
“Terminator”, el film original, había resultado un sorprendente éxito de taquilla, e incluso de crítica, con un argumento oscuro y opresivo que se desarrollaba apenas durante una noche. James Cameron, ese visionario, decidió que para la obligada segunda parte iba a desarrollar un proceso similar al de “Aliens: el regreso”: coger la idea inicial y evolucionarla casi exponencialmente (con los aliens, aspectos como la reproducción ovípara), creando una especie de universo nuevo que la haga reconocible para el futuro. Con la diferencia de que esta vez partía de una idea propia. Y no lo pudo hacer mejor, ya desde la premisa de partida, que quizás es el gran acierto sobre el que se sustenta el resto del filme: la evolución de Sarah Connor. Once años después de los sucesos ocurridos en el primer film, “T2” nos presenta una Sarah Connor muy distinta a la pacata, asustadiza y casi inservible de la historia original. Consciente de su importancia en la vida de su hijo John, Sarah se ha convertido, básicamente, en una JODIDA WAR MACHINE con más paquete que Rocco Siffredi y más masa muscular (cortesía del gimnasio de Linda Hamilton) que el Último Guerrero (sí, yo me quedé en el Pressing Catch de los noventa). Es una tipa dura cual piedra pómez, lo cual no la ha librado de ser encerrada en un manicomio por ir diciendo por ahí unas cosas muy raras sobre el fin del mundo. Anda que si encerraran a todos los curas que hablan del Apocalipsis... (modo Ateísmo “probablemente no exista” OFF). El otro punto de desarrollo es el propio John Connor (Edward Furlong), un chaval preadolescente bastante rebelde e insufrible que se pasa por el forro a sus padres adoptivos, y que jamás pudo imaginar que las chorradas que le contaba su madre sobre robots del futuro las experimentaría en sus propias carnes.
Hay un tercer cambio importante, y es el status de Arnold Schwarzennegger. En 1991 el tipo ya es un revientataquillas oficial, y no procede que sea el maloso de la película, así que en “T2” el bueno de Arnie y su parálisis facial son un cacharro enviado desde el futuro por el propio John Connor para proteger a su yo juvenil, que vuelve a estar amenazado por... a eso vamos luego. Esta “imposición” industrial la aprovecha Cameron para rebozarse en el acongojo de Sarah Connor ante su reencuentro con el T-800, desconocedora aún de su verdadero rol, en una escena estupenda incrustada en la huida de la loquería, que precede a otra extraordinaria escena de persecución en moto, que sigue a... El ritmo de “T2” es brutal, impenitente, martillopiloneante, con un sentido del ritmo del que bien podrían aprender, aunque fuera al estilo Ludovico, tipos como Michael Bay. El largometraje pasa como un soplo, bien alimentado por el articulado discurso sobre el destino, el efecto del ser humano sobre él, la relación de este con su propio progreso, etc., que a Cameron también le gusta colar mensajitos. Quizás lo más chusco sea el moralismo que se nos trata de colar a través de la relación entre John y el Arnie-800: el chistecito de que “no puedo matar a nadie, pero puedo dejarles sin rodillas, vivirán, ja-ja” queda algo cafre; sin embargo, esta relación también lleva a una de las reflexiones más sórdidas del film, la que hace la propia Sarah en uno de los pocos descansillos de la cinta (el parón en el desierto), cuando concluye que el Terminator es el mejor padre que jamás podría tener su hijo, puesto que nunca le fallaría, y nunca se rendiría. Glups.
La amenaza. Un día Cameron preguntó: ¿qué podemos hacer con este peacho ordenador que me he comprado? Y cambió las reglas de los efectos especiales en el cine. El CGI cobró vida, y de qué manera, en el aterrador T-1000, el Terminator líquido enviado para acabar de una vez con todas con el plasta de Connor. Todos nos quedamos atenazados en las butacas al presenciar secuencias como las de la entrada en el helicóptero, la congelación/descongelación o la transformación en suelo embaldosado del bichardo. En este sentido, “T2” fue el referente de todo efecto especial viviente hasta la llegada de Neo. Pero parte del mérito hay que atribuírselo a Robert Patrick, el encargado de darle vida al T-1000. Patrick supera por la derecha a su austriaco antecesor, dotando a su “personaje” de una torva inexpresividad y de una fisicidad que se hacen referentes necesarios para todo actor que pretenda encarnar a un terminator o robot similar. La sensación de invencibilidad que expele convence al espectador de que cada escena puede ser la última, que de esta no salen. Así, la esperanza y la inescrutabilidad del destino se entrelazan gozosos a lo largo y ancho de la película, abriendo las puertas de un incierto futuro con una escena davidlynchiana. Lo cual, de alguna manera, resulta perfectamente coherente. Volveré.