Mi primer contacto con el neorrealismo italiano, como el de la mayoría de conciudadanos de generación ochentista, fue... Marco. No, no le he puesto orujo al Cola-Cao. Aparte de la perenne sucesión de chistecitos que tuve la oportunidad de sufrir por culpa de la serie (“¿dónde te has dejado a Amedio?” fue uno de los más exitosos, aparte de que me han cantado el hit “No te vayas mamá/ no te vayas de aquí” unas chorrocientas veces), “Marco” fue una de las series de dibujos animados que, como a todos, se nos ha quedado grabada a fuego en nuestra memoria infantil. Como suele ocurrir, cuando conocemos la noticia de su reposición en algún canal de TV de media-baja estofa, convencemos a nuestro sentido del ridículo y, aunque sea a escondidas, nos ponemos a verla, arriesgando el más que seguro sentimiento de decepción que nos acecha, al descubrir que ya no somos unos niños. Eso me pasó con “Marco”, pero curiosamente me di cuenta que lo que más había perdurado en mi memoria fueron los episodios iniciales genoveses, con las penurias económicas de la familia Rossi, los esfuerzos laborales de la familia, incluido el pequeño Marco, el retrato de una ciudad empobrecida y el drama del paro y la emigración. ¿A alguien le suena la temática? En el neorrealismo italiano, movimiento cinematográfico surgido en la segunda postguerra que se caracterizó por situar el foco en la problemática social de los sectores desfavorecidos y por la austeridad expositiva y de medios, la mirada infantil fue repetidamente utilizada por los directores (Rossellini, Visconti, de Sica) para oponer un punto de vista inocente y con perspectiva de inclemente futuro a la realidad que nos presentaban. Bruno, el hijo del protagonista de “El ladrón de bicicletas”, fue uno de esos niños.
“El ladrón de bicicletas” es uno de los indiscutibles referentes del neorrealismo italiano, parido por dos de sus ideólogos, el director Vittorio de Sica y su guionista de cámara Cesare Zavattini, y nos cuenta la nimia (pero tan grande como la misma vida) historia de un padre de familia, junto a su hijo, a la búsqueda de una bicicleta robada que necesita para mantener el empleo que por fin ha conseguido después de mucho esfuerzo. Ya la primera escena del film nos sitúa sin alharacas ni ornamentos en el meollo de la cuestión: una densa cola (de Sica nos muestra colas en las casa de empeños, en los autobuses, en las iglesias, en la casa de la vidente; la gente ha de salir a la calle a buscar lo que no tiene en casa: comida, dinero, fe y esperanza) en la oficina del paro, de la que se destaca Antonio Ricci, que consigue un trabajo de pegador de carteles (de cine: el primero que pega es de “Gilda”, todo un guiño malévolo a la ampulosidad del cine hollywoodiense) con la condición de poseer una bicicleta. Como el hombre la había empeñado, su mujer ha de vender las sábanas de las camas para desempeñarla. A la salida de la casa de empeños, Antonio, ilusionado, levanta a su mujer en hombros para que vea por la ventana, desde fuera, las oficinas de su nuevo trabajo; pero las ventanas se cierran. Toda una metáfora. A pesar del fresco que de Sica plasma de la Roma postfascista, a través de una estética plagada de barracones, desconchados en la pared, chaquetas roídas y barro en los zapatos, el tono inicial del largometraje es amable, casi de cuento, de familia feliz y unida, esperanzada por el bosquejo de tiempos mejores que significa tener un trabajo. A partir del robo de la bicicleta, poco a poco la atmósfera se va tornando más opresiva, a medida que la búsqueda de Antonio (siempre con su hijo a la vera) se va tornando infructuosa y desesperanzada. Así, mientras el director va dejando continuas pinceladas de la realidad italiana del momento (la escena del restaurante dibuja a la perfección la profunda diferencia de clases, algo que Antonio quiere que presencie su hijo), el relato se despoja de su disfraz moral para así dejar desnuda la problemática realidad del momento, que obliga a Antonio a romper sus principios y a poner en peligro el mito paternal que hasta el momento era para su hijo Bruno. La escena final, con padre e hijo sumergiéndose, apesadumbrados, en la muchedumbre romana, cierra de manera sublime un film capital para entender la historia, no sólo del cine, sino de la propia Italia. Es necesario destacar el trabajo actoral de los actores del filme, ninguno profesional, que materializan a la perfección lo que necesita el maestro de Sica: en concreto, la química de miradas entre Antonio (Lamberto Maggiorani, obrero en la vida real) y Bruno (Enzo Staiola, al que escogieron por... su manera de caminar) es extraordinaria, hay mucho más verismo en ellos que en muchos robots salidos de la escuela Strasberg.
Por supuesto y desgracia, para ver cine social minimalista de esta envergadura hoy en día, es necesario irse a Irán o Pakistán, o retroceder una década y acercarse al cine de Zhang Yimou. En Yuesei hablan de zapatos Manolo Blahnick, y en Europa... ¿De qué hablamos en Europa?
11 comentarios:
de que hablaremos en europa, la verdad que aún no lo sé, estamos en plenos cambios de neuronas, y el cine, aquellas viejas cintas que nos mostraban un poco más "humanos" mas creibles quizás, nos decían cosas como aquellos ladrones de biciletas, tuve el placer de ver ese film en las facultad hace unos años en rosario (argentina) y la verdad q me llevo muy buenos recuerdos de él.
saludos y muy buen blog, te dejo mi voto de hoy y lo seguiré haciendo, saludos!
:)
Muchas gracias, Persio; bienvenido.
Fenomenal post tocaya!Estoy alucinada con la forma en que relatas el cine, el arte...tienes magia en la escritura y llegas al cine de una forma especial.
Un beso, y mi apoyo.
Lápices para la paz.
Siento decepcionarte, Alicia, pero este post lo ha escrito mi compañero Marcbranches, no yo. En principio podemos parecer muy distintos, una especie de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, pero aunque no lo parezca compartirmos el mismo sentido de humor y gusto por el cine.En el fondo somos dos frikis orgullosos de serlo. De todas maneras, gracias.
hay que amar mucho el cine para escribir así pero gracias porque así las torpes como yo aprendemos
Muy buen post coincido con mujerdemadrid que esta precioso escrito
gracias Alicia
un beso ;)
Ups, cuánto halago... Ojo con los lisonjeos, chicas, que acabaré creyéndomelo, y bastante insoportable soy ya. Por cierto, mademoiselle Alice, ¿me concretará ud. quién es el dr. Jeckyll de los dos?
Gracias por el voto, Persio. Las penurias agudizan el ingenio, y favorecen el arte. El realismo y el costumbrismo son hijas bastardas de la pobreza, y los italianos los supieron ver muy bien en aquella época. Y no sólo en Italia: véase las primeras experiencias españolas de Marco Ferreri...
Pues no quisiera yo que te volvieras aún más insoportable, Marc, pero tengo que decirlo: el post te ha quedado muy, pero que muy bien. Lo de empezar un comentario sobre Ladrón de Bicicletas hablando de Marco, como tu primer contacto con el neorrealismo italiano me ha encantado, nunca se me había ocurrido, pero tienes razón.
Ganas me has dado de volver a ver Ladrón de Bicicletas, porque solo la he visto una vez, y hace ya tiempo, así que no la recuerdo con mucho detalle.
Hace tiempo que tenía este pensamiento en la cabeza, relacionando a Marco con el neorrealismo. ¿Pelín friki? Pozí. Pero ese frikismo encaja perfectamente aquí, ¿no? Laura, cuando puedas échale otro vistazo al film. Merece la pena.
interesantisimo, soy un gran seguidor del cine italiano, fellini, visconti, de sica, etc, son referentes para mi, el ladron de bicicletas es una obra unica, base del neorealismo, una de mis peliculas favoritas, te felicito por el post
saludos desde chile
alfredo
Bienvenido, Alfredo. Pues si eres seguidor de cine italiano y, en particular, de Visconti, harás grandes migas con mi compañera Alicia, una viscontiniana de pro.
Así es, Alfredo, soy Viscontiana total, de modo que mi mas cordial bienvenida.
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