LA NOCHE HINDÚ
AMOR A QUEMARROPA

Con lo que voy a decir, soy consciente de que me jugaría mi prestigio cinéfilo si, después de casi tres años de blog, me quedara alguno. Tengo un problemilla con Terrence Malick. Sólo he visto dos de sus películas: “Malas tierras” y “La delgada línea roja”. Y la segunda la vi, para no entrar en detalles, en unas condiciones sentimentales deplorables, con lo cual no es difícil entender que el film me pareciese plúmbeo y pretencioso a pesar de la belleza de algunas de sus imágenes. “Malas tierras” la he visto dos veces, una de ellas hace nada con motivo de este post, y no puedo decir que sea una película que me haya atrapado y que volvería a ver sin dudarlo. ¿Razones? Seguramente mi pedestrismo y mi neandertal carencia de sensibilidad artística. Pero bueno, ya que estamos, me tiro al río.
“Malas tierras” (1973) es un largometraje que toma como base un incidente real ocurrido en 1957. Un joven con pinta y actitud jamesdeanesca, Kit (Martin Sheen), abandona un trabajo de mierda – nunca mejor dicho: es basurero – para huir por los desiertos de Dakota del Sur con Holly (Sissy Spacek), su chica, después de haber matado al padre de ella, dejando en su camino un reguero de sangre y de nihilismo adolescente. La historia está narrada por Holly (recurso que se convertirá en habitual en Malick) con distanciadora entomología, dejando claro que estamos ante una narradora adulta que observa el episodio como un capítulo lejano de su vida. Resulta paradójica la verborrea relatora de esa Holly adulta, puesto que su personaje en pantalla no tiene prácticamente nada que decir, carestía que comparte con su noviete de gatillo fácil. Son dos jóvenes perdidos en la nadería del aldeanismo anónimo americano, que es el peor anonimato que puede sufrir uno. No tienen discurso, ni objetivos, ni ideología, ni camino; tan sólo la huida hacia adelante y el disfrute del absurdo amor quinceañero. Por no tener, no tienen ni la incertidumbre del futuro: ambos, a su manera, son conscientes de dónde se encuentra el final de la historia que comparten, dejándose llevar, pues, por la dictadura de su pistola y la hermosura del paisaje.
Tención-nécdota: uno de los plagios no denunciados (por lo menos, que yo sepa) de la historia es el del tema principal de “Malas tierras”, llamado “Gassenhauer” y perteneciente a una recopilación de Carl Orff y Gunild Keetman (más info, aquí); mucha gente se quedó atónita al escuchar este tema, supuestamente de Hans Zimmer, durante la proyección de esa “Malas tierras” con acento tarantiniano llamada “Amor a quemarropa”. ¿A que se parecen un poco? Pues no parece que a Malick le molestara mucho, porque el compositor de su vuelta al trabajo después de veinte años desde “Días del cielo” fue... Hans Zimmer.
YIPI KA YEI ROCK
Hace mucho, mucho tiempo, cuando Bruce Willis todavía tenía pelo, le descubrimos en una maravillosa serie de televisión llamada Luz de luna, en la que formó con Cybill Sheperd una de las parejas con mas física y química de la historia de la televisión. Todavía teníamos que descubrir su faceta de action man, pero aquí brillaba como comediante, y no sólo eso, sino que a la menor oportunidad se ponía a cantar o bailar con tal entusiasmo piezas de soul, que no es de extrañar que acabara siendo el único blanco que ha fichado por la Motown. En uno de los episodios más famosos y atípicos de la serie, Shakespeare atómico, los protagonistas interpretaban una particular versión de La fierecilla domada. Bruce está delicioso y se nota que se lo pasa en grande cantando Good lovin’, un éxito de The rascals, y lo hace con todo el poderío y encanto de una estrella de rock. Siempre ha sido un cachondo mental.
POST DE URGENCIA

Cada vez se hace más difícil salir de una multisala razonablemente satisfecho con lo que uno ha visto. No insistiré en la reflexión antijolibudiense que desparramo cada poco (la última vez en mi chorreo contra la f***ing “Lobezno”), pero que “La sombra del poder”, un tipo de película que en décadas anteriores salía sola, hoy en día sea una rara avis, es un dato inquietante. El film de Kevin McDonald huele a largometraje caro y ambicioso (supera claramente las dos horas de metraje), y ha reclutado a dos estrellas indiscutibles de la industria con el objetivo evidente de conseguir una buena taquilla. Sin embargo, está pergeñada con inteligencia, talento cinematográfico y respeto por el espectador, tres características que rara vez coinciden en un producto como este. Como imagino que conocen, “La sombra del poder” está basada en la exitosa miniserie británica “State of play”, lo que corrobora nuevamente que la qualité, hoy en día, se encuentra en la televisión anglosajona. Más en concreto, en la BBC y en la HBO.
El film de McDonald nos cuenta la historia de un periodista, Cal McAffrey (Russell Crowe, pasadísimo, este de verdad, de Phoskitos y Tigretones) más bien andrajoso y desarrapado, que descubre una posible conexión entre dos hechos aparentemente dispares: el asesinato de unos don nadie y el suicidio de una colaboradora de un importante político (Ben Affleck) que salta a primera plana de los medios debido a la adúltera relación sentimental que mantenían. Este congresista, mireustedpordónde, es amigo de Cal, y este iniciará una investigación -junto a una novata interpretada por Rachel McAdams- que, mientras abre capas de la tupida telaraña de poderes creada entre el sector privado y el gobierno, ha de pelear por la integridad de su profesión con la editora de su periódico (Helen Mirren). Todo esto, y bastante más, está contado con una admirable precisión y con un sentido del ritmo encomiable; a pesar de que la trama es densa y no es sencilla de deglutir, la narrativa es cristalina y nada confusa. Es cierto que nos encontramos en unos momentos en los que la credibilidad del periodismo tradicional está en entredicho (la procedencia del personaje de Rachel McAdams, del mundillo de los blogs, es una mención a esta crisis de credibilidad) y, en este sentido, la recuperación de los valores salvadores del cuarto poder suenan pelín anacrónicos. Es algo que carece de importancia ante la habilidad de McDonald para manejar las claves del thriller político con manos de relojero suizo, incluso entremezclando los conflictos personales (la mujer cornuda, Robin Wright Penn, tiene un pasado con el periodista) sin que parezca forzado.
Aspecto interpretaciones: así como Russell Crowe, Robin Wright Penn y Helen Mirren dibujan sus papeles con la solvencia esperable (podrían clavarlos borrachos de sangría Don Simón y con un cubo de fregar en la cabeza), Affleck y McAdams son víctimas de un miscasting considerable. El primero es demasiado pimpollo para ser un congresista creíble; el hombre se esfuerza (ya es algo), pero es tan inverosímil como ver a Malena Gracia clavando la tabla del seis a la primera y sin chuleta. Lo de McAdams, tres cuartos de lo mismo. Mención especial para las breves apariciones de Jeff Daniels y, en especial, un soberbio Justin Bateman, que se merienda la película en los escasos minutos en los que aparece en pantalla.
Por lo demás, y aún ignorando si la teleserie original ofrece el mismo desenlace, el giro final del film suena tan forzado como edulcorante de la crítica política que se deriva del film, rematado con un momento typical-jolibud breve pero innecesario. Pecados veniales en una película dignísima que reconcilia al espectador de perfil carca e intolerante (=servidor) con el cine industrial americano. Lo reconcilia, eso sí, durante un ratito. Hasta que llega Ron Howard con la estaca-Dan Brown y lo jode todo.
FUNERARIAS ARRIAGA, S.A.

La característica más reconocible de la escritura arriaguesca es la desestructuración narrativa, la ruptura de la linealidad temporal a la hora de explicar la historia. Algo que en “Amores perros” funcionaba como un reloj, y que en “21 gramos” se llevó hasta el límite del paroxismo, transformando una mejicanísima, por lo arrebatada, historia, en una modernez de difícil deglución; “21 gramos”, en el fondo, era una jodida ranchera, y Arriaga la convirtió en una mareante sesión de techno-house. Algo de eso hay en la primera media hora de “Los tres entierros de Melquíades Estrada”: la narración, necesariamente sosegada, va dando saltos casi constantes en el tiempo, mostrándonos en engañoso paralelo las circunstancias del vaquero Pete (Tommy Lee Jones), a la búsqueda de la verdad sobre la muerte de su amigo Melquíades, y las de Mike (Barry Pepper), guardia fronterizo malcasado y malcarado; por si fuera poco, Arriaga nos obsequia con retazos del inicio de la amistad entre Pete y el susodicho Melquíades, obligando al espectador a poner a tope el exprimidor de meninges. Sin embargo, una vez se aclara la muerte de Melquíades y sus responsabilidades, también clarea la narrativa del largometraje, que retorna a la linealidad convencional, más allá de algún oportuno flash-back. Ignoro si esa decisión es del director o del guionista, pero el único que sale perjudicado con ese cambio de ritmo es el presidente de Gelocatil.
“Los tres entierros de Melquíades Estrada” evoca cierto johnfordismo, pero también un cine más reciente: a mí me viene permanentemente a la cabeza “Una historia verdadera”, quizás por la tranquila y otoñal obstinación de sus personajes principales, quizás porque soy un redomado perezoso intelectual y no me viene a la cabeza otra cosa. Y, quizás también por eso, me parece que “Los tres entierros de Melquíades Estrada” es el mejor guión de Arriaga. Integristas veintiungrameros, soy todo vuestro: lapidadme.
¡UUUUHHH! ¡ QUÉ MIEDO!
MININO

También reconozco que me lo busco. La semana pasada me tragué, en apenas un par de días, “X-Men orígenes: Lobezno” en el cine, y “The Spirit” en DVD. El paso lógico subsiguiente hubiese sido arreglarme las cejas con un soplete, embadurnarme de Varon Dandy y pegarme fuego a lo bonzo para acabar arrojándome por la ventana al grito de “Cowabunga”, en un cinéfilo homenaje a “Batman & Robin”. Pero así como “The Spirit”, a partir de un descomunal error en la elección del tono del film, resulta divertidamente lisérgica, “Lobezno” es un ejemplo de lo peor que puede ofrecernos la insigne productora Fox y, por extensión, Jolibud. “Lobezno”, o cómo pervertir a un director independiente, capítulo 365.457 (sí, hoy me ha dado por los números. Eso no significa que sea John Nash) (¿Quién es ese señor con gabardina?).
Recapitulation. Las dos primeras películas de la saga “X-Men”, pergeñadas por el hoy-echao-a-perder Bryan Singer, son un excelente ejemplo de que se puede hacer una película de superhéroes con dignidad, talento, respeto por los personajes e incluso mensaje (el racismo) sin perjuicio del sentido entertainment y unas buenas acojoescenas de acción (ver apertura de “X-Men 2”). Hay división de opiniones respecto a la tercera; personalmente, aunque resulta inferior a sus predecesoras, la considero una más que digna secuela. Con ella se dio carpetazo a la saga mutante como tal, y empezaron a volar los braimstormings con ejecutivos marca Fox maquinando ideas OHMYGODTHEYREGONNACUMEVERYWHERE. Como ahora a todo el mundo le ha dado por las precuelas, pues vamos a hacer un saco de precuelas, bajo el epígrafe “X-Men: orígenes”. La primera iba a ser “Magneto”; pero supongo que consideraron que debían arrancar a tiro fijo (o quizás es que Ian McKellen huyó despavorido a las montañas de Nanda Devi para hacerse monje cisterciense), y han empezado con el superhéroe más atrabiliario y salvaje de la Marvel, Lobezno. Madre de dios, no lo han podido hacer peor.
No me voy a extender mucho, que tengo un jabalí en el horno que necesita de mi atención. “Lobezno” es un ñordo de consideración. Ni siquiera la salva el hecho de que sea corta; precisamente eso va en su contra, puesto que en todo momento da la impresión de que le falta algo. Y, desde luego, es así: le falta Lobezno. No hay apenas rastro del personaje bosquejado por Singer en sus dos filmes, y no se puede culpar a Hugh “camiseta imperio” Jackman de ello (en todo caso, de haberse creído este embolado); en esta precuela, Lobezno es un héroe como otro cualquiera: el hecho de que berree ferozmente de vez en cuando no significa que transmita la rabia interior. Tampoco ayuda la absurda, átona y absolutamente carente de química relación amorosa con Kayla (Lynn Collins). Da grima ver al Lobito derretirse mientras habla con su pareja del mar, las estrellas y la luna-lunera: sólo les falta llamarse “pichoncito” mientras suena de fondo una hermosa balada de Michael Bolton. Por no hablar del giro argumental que atañe a la chica, de absoluta vergüenza ajena; no voy a destriparlo porque es espoilerazo, pero vamos a dejarlo en que las habilidades intuitivas de Lobito quedan en deshonroso entredicho (vamos, que huele una ventosidad de abejorro a diez kilómetros de distancia y, en cambio...).
El resto de los personajes poco tiene que hacer con lo que les dan. Se está hablando bien del trabajo de Liev Schreiber, pero su Dientes de Sable tampoco tiene nada que ofrecer; su personaje está tan tristemente desaprovechado como el Stryker de Danny Huston. Tampoco el director, Gavin Hood (recordemos, “Tsotsi” y “Expediente Anwar”: ¿qué coñios hace dirigiendo esto?) se salva de la quema. Las escenas de acción no son ni malas ni buenas, ni impresionan ni dejan nada perdurable en la retina, son mecánicas e impersonales; aparte de que contienen alguna idea absolutamente descojonable, como hacer que Stryker le dicte las órdenes a su bichardo lacayo... ¡por escrito! Mientras Masacre se va dando hostias con Lobito, Stryker le escribe en un ordenador: DECAPITALO. Ya de paso, podría haberle añadido unos emoticonos, o escribirle en lenguaje SMS: KRTLE LS HVOS CN SPADA LGO KDMOS CNTRO KMRCIAL. K PASOTE TRON! Por no hablar de la acumulación de mutantes para que sean reconocidos por los fans, o algún que otro cameo gratuito que, además, confirma que los FX de este film cantan de manera inadmisible para un proyecto de 130 kilos de presupuesto.
ESQUELETOS TEX-MEX EN EL ARMARIO

Se trata de la película más ambiciosa de John Sayles escrita y dirigida por él, que con la excusa del hallazgo de un esqueleto y una placa de sheriff en el desierto, desentierra también los esqueletos guardados en el armario de los habitantes de una ciudad tejana fronteriza con Méjico.
El actual sheriff, Sam Deeds (el estupendo Chris Cooper), es el hijo de un sheriff anterior, Buddy Deeds (Matthew McConaughey), que se ha convertido en un mito, por lo que la gente siempre los compara. El peso del recuerdo de su padre es abrumador, pero no tardará en descubrir su lado oscuro. Que al final Sam y Pilar (Elizabeth Peña) decidan prescindir del pasado y vivir su vida no significa que lo quieran ignorar, sino que de lo único de lo que son responsables es de los hechos que hagan en el presente por ellos mismos. Ya tenemos bastante con cargar con nuestros propios pecados como para encima cargar con los de nuestros antepasados. Que en la frontera final, San Pedro decida si hemos hecho bien o no.
Un no menos mítico sheriff, Charlie Wasde, interpretado por Kris Kristoffersson, en la linea del Quinlan de Welles, famoso por su corrupción, se enfrentó con Buddy, desapareciendo después sin dejar huellas y encaja con el esqueleto encontrado. Ni que decir tiene que hay mil leyendas urbanas sobre ello.
Una serie de oportunos e imprescindibles flasbacks nos muestran el pasado y cómo se han cruzado los personajes, o cómo ha repercutido lo que han hecho los unos en los otros, creando una especie de puzzle cuya última pieza no tenemos hasta el final, pero dosificándolo muy adecuadamente para aumentar la intriga. El peso del pasado, que persigue a los personajes como si fueran de tragedia griega, con una especie de fatalidad, es uno de los temas principales de la película, así como el de la mezcla de culturas, que ha hecho que pierdan las raíces de su identidad, simbolizados por esos esclavos que se unieron a los indios de los que habla uno de los personajes. De hecho también se puede hablar de mezcla de géneros, ya que hay elementos de películas de intriga, melodrama o denuncia social, por decir algunos.
Todos los actores están adecuados a su papel, hasta consiguen que Maconejiu no desentone, pero son los tres sheriffs los que se llevan todo el protagonismo. Vienen a ser las distintas caras de una moneda... porque en la frontera las monedas no tienen dos caras, sino tres.
OJALÁ HUBIESE ALGUIEN
Apenas hablamos de ello, ni siquiera con nosotros mismos en las noches de insomnio y desconchado de pared. Pero uno de los terrores humanos más recurrentes es el miedo a la muerte en soledad. De ello habla esta exhuberante canción de Antony & The Johnsons, que no sólo forma parte de la banda sonora de “La vida secreta de las palabras”, de Isabel “aquéhuelenlasnubes” Coixet, sino que describe en código de solfeo la atmósfera elegantemente melancólica del filme. El videoclip del tema es extremadamente conceptual, pero es lo de menos. Lo de más es la extraordinaria voz de Antony Hegarty, príncipe (o princesa: él se considera un transexual en transición) del vibrato y digno sucesor de Aaron Neville. Y si no, échenle un oído a este bonus track que ofrezco, una descomunal versión del himno “If it be your will” de Leonard Cohen.
YO ANDUVE CON UNA VAMPIRO ADOLESCENTE

Como todas las modas son cíclicas, han vuelto los vampiros. Y además, en formato multimedia. La saga literaria y cinematográfico-choni de “Crepúsculo”, la serie “True Blood” y próximos estrenos como el “Thirst” del chalado de Park Chan-Wook están situando la tradición chupasangres en un primer plano. En este vampirismo siglo XXI se tiende a reforzar el inherente lado romántico del subgénero, algo que, por otra parte, ya optimizó magistralmente Coppola en su “Drácula de Bram Stoker”, a la que aún considero una de las grandes películas románticas de, por lo menos, el último cuarto de siglo. A estas alturas, se hace difícil trazar nuevos caminos al género vampírico, tan trillado y encerrado en sus márgenes, así que parece que se opta por acercar al vampiro a la chusma, integrarle en la sociedad y ver qué pasa. “Déjame entrar”, basada en una novela del mismo título escrita por John Ajvide Lindqvist, opta por su propio sendero, el de un extraño y lacónico amor preadolescente en plenos años ochenta suecos (para situarnos cronológicamente, entre Abba y Roxette). Se me ocurre, por cierto, que ser un preadolescente en plenos ochenta suecos debía de ser un soberano tostón.
Oscar (Kare Hedebrant) es un crío doceañero tímido y algo lento de reflejos al que los matones del colegio apalean un día sí y otro también mientras le comen la merienda; se le llevarían la novia si tuviese la más mínima oportunidad de tenerla. A su bloque se traslada una niña, Eli (Lina Leandersson) de rasgos agitanados, alicaída, nocturna y con una dieta bastante estricta: yugulares humanas. Vive con un hombre que le sirve de cazador, matando gente y llenando galones de sangre para la cena de la cría. Oscar, desconocedor de los hobbies de Eli, entabla relación con ella, formando una extrañísima pareja de monstruos. Más allá de un guión con algunas inconsistencias, “Déjame entrar” se vale de la particular mirada de Alfredson para enseñar una de las películas más turbadoramente bellas de los últimos años. Su ritmo es endemoniadamente sueco, en especial durante una primera hora que pone a prueba la capacidad de observación del espectador; calmado, pleno de silencios y de postales de un suburbio nórdico aderezado con las más hermosas nevadas que se han visto en el cine, unos años ochenta excelentemente recreados y una riqueza cromática apabullante pero, a la vez, discreta. Domina una atmósfera de lirismo taciturno alrededor de los dos niños protagonistas, de los que se agradece intensamente (y el mérito repártase a pachas entre el material original y las interpretaciones) que no sean los típicos críos verborreicos y adultoides que imperan en la ficción americana; hablan poco, sueltan verdades sin ningún miedo, se relacionan con la torpeza, la fragilidad y la sinceridad de los niños. Son, aunque parezca una estúpida obviedad, infantiles. Pero el ritmo otoñal del largometraje se ve salpicado por set-pieces de extraordinaria sequedad, fiereza y contundencia, que por algo es un film de vampiros. Lástima de presupuesto limitado que hace que el ataque masivo de unos gatos a uno de los personajes resulte tan cutre que los mininos parecen sacados del basurero de Barrio Sésamo.
Las tradiciones son las tradiciones. Vampíricamente hablando, una de las menos trilladas es que no pueden entrar en un hogar humano sin ser explícitamente invitados (de ahí el título de la película, con su correspondiente interpretación metafórica); esto da pie a una de las secuencias más hermosas y contundentes del filme, que explicita a la perfección cuáles son los sentimientos de Eli y Oscar. Aunque la escena que, sin duda, pasará a la historia, es el desenlace final en la piscina. La maestría de Alfredson al encajar dos conceptos tan aparentemente antagónicos como la explicitud del gore y la insinuadora elegancia del fuera de campo, subrayando así la tragedia romántica que envuelve la historia. “Déjame entrar” es una película para degustar y asimilar con calma, para dejar en reposo, quizás, y luego volverla a retomar en la memoria; una mirada diferente al subgénero sin ínfulas de reinvención: el anti-Crepúsculo europeo.
P.D.: el director Matt Reeves tiene intención de realizar un remake yanqui de “Déjame entrar”. Matt Reeves, por si a alguien no le suena, es el responsable directo de ese bochorno abyecto truñomoderno llamado “Cloverfield”. Se abre la campaña de recogida de lápices para aplicarle el truco de desaparición del Joker a todos los músculos de su cuerpo. A TODOS.
ENLISTADO

A quien repercutió más fue a la gente del cine. Los llamados “Diez de Hollywood” fueron los primeros; la mayoría de ellos eran guionistas, ya que eran los que podían transmitir un mensaje a través de las historias. Y entre ellos estaba Dalton Trumbo. Y de él habla el documental Trumbo y la lista negra.
Trumbo era uno de los guionistas más famosos y reconocidos del momento, todo director que se preciara quería trabajar con él, pero todo cambió de la noche a la mañana a la que se supo que estaba en la dichosa lista negra. Hay quien a la hora de declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas se despachó a gusto, como Adolphe Menjou o Robert Taylor, diciendo auténticas joyas en contra de los comunistas que harían tener vergüenza ajena a cualquiera; los hay se acogieron a la primera enmienda, que se refiere a la libertad de expresión, o a la quinta, en la que no se permite declarar contra uno mismo, o los que fueron condenados de desacato. Trumbo fue de estos últimos. Estuvo en la cárcel una temporada, desde la que escribió una preciosa carta a su hijo explicándole cómo nació, firmándola con su número de preso.
Una vez ya en libertad el problema fue encontrar trabajo, nadie quería contratarlo y empezó a tener problemas económicos, por lo que tuvo que hacer como muchos otros compañeros suyos, trabajar con seudónimos o buscando testaferros. Irónicamente (si eso no lo es, que venga Billy Wilder y lo vea), ganó un Oscar por The brave one bajo el seudónimo de Robert Rich; fue la única ocasión en la historia de la gala en que nadie recogió el premio, hasta que finalmente se le entregó en 1975. Con Vacaciones en Roma pasó algo parecido, ya que aparecía un nombre que no era el suyo, pero con el tiempo lo rectificaron.
El documental ya tenía el interés garantizado, y lo ilustran imágenes de archivo del propio Trumbo, pero sobre todo lecturas de cartas que escribió, recitadas por gente como Donald Sutherland, Michael Douglas, Paul Giammatti, Liam Neeson, Nathan Lane… tal vez se abusa un poco de estas lecturas, pero Trumbo escribía tan bien que da gusto oirlas, parecen auténticos monólogos teatrales, además que son variadísimas, desde una delirante dedicada a su hijo hablándole de la masturbación, a una dirigida a una compañía telefónica, las dos divertidísimas, a otras conmovedoras hablando de los muertos de la guerra o se enfermedades. Desde luego era una persona con unas ideas sumamente claras, y podría haberse dedicado perfectamente a la política. Uno no puede menos que recordar una de sus escenas más famosas, el alzamiento de los esclavos diciendo “Yo soy Espartaco”, pero desgraciadamente nadie se unió a él diciendo “Yo soy Dalton Trumbo”.
MAN ON THE MOON
¿Es noticia que Duncan Zowie Heywood Jones dirija, por primera vez, una película?
Estáis todos suspendidos, para variar. Sí lo es. La relevancia del hecho es que a ese nombre interminable (que, por fortuna, se nos permite reducir al mucho más convencional Duncan Jones) responde, nada más y nada menos, que el hijo de David Bowie. Os que no le hayan dado todavía al botoncito del “play” ahí arriba estoy seguro que ahora estarán rascándose la curiosidad. El largometraje de Ziggy Stardust jr. se llama “Moon”, está casi perennemente interpretado por Sam Rockwell y, a priori, pudiera convertirse en una de las propuestas más interesantes del año en lo que se refiere al género de la ciencia-ficción. Rockwell es un astronauta que se ha pasado tres años cual Calimero, en la Luna, investigando una fuente de energía gaseosa que podría ser la solución a los males energéticos de nuestro planeta, con la única compañía de un superordenador llamado GERTY (tataranieto de HAL9000). Cuando le faltan unas semanas para licenciarse, descubre que quizás no esté tan solo... Esta sinopsis nos llevaría directamente a “Alien”, pero la cosa parece estar más entre “2001”, “Solaris”, e incluso el intimismo espacial de “Naves misteriosas”. Por si fuera poco, la BSO es del gran Clint Mansell -presten orejas al trailer, que la música es suya-, y la voz de GERTY la aporta el señor Kevin Spacey. Estreno es los Yuesei el 12 de junio, en Celtiberia cualquier día de estos, o de los otros. Más bien de estos últimos.