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Weblog dedicado al mundo del cine, tanto clásico como actual. De Billy Wilder a Uwe Boll, de Ed Wood a Stanley Kubrick, sin distinciones. Pasen, vean y, esperemos, disfruten. Si no es así, recuerden que NO han pagado entrada.
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LAWRENCE DEL DESIERTO



Ahora estamos viviendo una especie de revolución dentro del mundo del cine debido a las 3D, pero no es a primera vez que ha habido avances así. La competencia del cine con la televisión hizo (hace) que los estudios intentaran ofrecer opciones que no podía dar la pequeña pantalla. Una de ellas fue el Cinemascope: aumentar el campo de visión hasta límites antes no conocidos, ganando en espectacularidad, aunque eso requería llenar los espacios que se creaban en la pantalla; uno de los remedios más fáciles era rellenarlo a base de multitud de extras o de abundantes panorámicas del paisaje. Pero unos pocos directores supieron sacar provecho artístico de estos nuevos recursos, y entre ellos el que probablemente lo entendió mejor fue David Lean.

Nadie como él supo unir espectacularidad con intimismo, comprendiendo que no es suficiente imágenes deslumbrantes si no hay un mínimo de historia debajo y los personajes no quedan sepultados bajo los miles de extras, sino que han de tener una cierta complejidad psicológica. Una lección que no parecen haber aprendido del todo sus sucesores.

Anteriormente había conseguido un gran éxito con El puente sobre el río Kwai y su siguiente película, Lawrence de Arabia, fue un paso más en esa dirección. La historia de T.E. Lawrence, un oficial británico que consiguió unir las tribus árabes y enfrentarlas a los turcos. Puede decirse que por primera vez se nos muestra un héroe moderno en la pantalla. Lawrence es neurótico, exhibicionista, ha descubierto que disfruta matando y se siente fascinado por el desierto, ya que según él “es limpio”, algo que no comprenden sus compañeros árabes, para los que es algo que sólo gusta a los beduinos y los dioses, ya que no tiene nada.

Y así llegamos al auténtico protagonista de la película, que no es Lawrence, sino el desierto. Pocas veces se ha retratado así, haciéndonos sentir el sol abrasador, las tormentas de arena o la belleza de las dunas, todo ello tan cambiante como si fuera un ser vivo. Hablando del sol, la única escena rodada en estudio fue precisamente un primer plano del sol, ya que siempre que intentaba filmarlo se quemaba la película. La proverbial sabiduría del montaje de Lean se demuestra en numerosas escenas, como la de una cerilla que se convierte en un ardiente sol.

Peter O’Toole hizo una brillante composición, sabiendo reflejar perfectamente los lados oscuros del personaje: su inadaptación social que le convierte en un beduino (o al menos es lo que quiere), el temor y fascinación que le producen descubrir su crueldad, su exhibicionismo… El resto del reparto es de lujo, con un Omar Sharif que nunca estuvo mejor, Alec Guinness habitual en las películas de Lean, que una vez más demuestra sus cualidades camaleónicas, un pletórico Anthony Quinn, José Ferrer, Arthur Kennedy y muchos más. La música de Maurice Jarre, de sonidos tan ondulados como las dunas del desierto, se ajustaba perfectamente a la narración. Toda una deslumbrante demostración de un tipo de cine que desgraciadamente ha desaparecido.
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FRIENDS WILL BE FRIENDS





Me rindo. No hay manera de acercarse a una escena como esta, y relacionarla con las fechas señaladas que nos están martiriz... que estamos disfrutando, sin dejar caer un saborcillo a mazapán encharcado de harina. Todo el mundo sabe que el mazapán acaba convirtiéndose en un pesadísimo bolo alimenticio que puede llegar a amenazar a todos los conductos gástricos, lo cual no deja de ser una metáfora perfecta de las fiestas navideñas. Elijo, sin embargo, esta escena de “Los amigos de Peter”, extraordinariamente significativa en su contexto (los susodichos amigos acaban de tener una brutal discusión que no ha sido si no el remate a un fin de semana que no ha ido como pensaban) e íntimamente hermosa en su simple ejecución (“The way you look tonight”, tema capital que pasó por las cuerdas vocales de, entre otros, este, este o este), para sacar una fotografía de un valor absoluto, la amistad, que estos días queda injustamente postergado por el canto a la familia. Kenneth Branagh, Emma Thompson, Hugh Laurie (y su “trompeta”), Stephen Fry, Alphonsia Emmanuel e Imelda Staunton hacen un kit-kat en sus bretes y disquisicosas (en realidad, no pueden evitar comportarse como una auténtica familia...) para rememorar, al cabo de un viejo piano, aquella antigua magia.


Y, de paso, saco a Kenny en un video y le hago oficialmente la pelota a la Directrice. Vale que odie estas fechas, pero quién le hace ascos a un buen aguinaldo, aprovechando mi último post del año. Nunca he tenido principios, no me voy a poner ahora escrupuloso...
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PLÁCIDA NOCHEBUENA



Que la película navideña más típica de yankilandia sea ¡Qué bello es vivir! y la nuestra Plácido muestra lo diferentes que somos de ellos (Spain is different, my friend). Frente a la dulzura de la de Capra y sus buenos sentimientos, la de Berlanga-Azcona es negra como el carbón, que destaca especialmente sobre la nieve. Pocas veces el tándem de director y guionista fue más ácido, de tal manera que tenemos la sonrisa congelada todo el rato (y no por el frío, precisamente), pero nos reconocemos perfectamente en los personajes.

Plácido (Cassen) es el conductor de un motocarro que está pagando a letras. En plena nochebuena, tendrá que pasar toda una epopeya para poder pagarla a tiempo antes de que la proteste el notario. En su frenético deambular para evitarlo, le acompañamos por varias casas en las que se ha hecho caso a la campañaponga un mendigo en su mesa”por nochebuena. Todo el mundo no para de hablar de que los buenos sentimientos es lo que impera por esa época, pero lo que se nos muestra una y otra vez es lo contrario: a nadie le importa que Plácido no pueda pagar su vehículo, que es su único medio de sustento, o que haya fallecido un mendigo, no vaya a ser que se pasen los langostinos congelados, que es lo que cuenta.

Como en todas las películas de Berlanga, el reparto es coral y espléndido: Cassen, Elvira Quintilla, Amelia de la Torre, Antonio Ferrándis, Amparo Soler Leal, Jose Luis López Vázquez o un jovencísimso Luís Ciges, todos ellos perfectos.

Cada una de las escenas que se nos muestra de las cenas de Nochebuena con diferentes mendigos son antológicas, y de una mala leche considerable. Desde la retransmisión radiofónica de una de ellas con todo el estilo ampuloso del Nodo (con abundantes “marcos incomparables”, para quien no lo conozca), a la que se ve interrumpida porque uno de los mendigos tiene la desconsideración de morirse, aunque lo peor no es eso, sino que vive en pecado con una mujer, de modo que por todos los medios miran de celebrar una boda “in artículo mortis”, pese a que el novio se niega constantemente a ello.

El villancico que se oye al final resume perfectamente el sentir de la película: “Que no hay caridad, que nunca la ha habido y nunca la habrá”. Si Jesús hubiera nacido entonces lo habríamos tenido claro.
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GARGANTA PROFUNDA




A cabezón no me gana nadie. Sí, ayer por la tarde fui a ver “Bailando con los na'vi”. Por tanto, la actualidad manda, y me veo obligado a...


… a cerrar mi trilogía cine-política. ¿No os tenemos dicho, cienes y cienes de veces, que si queréis actualidad cinematográfica este NO es vuestro blog? Pues eso.


Por una vez, la introducción del artículo va a ser el análisis de la película, o poco menos. “Todos los hombres del presidente”, película de 1976 dirigida por Alan J. Pakula, es un referente de cátedra para toda narración cinematográfica de carácter periodística que se precie. Su referente más cercano es esa desquiciante obra maestra llamada “Zodiac”, pero casi todas, en mayor o menor medida, han bebido de ese pequeño clásico de los setenta. Basada en el libro de los periodistas Bernstein y Woodward, y producida por el inquieto Robert Redford, “Todos los hombres del presidente” explica minuciosamente el proceso de investigación que llevó a ambos periodistas del Washington Post (interpretados por Dustin Hoffman y el propio Redford, impecables ambos) a descubrir, y finalmente publicar, el escándalo del edificio Watergate, cuyas consecuencias llevarían a Richard Nixon a hacer historia convirtiéndose, no sólo en el único presidente dimisionario de la historia de los Yuesei, sino en una de las figuras más ninguneadas y apaleadas del imaginario americano.


Cuando digo “explica minuciosamente”, le doy un nuevo sentido a la expresión, cinematográficamente hablando, y situándome en perspectiva años setenta. Pakula decide, al realizar este film, tomar una postura lo más aséptica (y ascética) posible, y se pasa por el forro toda clase de convencionalismos y tretas narrativas de primero de básica que puedan facilitar la comprensión de lo presenciado al espectador. Esencialmente, el director neoyorquino, luego de un prólogo en el que se ve brevemente la detención de los intrusos del Watergate, comienza la historia en un momento determinado (a Woodward le asignan la cobertura del juicio de los detenidos) sin preámbulos ni explicaciones; ni siquiera una puñetera voz en off que nos ayude a situarnos. Para un espectador americano de aquella época, los nombres, cargos y situaciones que se expresan en el largometraje le serían muy familiares: hoy en día, ver esta película fuera de los Yuesei es peligro de perdición. Y sin embargo, funciona. Y lo más asombroso: funciona como thriller. Y digo que es asombroso porque la premisa básica del thriller está rota a partir del momento en el que YA CONOCEMOS EL FINAL. Pero funciona. Asistimos a los pasos, al principio balbuceantes, posteriormente frenéticos, de ambos periodistas, de los que Pakula (y su insigne guionista, William Goldman) nos hurta todo conocimiento sobre sus personalidades, excepto que son periodistas hambrientos que van a por todas, sobrepasando en más de una ocasión la impertinencia con tal de conseguir un dato más. Observamos las presiones recibidas por todos los agentes, activos y pasivos, de la historia, incluyendo las de su propio periódico. Presenciamos el justificado miedo de los testigos a hablar y a denunciar a sus superiores. Y todo revestido de una impermeable verosimilitud, sin alharacas ni frases grandilocuentes, con la sequedad propia de la gravedad del asunto, y acompañado del preciso ojo fotográfico de Gordon Willis. Pakula deja que los hechos hablen por sí mismos, y su austeridad es todo un mensaje, plasmado en el estupendo plano final, en el que, mientras en una televisión de la redacción del periódico se escucha a Nixon en su discurso de reelección, de fondo se observa a los dos periodistas golpeteando sus máquinas de escribir; poco a poco, el sonido de sus Olivetti se impone a las palabras del presidente, y, finalmente, se nos enseña el destino que sufrieron todos los políticos implicados a través de un primer plano de dichas máquinas escribiendo los textos, una metáfora del poder alcanzado por aquel ejercicio de periodismo de investigación.


Hasta aquí la película. Y ahora, a lo que vamos, que el tostón este de la trilogía era para algo. Observen, jóvenes padawanes, la fecha de realización del filme: 1976. El asunto Watergate se destapa en 1972, aunque sus consecuencias más trascendentes se alargan hasta agosto de 1974, cuando Nixon dimite. Apenas dos años después (repito: dos. Un cero y un dos), se realiza una película sobre el caso, realizada por un director de prestigio y producida por uno de los actores más famosos e influyentes de Hollywood. Y, bueno, parece que todo el mundo sobrevivió, nadie se rasgó las vestiduras, la gente fue a ver la película (70 millones, sólo en Yuesei), que además ha conseguido perdurar en el tiempo, convirtiéndose en un referente. Hablamos de mediados de los setenta. Aquí, en nuestra querida confederación hispana, tierra de toreros y belenes, hemos parido “GAL”, que , en todo caso, sólo es referente de lo coñazo que puede llegar a ser Jordi Mollá. Y cuando alguien como Medem intenta algo tan bienintencionado y, en el fondo, naif como “La pelota vasca”, le cae tal cantidad de fostiones, que se le agrieta el criterio y le sale un mojón del tamaño de “Caótica Ana”... Y ahí estamos. Entre que la opinión pública, a través de la bipolarizadísima prensa, no da pie a ninguna iniciativa cinematográfica de este tipo, y que la propia industria está demasiado ocupada en dar su opinión, allí donde van, sobre temas sobre los que nadie les ha preguntado, por la coyuntura española van pasando los años sin que nadie de su cine se moleste en dar fe de ella. Muchas veces me pregunto si dentro de cuarenta, cincuenta años, alguien será capaz de saber cómo palpitaba este país, desde la muerte del tío Paco hasta ahora, a través del cine. Y luego me doy cuenta, ingenuo de moi, que esa es una pregunta retórica.
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TODO POR UNAS COMILLAS




A ponerse todos las mejores galas, que la ocasión se lo merece, así que los hombres ya pueden ponerse los trajes de pinguino y las mujeres que aplaudan, el resto pueden hacer sonar las joyas. Para esta nueva entrega de "cine y ópera" he elegido una escena de la grandiosa e insuperable Ciudadano Kane. Sería interminable hablar de las maravillas de todas y cada una de sus escenas, pero en esta ocasión nos vamos a centrar en una de ellas no demasiado conocida, pero tan magistral como el resto. El magnate Charles Foster Kane (Orson Welles) había sido descubierto en su nido de amor con su amante, a la que la prensa calificó burlonamente de "cantante". Esas comillas le hicieron muchisimo daño a Kane, y se empeñó en quitarlas a toda costa. Para ello primero eligió un buen profesor de canto (un impagable Fortunio Bonanova, barítono mallorquín que tuvo una jugosa carrera en Hollywood y que tiene una de las mejores frases "hay quien tiene talento y hay quien no") y luego le construyó una lujísima ópera, donde interpreta Salammbó. Todo es espectacular, grandioso, va la crema y nata de la sociedad al estreno, pero... falta un pequeño detalle: ella no tiene talento. Claro que no cuentan con la tenacidad de Kane, y finalmente conseguirá quitarle las comillas al nombre de su amada, aunque sea a golpe de talonario.
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LA COCINA DE LA CASA BLANCA




Vale, lo reconozco, mentí como un bellaco (duda marcbranchesiana: ¿de qué excitante y alambicada manera mentían los tales bellacos, que se ganaron una expresión para sí solos?. Mi trilogía sobre cine político cojea de su pata de en medio (con perdón), puesto que este post no va de cine. Va de series. Últimamente, lo sé, tiramos mucho de la ficción televisiva, siendo esto un blog de cine; pero es cierto que vivimos una edad dorada de las series, en especial las anglosajonas, y muchos cinéfilos encontramos en ellas lo que la industria cinematográfica no nos sabe dar. Y la Linterna, en consonancia con su voluntad de cronistas de la cosa coyuntural, no puede por más que hacerse eco.

Y, qué coño, que somos unos frikis.

De todas maneras, no se equivoquen: “El Ala Oeste de la Casa Blanca” podría entrar, fácilmente, en cualquier top de las mejores series de la historia. Mantiene el récord de premios Emmy (26, empatada con otra nadería, “Canción triste de Hill Street”) (“tengan cuidado ahí afuera”... snif), tiene un pedazo de 9 en Imdb, consiguió una unanimidad crítica pocas veces vista, y, por encima de todo, consiguió llevar al éxito un proyecto, en esencia, imposible. Y si no, pregúntense sobre las posibilidades de realizar una serie en España sobre las interioridades de un gobierno socialista, que fuera mínimamente creíble, y que no fuera machacada sistemáticamente desde el otro bando político y mediático. Sactamente. Pues eso es lo que consiguió Aaron Sorkin, el logorreico padre paridor de esta obra de arte en capítulos, y que ya había mostrado sus maneras de escritor contundente y afilado en la confección del libreto y posterior guión cinematográfico de una obra llamada... “Algunos hombres buenos”. Sí, la de frases como aquella de “Hijo, yo desayuno a 300 metros de 4000 cubanos adiestrados para matarme.”

La pretensión de Sorkin era realizar una aproximación dramática, pero fiel en la medida de lo posible, a los entresijos de un gobierno. Para ello, su intención inicial era que el protagonismo de “El Ala Oeste de la Casa Blanca” fuera para un cargo intermedio, en este caso, el ayudante del Director de Comunicaciones, un joven neófito en la política y proveniente del sector privado, de nombre Sam Seaborn; para ello se eligió a Rob Lowe, quien había participado en la versión teatral de “Algunos hombres buenos”, y que iba a ser el gancho comercial de la serie. Aparte, claro está, de un actor de renombre que interpretaría al presidente de los Yuesei y que aparecería muy esporádicamente: Martin Sheen sonaba a candidato ideal.

Y tan ideal. Poco a poco, el carisma de Sheen como presidente Joshia Bartlett, y el atractivo de todos y cada uno de los muchos personajes de la serie, fueron tomando posesión del pálpito de la misma, muy bien definido desde el primer episodio: guiones férreos y autoconclusivos (pero evitando clichés de serie procedimental), diálogos chisporroteantes y afilados, conflictos que suenan a verosimilitud, emotividad milimétricamente calculada, y un tipo de escena que pronto sería marca de la casa de la serie: la llamada “walk and talk”, en la que dos personajes caminan a toda mecha por los pasillos del Ala Oeste mientras se disparan diálogos y réplicas, se les unen otros que entrecruzan un par de frases, o les entregan algo, sin que en ningún momento detengan el paso. Esta técnica fue popularizada por el director que mejor supo trasladar los guiones de Sorkin, Thomas Schlamme, y transmitía a la perfección el frenetismo de las oficinas del gobierno. 
 
Las cuatro primeras temporadas son oro puro, en todos los sentidos. Hubo algunas críticas hacia el positivismo más bien naïf de los políticos representados (comenten errores, y muchos, pero su actitud y su honestidad son intachables) y sus tendencias ineludiblemente izquierdosas (los más recalcitrantes la llamaban “The left wing”). Algo que, seguro, ya pretendía Aaron Sorkin, que pretendía mostrar que una política honrada y servidora del pueblo podía llegar a ser posible. Pero incluso esos críticos admitían las virtudes de una serie que conseguía que el éxito de una proposición de ley en el Senado pudiese emocionar a los espectadores. Aunque, sin duda, su gran capital estaba en sus personajes, y en los actores que se funden en ellos. Desde la multipremiada Allison Janney – como impagable secretaria de prensa C.J. Cregg – hasta ese Dulé Hill que encarna al joven ayudante del presidente, todos se compactan en una perfecta ósmosis interpretativa; aunque yo destacaría al viejo león Leo McGarry, sobre la piel de un John Spencer que falleció al inicio de la última temporada de la serie y cuyas escenas póstumas “gallinaban la piel” del más pintado. Y, claro, ese Josh Bartlett al que Martin Sheen otorgaba un sentido del humor socarrón y una presencia realmente presidencialista; Bartlett es un demócrata profundamente religioso (toma ejercicio de equilibrismo), un premio Nobel de Economía cuyo bagaje intelectual llega a er poco menos que un superpoder, y al que sólo chista su mujer, una impagable Stockard Channing. Por las diferentes temporadas han pasado secundarios e invitados especiales de lujo, que siempre an sabido adaptarse al ritmo y las exigencias del show: John Goodman, Oliver Platt, Alan Alda, Matthew Perry, John Larroquette, Mary-Louise Parker, Lily Tomlin, Christian Slater (lo juro), Mark Harmon, Ron Silver, Marlee Matlin, Janeane Garofalo, Armin Mueller-Stahl... la lista es interminable.

Al final de la cuarta temporada, Sorkin y Schlamme abandonaron la serie por diferencias creativas con NBC (aunque hay que decir que coincidió con un arresto del guionista, pillado con varias sustancias de uso farmacológico disperso), y “El Ala Oeste” se resintió. Era inevitable. Aún así, logró mantener el nivel con gran dignidad, no tanto la audiencia. En la T6 comenzaron a preparar el relevo, y la serie finalizó, después de siete temporadas, con la conciencia de haber hecho historia televisiva, y con un presidente latino (Jimmy Smits) al cargo de la Casa Blanca. Poco tiempo después, un tal Barack (ese pacifista) demostró que la ficción, a veces, no supera la realidad.

P.D.: La 2, ese canal público que prioriza la calidad cultural sobre la audiencia, programaba esta serie en una franja horaria que iba de las 2 a las 3 de la mañana, si había suerte y no repetían un partido de badminton en  su lugar. Es un dato.
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UN CABALLERO EXTRAORDINARIO



Creo que en más de una ocasión ya he dejado clara mi absoluta admiración por los actores británicos, capaces de resultar creíbles en cualquier tipo de personaje, adaptándose como un guante a ellos, o de saber recitar versos isabelinos sin que se les trabe la lengua y haciendo que suenen a música celestial. Y aún así, de vez en cuando hay alguno que destaca de los demás, por alguna razón especial, y le gusta coquetear con el lado oscuro, como por ejemplo Dirk Bogarde o Terence Stamp. Éste sería el caso de Jeremy Irons.

Aunque su primera aparición en el cine fue en Nijinksy, su carrera empezó en la televisión, y de allí le vino su primer gran éxito, por la serie Retorno a Brideshead, una de las joyas de la corona de la BBC de todos los tiempos. Su Charles Ryder ya sirvió para definir el tipo de personaje que con el tiempo iría ampliando, aunque no mejorando, porque toda la base ya estaba allí: elegante (le sienta el smoking como a pocos), ambiguo, de gestos exquisitos, decadente… Tener al lado monstruos sagrados como Laurence Olivier y John Gielgud no pareció intimidarle lo más mínimo.

Su siguiente película fue La mujer del teniente francés, y al que algunos definieron como el “sex symbol de las intelectuales” pronto se convirtió en el compañero favorito de divas del calibre de Meryl Steep o Glenn Close, en películas como la citada, La casa de los espíritus o El misterio Von Bulow. No contento con eso, también tuvo su particular duelo interpretativo entre actor británico y del actor’s Studio con Robert de Niro en La misión , aunque el resultado quedó en tablas, enriquecido por la diferencia de sus estilos.

Pero sus retos iban a más, y David Croeneberg se lo ofreció, haciendo que interpretara a unos retorcidos gemelos en Inseparables y a un locamente enamorado de John Lone, creyendo que es una mujer (el amor es ciego) en M Butterfly. Vivió su último tango con la parisina Juliette Binoche en Herida, y –finalmente- ganó un Oscar con El misterio Von Bulow, que confirmó lo que ya sabíamos hace tiempo –y volvió a demostrar en La jugla de cristal 3- que no hay nada más “cool” que un villano británico.

Parecía que el futuro no podía ser más prometedor, pero llegaron los disparates del tipo de Dragones y mazmorras, La máquina del tiempo o Eragon, en la que uno no podía menos que preguntarse qué *** estaba haciendo allí, alternando con lo que se puede considerar secundarios de lujo, como en El mercader de Venecia, Conociendo a Julia, o El hombre con la máscara de hierro. Por eso da gusto verle cuando se le sabe sacar partido, como en Apaloosa. El hecho de que la única aparición que haya hecho después sea en La pantera rosa 2 no permite que podamos hacernos demasiadas ilusiones, pero aún así ha sido un placer conocerte, Jeremy.
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¿NO HAY MANAGERS? ESTO ES EL PARAÍSO...




Aunque en la Linterna no somos proclives a la publicidad (véase la impoluta carencia de advertisement en nuestra página), no hemos podido evitar prestar atención a esta pequeña pieza publicitaria de tonalidad cinéfila: protagonistas, George Clooney y John Malkovich; director (aunque parezca mentira, por lo blanquecino y estático del asunto), Robert Rodriguez. Por TV nos pasan una versión light que no nos llama la atención. Pero esta, la más larga (con perdón), sí. La escena del sofá, en un primer momento, me hizo pensar que era una especia de gran toma falsa, pero no. Desconozco si es una improvisación de los actores (y de las angelicales modelos que les acompañan, que, contra todo pronóstico, hablan), pero les queda absolutamente genial, y los rostros picarones de ambos, mientras San Pedro-Malkovich le explica a Giorgio por qué no se hace cine en el Cielo, son para enmarcar. No ha habido manera de encontrar el anuncio subtitulado al castellano, sólo al francés, pero se entiende, creo, perfectamente. Para los refractarios al inglés, en la página del producto en cuestión sí está subtitulado. Ay, si no hubiera managers...
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EL ÉXTASIS DEL ORO





En el mundo hay dos tipos de personas: los que saben disfrutar del buen cine, sin perjuicios de género, procedencia… y los que no. Por eso, si un cineasta gafapasta se deja perder un spaguettiwestern como El bueno, el feo y el malo, es que pertenece a la segunda categoría.

El bueno, el feo y el malo es la tercera parte de la llamada “trilogía del dólar” de Leone, en ella nos encontramos todo lo que podemos esperar del director italiano: desmesura (dos horas y media de duración, con escenas tan innecesarias para la historia como la del encuentro de Tuco con su hermano, pero que enriquecen al personaje), primerísimos planos, y un magistral uso tanto del silencio como de la música. Ahí está ese cuatro de hora prácticamente con que comienza la película, sin diálogo alguno, por ejemplo, o la escena de la emboscada a Eastwood, aprovechando el ruido que hace una tropa de soldados que está desfilando, pero acaban delatados por el sonido de una espuela.

La inexpresividad de Clint Eastwood haciendo de el “rubio”- “ el bueno”- (prácticamente cada frase suya va precedida por el gesto de encender el cigarrillo) contrasta con la enorme expresividad de “el feo” –aunque no es para tanto- ,Tuco (Eli Wallach), que grita, llora, ríe, insulta ("Me gustan los tipos grandes como tu, por que hacen mucho más ruido cuando caen")…, pero pese a ser tan distintos se ven obligados a estar juntos movidos por la codicia. No se fían el uno del otro, pero aún menos de “Sentencia” – “el malo”- (Lee Van Cleef), un frío asesino a sueldo, claro precedente de Anton Chigurth por su peculiar sentido de la profesionalidad.

Nadie se salva, y tampoco se hace distinción entre los dos bandos del ejercito, sirviendo de perfecta metáfora la confusión que produce el ver los uniformes cubiertos de polvo, pero la guerra es algo que no importa a nuestro trío,que la consideran un desperdicio de gente muerta inutilmente, ya que mueven tan sólo por la codicia o el sentido de supervivencia.

La escena final de duelo a tres bandas ya forma parte de la historia del cine, todo un prodigio de montaje y uso de la magnífica y ya mítica banda sonora de Ennio Morricone. Mucho decir que City on fire sirvió de inspiración a Tarantino para el duelo final de Reservoir dogs, pero Leone estuvo antes.
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NO, MINISTRO



El otro día, viendo en el cine “In the loop”, se me ocurrió que el tratamiento de la política en España da para una enciclopedia ensayística. No hablo de la política en sí, ni de sus actores; me refiero a cómo se observa desde los medios de comunicación y, especialmente, desde el arte. En ese sentido, el séptimo ídem tiene un potencial enorme para manejar la política desde múltiples puntos de vista: melodrama, tragedia, comedia, sátira, esperpento, thriller, cine de terror... todo cabe, con lo cual todo vale.

Undostres, respondaotravez: por 25 pesetas, películas españolas cuyo eje central sea de corte político.

Y no, “La avispita Ruinasa” o “¡Que vienen los socialistas!” no valen.

Me lo imaginaba. Si Mi Egregia Majestad fuera un analista concienzudo y profundo, podría marcarse un peacho post sobre las circunstancias que nos llevan a esta particular sequía de nuestro cine. Por desgracia, mi profundidad se asemeja a la de una caja de zapatos, así que dejo la reflexión sobre la cibermesa, y aprovecho para cascarme una trilogía sobre cine político que arranco hoy con la película citada, y así ya no tengo que pensar sobre qué coño escribir hasta, ohmyfuckingoddess, el día de Navidad.

“In the loop” es una especie de spin-off de una serie de culto británica, “The thick of it” (que pienso agenciarme a la voz de ya), a la que se le ha otorgado pátina de ser la nueva “Sí, ministro”. Y eso, amigos, son palabras mayores. Hablamos de ese tipo de sátira política que sólo los británicos son capaces de hacer, en la que no se salva ni el chico de los cafés: retratan la política como si hubiese emergido de una explosión atómica de estupidez. Ese tipo de sátira política en la que los líderes de la patria se comportan como críos, detrás de la pomposidad de sus carteras ministeriales, y juegan con nuestros destinos con miradas picantonas, reyertas de patio de colegio y enfurruñamientos de 4º de EGB. “In the loop”, cuyo creador es el mismo de la serie (Armando Ianucci), se vale de alguno de los personajes de la misma para desarrollar su largometraje. En él, los presidentes de Gran Bretaña y USA tienen decidido entrar en combate en un lugar no especificado de Oriente Medio (pongamos Afganistán), a la espera de encontrar el momento adecuado para anunciarlo. Pero al Ministro de Desarrollo Internacional, un idiota pusilánime llamado Simon Foster (Tom Hollander), no se le ocurre otra cosa que decir en una entrevista que “una guerra en el Oriente Medio sería de consecuencias imprevistas”. El Ministro Portavoz y mano derecha del presi, Malcolm Tucker (Peter Capaldi), un hijo de puta malhablado capaz de vender a su madre en fascículos por colocar una proposición de ley, le presiona inmisericordemente para que cambie su línea de opinión (aunque, en realidad, no tiene ninguna). Pero hay una Secretaria de Estado americana (Mimi Kennedy) y un alto mando del ejército yanqui (James Gandolfini) que son contrarios a la guerra y que van a exprimir al tarugo de Foster para conseguir su objetivo.

Aparte de la fuerte carga satírica (que nunca cruza, yo creo que con acierto, los límites de la parodia, para que en todo momento emerja una sensación de “coño, sí, mucha risa, pero no podría ser que...”), la película hace gala de un ritmo realmente envidiable, fruto de la cámara en mano (un estilo semidocumental que está muy en boga en la televisión actual: “The office”, “Modern Family”...), del efecto ametralladora de los ingeniosísimos diálogos (“¿has dicho “escalar la montaña del conflicto” por la tele?¡ Ha sonado como si fueses la Julie Andrews nazi!”) y de un guión impecable, en el que siempre parece que hay algo que se va a escapar de las manos del director – todo el tema de Steve Coogan y el muro –, pero que acaba cerrando todos los cabos de manera magistral en el último y frenético acto en la sede neoyorquina de la ONU.

Algunos han llegado a afirmar que “In the loop” es la “Dr. Strangelove” del siglo XXI. Es, aparentemente, una enorme exageración. Hay un tono esperpéntico en el excelso filme de Kubrick, personificado en el tour de force interpretativo de Peter Sellers, que en el largometraje británico no aparece por ningún lado. Pero, en realidad, quizás sea esa la manera de hacer “Dr. Strangelove” en esta época. Por otra parte, es cierto que no hay ningún Sellers, pero sí hay un Peter Capaldi que se merienda la película a base de higadillos de político, y un reparto que, sencillamente, se funde con sus personajes, incluido un James Gandolfini medido, muy alejado de Tony Soprano, y que tiene el gran plano dramático de la película, sólo, sentado en una silla.  Por si fuera poco, gracias a “In the loop” nos enteramos de que Anna Chlumsky, amigos, sigue existiendo después de “Mi chica”. Se hace imposible verla, aún así crecidita, sin que la mente nos traicione y comience a sonar en nuestra cabeza “My girl” en voz de los Temptations.


Mientras no aparezca Macauley, todos tranquilos.
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¡BIENVENIDO, MISTER ALLEN!



Nunca debí dejar Nueva York. Soon Yi insistió en que viajáramos y fuéramos a lugares donde hiciera sol. De nada sirvió que le dijera que con el sol me salen pecas. Ir a Inglaterra no estuvo mal: hablan nuestro mismo idioma, aunque con ese acento que vuelve locas a las mujeres, y conducen por el lado contrario, pero más o menos me entendía.

Lo de ir a España era otra cosa, pero me ofrecieron tantas facilidades que no pude menos que aceptar la propuesta de Vicky Cristina Barcelona. En Barcelona tengo un público muy fiel desde hace años, y en Oviedo hasta tienen una estatua mía a la que suelen robar las gafas (¿qué mayor prueba de afecto que esa?), de modo que tal vez sirva en cierto modo para darles mi agradecimiento.

A la que llegamos a Barcelona cogimos un taxi desde el aeropuerto al hotel; el taxista no paraba de mirarnos a través del espejo retrovisor hasta que exclamó:

- ¡Coño! ¡Pero si es el de la trompeta!
- Nada me gustaría más que me confundieran con Louis Amstrong, pero creo que se equivoca.
- ¡Si, hombre, si! Usted es el que no va a la ceremonia de los Oscars porque tiene que tocar la trompeta.
- En realidad es un clarinete.
- Claro, claro. ¡Si yo también tocaba la trompeta en la mili! ¡Anda que cuando se lo diga a mi cuñado!

Una vez empezó el rodaje la cosa se animó bastante; por alguna extraña razón no paraban de venir políticos a vernos, y fuera donde fuera siempre nos rodeaba una multitud de gente.

El reparto me parece el más adecuado. Javier Bardem es el típico actor del método que quiere saber la motivación y explicación de cada chiste; le digo que ni siquiera Freud fue bueno analizando los chistes (sencillamente, no era gracioso), y que al fin y al cabo su personaje tan sólo es un símbolo para que las norteamericanas quieran venir a España pensando que van a encontrar al amante ideal. Por algo dicen que mis personajes masculinos se parecen siempre a mí. Eso parece convencerle de momento, hasta que pregunta: “Si, pero ¿cómo lo habría hecho De Niro?

Le digo una y otra vez a Penélope Cruz que esta no es una película de Almodóvar y no hace falta que grite, pero no parece hacerme demasiado caso. De todas maneras se ha hecho muy buena amiga de Scarlett y se han ido a comprar juntas, aunque esa no era precisamente la idea que tenía de hacer algo juntos.

Scarlett parece algo despistada, ya que no para de preguntar dónde está la famosa movida, pero no quiero desengañarla; ya se sabe que estos actores de ahora son tan susceptibles que igual le entra una depresión y no puede trabajar. Las construcciones de Gaudí resultan muy fotogénicas, pero un día que estamos rodando se nos acercan unos peatones y nos comentan que, si queremos grabar en la Sagrada Familia sería mejor que nos diéramos un poco de prisa, ya que por lo visto van a hacer unas obras por ahí y tal vez el edificio se venga abajo. .. Lo dicho: no debería haber dejado Manhattan.
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EL BAYÓN DE MORETTI





Se cuenta una anécdota muy definitoria de la España de los 50, y de la reprimida testosterona de aquel varonío hispano. Dícese de proyecciones, en algún pueblo de la España profunda, en las que se ofrecía el filme “Ana”, con Silvana Mangano incendiando la pantalla al son de “El negro zumbón”, en sesión continua. Dícese de un momento determinado en cada proyección en el que el acomodador, al grito de “¡señores, el bayoooón!”, atrae a una horda indeterminada de hombres asilvestrados al interior de la sala para ver dicha escena. Dícese de su salida atropellada y apenas airosa una vez la escena ha finalizado, aliviados de pecaminosidad.


No sé si ocurría algo similar en Italia, o si Nanni Moretti lo vivió. En su mejor y más personal película, “Caro diario”, Moretti repasa sus fobias y filias a golpe de Vespa y turismo insular; una de sus filias es, indudablemente, el cine, y el director italiano no se deja de referencias, desde el descomunal palo a “Henry, retrato de un asesino”, hasta el encontronazo con su adorada Jennifer Beals, pasando por su estancia en la Stromboli de Rossellini o el fin del primer capítulo muy cerca de donde fue asesinado Pasolini. O, claro, esta nostálgica parada en la ruta para bailar (pésimamente: parece servidor bailando el Aserejé recién sumergido en JB, una noche que...) el bayón de la sensualísima Mangano.
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SI BORAT FUERA CANTANTE



Recordemos los tiempos del Un, dos, tres. A veinticinco pesetas cada una, digan nombres de directores finlandeses… ¿Cómo?¿Ni uno?¿Lars Von Trier? No, que es danés (no, no es lo mismo).Pues bien, cualquier cinéfilo gafapasta que se precie al menos sabrá mencionar uno: Aki Kaurismaki.

Aki (muy conocido también allá), tiene un estilo basado en personajes inexpresivos, de pocas palabras, gran importancia del uso de la música y un sentido de humor bastante marciano. Sus películas son más bien cortas, por principio, ya que cree que no deben llegar a las dos horas, durando normalmente sobre hora y media.

Leningrad cowboys go America es una de sus películas más peculiares; un inclasificable grupo musical de tupés kilométricos y enormes zapatos puntiagudos decide abandonar la tundra siberiana e ir a America, acompañados de su manager Vladimir (Matti Pellonpaa). Allí descubren el rock and roll (algo difícil de creer, con la pinta rockabilly que tienen), y recorren en coche los Estados Unidos, actuando donde pueden, para acabar tocando en una boda en Méjico.

He aquí la historia; un road movie con todas de la ley, salpicado de canciones, porque no hay argumento. La película se divide en escenas presentadas por un título, como en el cine mudo, y no es difícil adivinar que la principal influencia fue Buster Keaton. Al no tener un argumento, por lo tanto, el ritmo es irregular, pero la salva su peculiar sentido de humor, muy en la línea de Jim Jarmush, por lo que no es de extrañar verle haciendo un cameo.

Detalles como la tacañería del manager, que ellos aceptan sin inmutarse, la primera confrontación de un admirador calvo frente a sus tupes, o el ataúd de uno de ellos con la guitarra sobresaliendo le dan un aire muy especial que se hace simpático. La mezcla de culturas también funciona , un poco al estilo de Borat aunque sin usar la sal gruesa (impagable el comentario de que la primera noche en Nueva York siempre matan a alguien)

Lo mejor que puede decirse de la película son sus resultados: a partir de ella el grupo existió en la realidad, llegando incluso a actuar en el Radio City Music Hall con los Coros del Ejército Ruso, y Kaurismaki hizo una continuación llamada Leningrad cowboys meet Moses, de modo que puede decirse que finalmente hicieron las Americas
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¿ESTÁ UD. DISPUESTO A CAMBIAR SU VIDA POR LA DEL PRESIDENTE?





No, señora, es sólo un titular, yo no estoy... no, señora, qué coño apología del magnicidio, es una frase de una película que... que yo no le digo que... no, no es que Zapatillas me caiga especialmente bien, con esas cejas, pero de ahí a pensar que yo... no veo que haya necesidad de ir a presentar una denuncia contra nadie, que yo no... en todo caso, dígales que la directrice se ha comprado un kilo de revistas de modelismo en el mercado de San Antonio. Que vayan a investigar a su casa, si quieren (y si aguantan el olor a votox), pero yo no he dicho nada, ¿eh?

Pesadez-oigs. Empiezo. Dos hechos extraordinariamente relevantes, y de indudable traza cinematográfica, han marcado a fuego la historia contemporánea de los Estados Unidos: uno, muchísimo más global por diversas razones geopolíticas y sociológicas que ahora no tocan, fue el ataque terrorista a las Torres Gemelas de New York el famoso 9/11; el otro, de calado más local, fue el asesinato de JFK (habrá un tercero, dentro de dos años, cuando Oprah haga su último programa y les regale a los asistentes al mismo, no sé, una parcela en Saturno, por ejemplo). Quizás sea que hay más perspectiva histórica, pero da la impresión de que el ejercicio de tiro al blanco de Lee Harvey Oswald (o Fidel, o la CIA, o la mafia, o “Islero”, o quien recoñios fuese) marcó a los americanos de manera más decisiva. No sé si hasta el punto, como algunos dicen, de considerarlo “la pérdida de la inocencia del pueblo americano”, supuesto sobre el que mantengo alguna que otra duda razonable; sí que derivó, de cualquier modo, en un prolongado estado de “shock” colectivo que, aún hoy en día, ha dejado secuelas. El cine americano, como con todo hecho destacable (y americano) que se precie, se ha aprovechado, o, mejor dicho, refocilado, en la memoria histórica de su país, y han explicado el suceso desde todos los prismas posibles, desde los hechos más directos (“JFK”, claro) hasta los más tangenciales: ahora mismo, con un sueño que me hace rozar el teclado con los párpados, se me ocurren “Love field”, “Ruby” o “En la línea de fuego”. En esta última sale Harry el Sucio, así que vamos a echarle un vistazo.

Wolfgang Petersen, irremediablemente alemán, es un señor que se ha convertido en un director más bien truñoso, impersonal autor de cosas como “Troya” o “Air Force One”, al que Jolibud tiene a bien encargar películas con sello “me voy a comer tu taquilla” y temática “bigger than life”. Por fortuna, se prodiga poco, aunque hay que reconocerle que, por lo menos, se abstiene de montajes videocliperos-Michael Bay, y es bastante correcto filmando. Tiene el honor de haber realizado la película más emitida por los canales autonómicos españoles: “Estallido” (que, aun así, no me canso de ver: es lo más parecido a “Dustin Hoffman pateando culos” que jamás veremos. Un día de estos la reseño), pero su mejor película obtiene su esqueleto argumental del famoso magnicidio de Dallas. Es “En la línea de fuego”, y en ella, Clint Eastwood interpreta a Frank Horrigan, el único guardaespaldas que queda vivo de los que estuvieron en el momento de marras; hoy en día es agente del servicio secreto, y tiene que enfrentarse con un ex-asesino a sueldo del ejército americano, Mitch Leary (John Malkovich), que amenaza con matar al presidente, iniciándose un juego psicológico entre ambos antagonistas. Frank, empujado por su pasado, su sentido del honor y las piernas de Rene Russo, vuelve a formar parte del servicio de protección del presi. Con lo cual corre serio peligro de batir un curioso récord: el de ser el agente que más presidentes ha perdido.

“En la línea de fuego” es una película facturada de manera competente, sin alardes, con un par de excelentes escenas y un reparto adecuado del suspense. No inventa la pólvora ni lo pretende, sabe cuáles son sus puntos fuertes y tira de ellos con cierta elegancia. Básicamente, sus puntos fuertes son sus dos actores principales, que exhiben una categórica química entre ellos a pesar de no compartir apenas planos. Lo mejor de “En la línea de fuego" se encuentra en las conversaciones entre ambos personajes, en las que Mitch, tan psicópata como magnífico manipulador, sabe meter el dedo en las varias llagas de Frank (sin ir más lejos, el planteamiento del título del post) a la vez que establece con él una curiosa relación de jugador noble. Mientras afirma que es su amigo y que no le miente nunca (lo cual es verdad), estira su maquiavélico plan para jugar, de manera ventajista, al gato y al ratón con su avejentado e impulsivo antagonista. Malkovich, que fue candidato al Oscar por este papel, compone su personaje con metrónomo, conjugando a la perfección su rostro perverso, su dicción mayestáticamente elegante y su físico equino para crear un villano perdurable. Tiene las mejores líneas de diálogo, y consigue que sus razonamientos parezcan válidos o, cuanto menos, susceptibles de debate. Hay una crítica no demasiado soslayada, además, contra la política exterior americana, lo suficientemente oscurantista y pandillera como para ser responsable de un monstruo como Leary. En el otro lado del cuadrilátero está tito Clint, que se lo pasa bomba con su versión viejuna y resabiada de Dirty Harry, al que convierte en un adorable gruñón, cínico e impulsivo; una versión 6.0 de su personaje stándard que el viejo Clint dibuja con los ojos vendados. Es, por cierto, el último papel que Eastwood ha interpretado para un director que no sea él mismo.

La película hace gala de varios costurones que la distancian de la grandeza. Se observan, sin necesidad de rascar demasiado, varias inverosimilitudes que hacen rascar la cabeza al espectador. Se hace intragable el empeño de los asesores presidenciales por despreciar una amenaza que está clarísimo que es real altamente peligrosa. Un cúmulo de casualidades llevan a Frank al lugar correcto en el momento oportuno. Y, hombre, puede que tito Clint sea un cachondón y sepa guiñar el ojo como nadie; pero su relación con Rene Russo no pasa ni por la puerta de Brandemburgo. Además, y lo que voy a decir puede que esté penado por la ley, la banda sonora del gran Morricone no está muy afortunada, quizás con excepción del tema de los créditos finales. Sin embargo, todo esto no reseca el sabor que deja la película, un buen thriller con un villano memorable y un personaje principal que encarna el sentimiento de culpa americano. Un filme que, además, nos confirma que, décadas después, todavía hay resaca de JFK. Y lo que nos queda.
 
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