Qué curiosos los resortes de la mente. A veces, una película te deja impresionado, digamos que incluso extasiado, durante su visionado; sin embargo, sin darte cuenta tu memoria la va arrinconando en el limbo de lo olvidable hasta el punto de que, pasado un tiempo, apenas recuerdas nada de ella, excepto un par de sensaciones, o alguna escena impactante. Hay otras que, en cambio, han ahorrado fuegos de artificio y carruseles emocionales en nuestro interior, pero que, pasados los días, regurgitan en nuestro recuerdo y nos empujan al deseo de verla de nuevo, de alimentarnos de más detalles que nos puedan haber pasado desapercibidos. Crecen en nuestro interior. A Mi Majestad, que a veces resulta intelectual y emocionalmente de efectos retardados, le ha ocurrido algo similar con “Déjame entrar”, la pequeña maravilla sueca de Tomas Alfredson.
Como todas las modas son cíclicas, han vuelto los vampiros. Y además, en formato multimedia. La saga literaria y cinematográfico-choni de “Crepúsculo”, la serie “True Blood” y próximos estrenos como el “Thirst” del chalado de Park Chan-Wook están situando la tradición chupasangres en un primer plano. En este vampirismo siglo XXI se tiende a reforzar el inherente lado romántico del subgénero, algo que, por otra parte, ya optimizó magistralmente Coppola en su “Drácula de Bram Stoker”, a la que aún considero una de las grandes películas románticas de, por lo menos, el último cuarto de siglo. A estas alturas, se hace difícil trazar nuevos caminos al género vampírico, tan trillado y encerrado en sus márgenes, así que parece que se opta por acercar al vampiro a la chusma, integrarle en la sociedad y ver qué pasa. “Déjame entrar”, basada en una novela del mismo título escrita por John Ajvide Lindqvist, opta por su propio sendero, el de un extraño y lacónico amor preadolescente en plenos años ochenta suecos (para situarnos cronológicamente, entre Abba y Roxette). Se me ocurre, por cierto, que ser un preadolescente en plenos ochenta suecos debía de ser un soberano tostón.
Oscar (Kare Hedebrant) es un crío doceañero tímido y algo lento de reflejos al que los matones del colegio apalean un día sí y otro también mientras le comen la merienda; se le llevarían la novia si tuviese la más mínima oportunidad de tenerla. A su bloque se traslada una niña, Eli (Lina Leandersson) de rasgos agitanados, alicaída, nocturna y con una dieta bastante estricta: yugulares humanas. Vive con un hombre que le sirve de cazador, matando gente y llenando galones de sangre para la cena de la cría. Oscar, desconocedor de los hobbies de Eli, entabla relación con ella, formando una extrañísima pareja de monstruos. Más allá de un guión con algunas inconsistencias, “Déjame entrar” se vale de la particular mirada de Alfredson para enseñar una de las películas más turbadoramente bellas de los últimos años. Su ritmo es endemoniadamente sueco, en especial durante una primera hora que pone a prueba la capacidad de observación del espectador; calmado, pleno de silencios y de postales de un suburbio nórdico aderezado con las más hermosas nevadas que se han visto en el cine, unos años ochenta excelentemente recreados y una riqueza cromática apabullante pero, a la vez, discreta. Domina una atmósfera de lirismo taciturno alrededor de los dos niños protagonistas, de los que se agradece intensamente (y el mérito repártase a pachas entre el material original y las interpretaciones) que no sean los típicos críos verborreicos y adultoides que imperan en la ficción americana; hablan poco, sueltan verdades sin ningún miedo, se relacionan con la torpeza, la fragilidad y la sinceridad de los niños. Son, aunque parezca una estúpida obviedad, infantiles. Pero el ritmo otoñal del largometraje se ve salpicado por set-pieces de extraordinaria sequedad, fiereza y contundencia, que por algo es un film de vampiros. Lástima de presupuesto limitado que hace que el ataque masivo de unos gatos a uno de los personajes resulte tan cutre que los mininos parecen sacados del basurero de Barrio Sésamo.
Las tradiciones son las tradiciones. Vampíricamente hablando, una de las menos trilladas es que no pueden entrar en un hogar humano sin ser explícitamente invitados (de ahí el título de la película, con su correspondiente interpretación metafórica); esto da pie a una de las secuencias más hermosas y contundentes del filme, que explicita a la perfección cuáles son los sentimientos de Eli y Oscar. Aunque la escena que, sin duda, pasará a la historia, es el desenlace final en la piscina. La maestría de Alfredson al encajar dos conceptos tan aparentemente antagónicos como la explicitud del gore y la insinuadora elegancia del fuera de campo, subrayando así la tragedia romántica que envuelve la historia. “Déjame entrar” es una película para degustar y asimilar con calma, para dejar en reposo, quizás, y luego volverla a retomar en la memoria; una mirada diferente al subgénero sin ínfulas de reinvención: el anti-Crepúsculo europeo.
P.D.: el director Matt Reeves tiene intención de realizar un remake yanqui de “Déjame entrar”. Matt Reeves, por si a alguien no le suena, es el responsable directo de ese bochorno abyecto truñomoderno llamado “Cloverfield”. Se abre la campaña de recogida de lápices para aplicarle el truco de desaparición del Joker a todos los músculos de su cuerpo. A TODOS.
4 comentarios:
¡Es tan trágicamente bella!
Yo quedé trastornada al verla, y de vez en cuando me vienen flashes de las escenas mas impactantes y ganas de volver a verla, sí.
Lo mejor que podría hacer el señor Cloverfield, ya que no creo que llegue a la maestría sueca, es leerse el libro y hacer su propia adaptación!!
Cierto, marguis. Yo preferiría que se dejase de historias y dejara el remake tranquilo; pero, ya que lo hace, podría añadir algunos aspectos del libro que en la película quedan sólo insinuados, como, sin ir más lejos, el sexo y la edad de Eli...
Yo caí hipnotizado en sus ojos verdes contrastados béllamente con su pelo azabache -me estoy refiriendo a Eli, of course- para dejarme transportar en esta historia en la que los actos y los silencios dicen mucho más que cualquier otra cosa -aunque hay diálogos como el de Oskar y Eli en la cama que se las trae-.
Trágicamente bella. Ésta historia, sin ser redonda es una de las mejores películas que me he echado en cara. La mezcla de inocencia y estado salvaje de Eli en escenas como bajo el puente y atacando desde el arbol son impactantes, así como sus cortas charlas en ese columpio o similar, nevado frente a sus casas.
Como decía mi querida abuela hay amores...y "hay amores". Y el de Eli y Oskar está fuera de toda duda, tiempo y lugar.
"Trágicamente bella" la define a la perfección, Diegoetc. Eli, a veces, me recordaba, por alguna razón inconexa, al "pequeño salvaje" de Truffaut... Me alegro de verte por aquí, un abrazo.
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