrito, que te ha quedado muy apañá, sino por la cantidad de enlaces que has puesto. Te lo has currado, si señor (y que fijación que tienes con David Hasselhoff, hay que ver... lo cual, por cierto, me recuerda que todavía tienes pendiente de terminar la trilogía de El Padrino. A ver si nos ponemos las pilas)
PD: me ha encantado la anecdota de Dirk Bogarde.
Chao!
Hola, Laura. A mucha gente le hervía la sangre al ver la película, de ahí la generalizada reacción del público que detallo en el último párrafo del post. Hay alguna escena que realmente pone los pelos de punta por su sutilísima crueldad; estoy pensando en ese momento en el que Iván, delante del embajador de Nosedonde, les hace escribir a los campesinos su nombre, para que el embajador vea los "progresos" educacionales del país, y cómo estos lo hacen con enorme dificultad pero con gran orgullo. Ese es el quid de la película: los campesinos son humillados y explotados, pero ellos ni siquiera se dan cuenta: para ellos, el orden de las cosas es ese. La anédota de Dirk Bogarde es cortesía del programa "Versión española", en el que la comentó el propio Camus; fíjate hasta qué punto la frase hizo fortuna...
Un día de estos, impaciente, un día de estos voy con la segunda de "El Padrino"... Cómo son las fans, no le dejan a uno tranquilo. ¿Fijación con Hasselhoff, yo? Ncht, qué va... casualidad...
Tremenda película!!! Una muestra más de las tablas que tienen estos actores y como nos meten desde un primer instante en la historia.
Película dura, como dura es la novela original. Las condiciones de vida de unos aparceros y empleados en latifundios de España durante los años sesenta: su sumisión, su cuajo para tragar con todo, su "resignación cristiana" ... hasta que un hecho casi anecdótico desencadena la tragedia, en la que la bilis acumulada durante años (¿y generaciones?) rompe el muro de contención de la moral y/o el respeto y como una riada se lleva todo por delante.
Técnicamente la película es sobria, centrándose en el curso de la acción de la novela/pelíicula y en las interpretaciones, algunas de ellas realmente soberbias, de un elenco de secundarios y no secundarios que se han comido polvo de caminos y representaciones de teatro para interpretar con verosimilitud los distintos papeles; Alfredo Landa como Paco "El Bajo", Paco Rabal como "Azarías", Terele Pavez como "Régula" y Juan Diego como "El Señorito Ivan".
Podría recordar la película de cabo a rabo, pero solo voy a citar algunos momentos, tales como cuando Paco "El Bajo" hace de perro de caza o como ante el embajador van escribiendo todos sus nombres, con más o menos dificultad, henchidos de orgullo, mientras el señorito presume de los avances que se hacen con aquella pobre gente.
Una lástima que los yanquis no entendieran esta gran historia, si no, hubiera arrasado en premios por aquellos lares.
Considero que ésta película debería ser de visión obligada en los colegios para que los jovenes descubran una forma de vida que hubo en su país que no está tan lejana en el tiempo. Es más, aunque ésta película está basada en los sesenta (finales, creo recordar), en el 75, cuando yo tenía 5 añitos fuí con mi padre a un cortijo (mi padre vendía coches e iba a hacer la venta con el dueño)y vi una escena que se me quedó grabada para siempre, como si la viviera hoy mismo; el dueño iba a caballo y al acercarse hasta nuestra posición, en la entrada de la casa, rápidamente salió un hombre de mediana edad que se puso practicamente a cuatro patas para que aquel hij*****se apoyara en él para descender de la montura, en un suelo perdido de barro por las recientes lluvias. Jamás se me olvidará la cara que puso mi padre ante esa escena. De hecho (ante la rabia y frustración que sintió) le dijo quince o veinte mil pesetas más caro el precio del coche para no vendérselo, cosa que consiguió.
Hola, diegoetcétera. Muy significativa la anécdota infantil que nos cuentas: exactamente de eso habla "Los santos inocentes". Esbozamos un rictus de superioridad cuando leemos relatos o vemos películas que hablan del esclavismo americano. Si caer en la cuenta de que aquí ha estado presente hasta hace no tanto tiempo. Veo que coincidimos en la escena del embajador. Y, respecto al reparto, una puntualización que no he podido incluir en el post, so pena de que se necesitaran dos monitores para leerlo de puro largo: todos están extraordinarios, con las excepciones de los hijos de los campesinos, que no dan la talla en absoluto; imagino que no eran profesionales, porque según Imdb esta es su única película. Afecta poco a la calidad del film, pero era necesario apuntarlo. Saludos.
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