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Weblog dedicado al mundo del cine, tanto clásico como actual. De Billy Wilder a Uwe Boll, de Ed Wood a Stanley Kubrick, sin distinciones. Pasen, vean y, esperemos, disfruten. Si no es así, recuerden que NO han pagado entrada.
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HISTORIAS DE MOS EISLEY


A pesar de la diatriba anti-series españolas que lancé en el post sobre “Extras”, no se crean, jóvenes padawanes, ni por un momento, que las aberraciones catódicas son exclusiva nuestra. Y si no, échenle un vistazo a la Fox, famosa en los Yuesei por cancelar proyectos al más puro estilo Antena 3. Uno de los casos más significativos de su historia, sin lugar a dudas, fue “Firefly”, serie de la que hablé en el artículo sobre “Serenity” (joder, sí que estoy hoy autorreferencial) y que tiene una historia curiosísima.

Pergeñada por uno de los gurús de la televisión americana (“Buffy”, “Angel”), Joss Whedon, “Firefly” nacía como una serie de ciencia-ficción con acusada atmósfera de western y en la que la Fox fingió creer en un primer momento. Pero ya de inicio puso problemas: que si el capítulo piloto no enganchaba, que si el personaje protagonista no podía ser un perdedor, que si the granny smokes. Todos sabemos que, en cualquier ámbito cultural-comercial, los que más saben de esto son los productores, así que los de la Fox tomaron decisiones. La mejor, la de emitir los episodios en el orden que A ELLOS les parecía más adecuado. Que acabó siendo este: 2-3-6-7-8-4-5-9-10-14-1. Sí, faltan el 11, el 12 y el 13, que se dignaron a estrenar en una reposición veraniega posterior. Y sí, el episodio piloto al final, cuando ya se había tomado la decisión de cancelar la serie por sus bajas audiencias (visto lo visto, que la viera alguien era un milagro). Whedon no entendía nada, pero aún iba a entender menos: los seguidores de la serie, pocos pero ruidosos, iniciaron una serie de campañas en internet para la salvación de la serie y la transportaron hasta ese hermoso lugar llamado “producto de culto”. El boca/oreja funcionó como pocas veces, y cuando la serie apareció en DVD fue un explosivo y sostenido éxito de ventas, hasta tal punto que, en los últimos dos años, “Firefly” se ha mantenido entre los 10 productos más vendidos de Amazon.com. Como consecuencia de todo esto, Joss Whedon alcanzó un hito histórico: conseguir llevar a cabo una película, “Serenity”, desde una serie fracasada. Producida, claro, por... Universal.

Dicen sus frikiseguidores que “Firefly” parece inspirada en series de animación tales como “Cowboy bebop” o “Guardianes de la galaxia”. Yo soy de los que de vez en cuando sale de casa, así que no he visto estas series, y el icono referencial que me viene a la memoria es el bar de Mos Eisley, esa cantina zarrapastrosa en la que Luke Skywalker y Obi-Wan Kenobi se encuentran por primera vez a Han Solo. Historia: en pleno siglo XXVI, el universo está dominado por una Alianza chinoamericana desde hace unos años, después de vencer en una cruenta batalla a a unos disidentes que se oponían a esta forma de dictadura estelar. La Tierra es tan solo un vago recuerdo, una leyenda, pero el ser humano se ha encargado de adaptar todo planeta viviente de tal manera que pueda ser habitable. Los planetas centrales están adscritos a la Alianza, son ricos, modernos y prósperos; los que se alejan del núcleo, los planetas fronterizos, viven como pueden y, en muchos casos, carecen de los medios necesarios para subsistir sin dedicarse al hurto o al contrabando. Malcolm Reynolds, ex-combatiente rebelde, malvive en la nave “Serenity” dedicado al crimen de guante blanco y tratando de eludir a la Alianza y mantener a su tripulación. Esta premisa sirve para entender la atmósfera imperante de la serie (los créditos dan una buena pista), que mezcla conceptos clásicos de “sci-fi opera” con estigmas del western más clásico: el 2º episodio, sin ir más lejos, es un atraco a un tren, y el penúltimo trata de la defensa de un grupo de prostitutas (sí, a mí también me suena). Revólveres, rifles Winchester, áridos desiertos, cantinas inmundas, caballos, sentido del honor y del deshonor... todo eso que suena al género americano por excelencia tiene cabida en “Firefly”, sin que falten, claro está, los indispensables elementos de ciencia-ficción, limitados por la historia y el ajustado presupuesto. Pero no es esto lo que desprende la magia de “Firefly”.

Son los personajes, claro. No recuerdo una serie en la que tantos personajes sean tan carismáticos y provoquen con tanta facilidad la empatía del espectador. Inara, la prostituta legal que tiene alquilada una de las lanzaderas de la nave para sus “trabajos”; Kaylee, la mecánico de la Serenity, positiva e ingenua hasta la extenuación; Jayne, mastuerzo sin escrúpulos y sin cerebro, ideal para atracos con violencia y campeonatos de chupitos; Wash, el piloto, ingenioso y algo torpe, que ocupa el título oficial de “sexo débil” en su matrimonio con Zoe, leal compañera de armas de Mal en la guerra perdida, y una badass de cuidado; Book, un pastor clerical de discurso brillante y exceso de conocimientos sobre armas y tácticas de la Alianza (su misterioso pasado era una línea argumental que no dio tiempo a desarrollar); Simon Tam, médico de prometedora carrera y maneras estiradas que ha de dejarlo todo para proteger a su hermana; River Tam, la susodicha, adolescente prodigio, con poderes mentales y un profundo desequilibrio (como una regadera de tienda de los chinos, vamos) que la convierte en una bomba de relojería andante. Y, claro, Mal Reynolds, una versión 2.0 de Han Solo, sarcástico, descreído, contrabandista, arrojado, íntegro a pesar de su dedicación criminal; Nathan Fillion (por lo visto, un cachondo en la vida real) borda el personaje y le otorga un carisma irresistible. La interacción entre los personajes, los diálogos, el sentido del humor irónico, seco y tabernero que irradian los episodios, hacen casi imposible no encariñarse con ellos y desear ver el siguiente capítulo, no ya por la trama (no dio tiempo a desarrollar ninguna), sino por la necesidad de volver a verles.

14 episodios no dan para que, como muchos de sus seguidores (denominados “casacas marrones” porque así se les llamaban a los soldados de la resistencia derrotada) (por tanto, un apelativo cargado de justicia poética) afirman, “Firefly” sea la mejor serie de ciencia-ficción de la historia. Pero sí para que en la estantería de Mi Majestad ocupe un lugar especial, y para que se convierta en uno más de los plastas irredentos que se empeñan en recomendar la serie a todo bicho viviente. Una vez encuentras la Serenidad, no puedes abandonarla.
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LA CIMA DEL MUNDO, MA



El título de esta película no podía ser más apropiado: Al rojo vivo. Ya desde el comienzo, en el que en un atraco a un tren uno de los ladrones es abrasado por el vapor de la locomotora, no hay respiro y nos deja bien claro por donde irá la película. Con el habitual estilo seco y vigoroso de Raoul Walsh, no se entretiene en poner adornos sentimentales a la historia o buscar justificaciones psicológicas a los personajes: va directamente al grano, dejando que las acciones definan a los personajes. Y vaya si lo consigue. Como que nos dejó a uno de los personajes más ricos y complejos del cine negro: Coddy Jarret.

Jarrett es un gangster, jefe de una banda. Su padre murió debido a una enfermedad mental y le aterroriza pensar que podría acabar como él, pero aún así no dudó en imitar de joven los ataques epilépticos de su padre para llamar la atención; tal vez debido a ironías del destino, justicia poética o cuestiones genéticas, esos ataques acabaron por convertirse en reales. Sólo hay una cosa que le importe a Coddy en el mundo: su madre. Siente una dependencia obsesiva por ella Por lo demás es cruel, de una suma sangre fría que le permite matar a disparos a una persona y seguir comiendo pollo como si tal cosa, prácticamente es un sociópata, antes de que recibieran ese nombre. No pudo haber mejor elección que la de James Cagney para el papel, su estilo nervioso y superenergético encajan a la perfección con Coddy.

Ma Jarret (Margaret Wycherly) es una auténtica madre coraje, tuvo que pasarlas bastante mal con su marido, pero nunca se la ha oído quejarse. Apoya incondicionalmente a su hijo, y en su ausencia dirige la banda y vigila por sus intereses. La novia de Coddy, Verna (Virginia Mayo) es la típica chica florero, aunque a él en realidad no le importa nada, tan sólo es un trofeo que exhibir del brazo, pero no os preocupéis por ella, es de las que caen siempre de pie y sabe arrimarse al mejor postor... ¿hace falta decir que no le cae bien a Ma Jarret?

Un policía que se dedica a infiltrarse en las cárceles para sacar información de los presos, Vic (Edmond O’Brien) es encargado de aliarse con Coddy. Sus intentos de acercamiento no funcionan, hasta que Jarrett tiene un ataque y Vic le conforta con las mismas palabras que habría dicho su madre. Desde entonces se convierte en su mejor amigo (¿quien es más honesto de los dos?).

Escenas como la del comedor de la cárcel hablan del buen hacer de Walsh, en la que Coddy quiere saber cómo está su madre a través de un preso que acaba de llegar, y la cámara va siguiendo a los presidiarios transmitiendo la pregunta hasta llegar a su destinatario; no sabemos cual ha sido su respuesta pero la adivinamos por la expresión de quien tiene que decir la noticia de su muerte, segundos antes de comunicárselo, temiendo su reacción. Y no se equivocaba, ya que Coddy se descontrola totalmente al saberlo. Esa escena se rodó sin que el resto del reparto supiera cómo iba a comportarse Cagney, y sus miradas demuestran auténtica sorpresa y miedo. Pero la que ya pertenece a la mitología del cine negro es la del final: Jarret descubre que ha sido traicionado y subido a una torre de petróleo, se comporta como un animal acorralado. Dispara, provocando una explosión mientras grita, desafiante “¡Lo conseguí, mamá, estoy en la cima del mundo!”, justo antes de volar por los aires. “Consiguió llegar a la cumbre del mundo… hasta que el mundo le destruyó” murmura Vic. Perfecto remate de tintes shakespearianos.

Aunque los aparatos usados por la policía ahora nos puedan hacer sonreir, la película sigue siendo tan efectiva, directa y seca tanto ahora como cuando se estrenó; cine negro del bueno, del que nos hizo amar el género para siempre.
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LA GUERRA DE LOS WHEELER


La falta de ambición es una cualidad con muy mala prensa en la sociedad moderna, y cuando digo moderna, me refiero a los últimos 2000 años, o así. Está desarrollado y aceptado en mancomunidad de pensamiento que es imposible tener una buena vida sin un objetivo claro, sin unas ambiciones más o menos concretas que actúen cómo máquinas de tren que tiran de los vagones (vagones=nosotros), sin una esperanza de un status mejor que nos ayude a incorporarnos, otra vez, por las mañanas. A esos objetivos, que en muchos libros de autoayuda reconocerán por el término “sueños” (y que, como diría el doctor Lecter, provienen de lo que más anhelamos, que suelen ser los éxitos del vecino), algunos les aplican un, llamémosle, filtro de realismo, por si acaso: ya saben, jóvenes padawanes, que la caída duele más cuando es de más alto. Aún así, la no consecución de esos “sueños”, la ambición no satisfecha, la juventud caducada en vacío, son causa de la masa de depresiones urbanitas que nos asolan a los ciudadanos medioburgueses de este mundo, y que nos hace considerar nuestras vidas una enorme pérdida de tiempo por no ganar suficiente dinero para un apartamento en Torrevieja-Alicante, por no haber conseguido plaza para tus hijos en el Liceo Francés, por no haber editado ese disco con tu grupo que ya tenías en la mano... Mientras (ojo, que activo el demagogiómetro y lo pongo en posición MAX.), millones de personas en el mundo se levantan por la mañana con el único propósito de conseguir comer algo que no esté en estado de completa putrefacción. Apago el demagogiómetro y deduzco que estas reflexiones, por narices, tienen que haber pasado por las cabezas de Richard Yates, escritor de la novela “Revolutionary Road”, y Sam Mendes, director de la película. No he leído la novela.

Mendes debe estar rascándose la cabeza en casa, sin entender cuál es la razón de que, habiendo filmado una película con el cartel de “oscarizable” colgado en todas partes, se haya ido casi de vacío en las nominaciones. Los caminos del académico son inescrutables, así que no sé qué decirte, Sam, excepto que eres un cabrón con mucha suerte (levantarte con Kate cada mañana), así que dudo mucho que jamás tengas ninguna crisis de este tipo, por muchos oscars que te pierdas... I'm losing myself. “Revolutionary Road” (insisto, la película) es un melodrama-copónbendito con reminiscencias sirkianas, imperceptibles briznas “arty” y, en general, cierta cobardía autoral que impide a esta película caminar por encima de las aguas. Dicen por ahí que la primera intención de Mendes era rodar a-la-Bresson, situando la cámara en un punto fijo y dejando que los actores se enzarcen a sus anchas. Porque, básicamente, la película es eso: una sucesión de discusiones de pareja acomodada en mayor o menor intensidad, que delinean una narración que apenas avanza en horizontal (ocurren muy pocas cosas), sino más bien hacia el interior, desangrando no sólo a los personajes protagonistas, sino a los secundarios que pasaban por ahí, y que,de alguna manera, sufren, aunque sea nimiamente, los daños colaterales de la guerra de los Wheeler. Frank y April Wheeler son una pareja burguesa de los años 50 que han visto cómo pasaban de los treinta siendo una familia más (casa en urbanización, dos hijos, ella sus labores, él trabajo de ventas heredado de papi), y que pretenden reafirmar su ambición de ser especiales disfrazándose de bohemios y trasladándose a vivir a París. Pero quizás las cosas no sean tan fáciles, y quizás ellos no sean tan especiales.

Pocas películas de este nivel he visto que dependan tanto de las interpretaciones de su pareja protagonista; ahora mismo, sólo me viene a la cabeza “Lo que queda del día”, aunque seguramente habrá más. Sam Mendes deja en manos de Kate Winslet y Leonardo DiCaprio el peso del largometraje por completo, desde la primera escena a la penúltima, con el simple acompañamiento de la contención autoral, de la música de Thomas Newman - efectiva aunque a veces algo redundante -, y de unos secundarios que aparecen poco pero que tienen su peso como distintos reflejos de la sociedad en la que los Wheeler se están asfixiando, y la prueba es el zoom final sobre un personaje hasta el momento absolutamente anecdótico, que sirve como metáfora perfecta de la silenciosa infelicidad burguesa. Como enérgico contrapunto, ese pirado interpretado por Michael Shannon, el único capaz de decir las cosas tal como son, y cuya sinceridad desemboca en una catarsis de pareja que precipita acontecimientos, y que acaba siendo una de las mejores escenas de la película. Aún así, la nominación a Shannon me parece desorbitada: tiene dos escenas de 3 minutos, como mucho, en toda la película, en los que, por cierto, a veces parece que está haciendo el casting para interpretar al Joker en la próxima de Batman.

Decíamos ayer que el filme se apoya por completo en las interpretaciones de sus dos protagonistas. La sorpresa, para servidor, es Leo: por fin (POR FIN) aparecen algunas arrugas de la vida en su eterna baby-face, y el personaje lo agradece en aras de su credibilidad, por lo menos a los ojos marcbranchesianos. Es, hasta el momento, el papel de su vida. Extraordinario al expresar la contención de la debilidad de Frank, desatado en las iracundas discusiones del último tercio, siempre en el tono correcto, transmite a la perfección las aristas de su personaje, entregado a la causa de su mediocridad. Lo de Kate Winslet no es ninguna sorpresa. Es la mejor actriz de su generación, quizás de varias, y en esta película da una nueva muestra, además, se va creciendo conforme avanza la narración, y su desborde psicológico del final es abrumador. No he visto “The reader”, claro, pero, o su actuación en esa película deja a Katharine Hepburn a la altura de Paris Hilton, o mí no entender. En cualquier caso, un ninguneo “académico” que se extiende a la película en general. “Revolutionary Road” es la cara amarga, agria, desencantada, de “American beauty”: los Burnham tenían la edad suficiente como para interpretar su fracaso en clave de resignado sarcasmo; los Wheeler aún no han podido digerirlo.
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GRACIAS POR NO FUMAR




Seguimos apostando por el cine español, oiga, que aquí hay talento de sobra (otra cosa es que se sepa aprovechar o no). Una buena muestra de ello: Smoking room, que vendría a ser nuestro equivalente a Glengarry Glen Ross por lo que respecta a reparto más sólido y compacto que el cemento armado, mostrando problemas laborales con diálogos magníficos. La escena que recuerda todo el mundo (por méritos propios) es ésta: con el pretexto de recoger una firma, suben a la azotea del edificio dos empleados de una empresa. Un detalle tan cotidiano como éste sirve para que uno de ellos se confiese, ante la alucinada mirada de su compañero. Claro que para ello hacían falta actores de primera, y para eso nadie mejor que Antonio Dechent y Eduard Fernández, que hacen un auténtico recital, uno hablando por los codos y desahogándose de sus penas, y el otro haciendo eso tan difícil que es escuchar.
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LA CABAÑA DEL TITO TOM



Esta sí que no os la esperabais.

Dos años y medio de blog, disparando a la mínima con mi AK-4 verbal contra tito Tom a la que se movía un milímetro, y voy y le dedico un post. WTF?

Pues eso, qué cojones. Una cosa son mis deseos de hacerle el truco del lápiz del Joker, pero en la cabeza y con un cuchillo jamonero, y otra estar ciego, sordomudo e idiotizado y no reconocer que el poder de Hollywood, ahora mismo, está en manos de Thomas Cruise Mapother IV. Juro por Summer Glau que es su nombre real: está claro que este tipo nació para hacer algo grande. No pretendo enfrascarme aquí en una biografía al uso, escribiendo al galope cronológico de la vida y circunstancias de Tom Cruise. El personaje es suficientemente conocido para que Mi Majestad descubra nada relevante en un artículo, digamos, horizontal. Quizás descubramos más acercándonos de manera más transversal, a riesgo de que las ideas se desordenen y la cosa me quede más opaca y confusa de lo habitual. Lo que está claro, en cualquier caso, es que hay un Tom Cruise actor y hay un Tom Cruise personaje, y que los dos combinados tienen el potencial suficiente para, si se lo proponen, alterar la órbita terrestre, pongamos por caso. Venga, Marcbranches, un par de antidepresivos más y al toro, que tú puedes.

No creo que ningún ser humano con coeficiente intelectual positivo albergue duda ninguna de que Tom Cruise siempre ha querido ser el macho alfa de Hollywood. Artística y comercialmente. Del segundo -mente hablaremos luego, pero tito Tom, siempre el más listo de la clase, ha combinado con maquiavélica precisión los proyectos en los que ha intervenido para llegar al status de divinidad cinematográfica con su prestigio y su imagen (casi) intactos. Poco importa si sus aptitudes interpretativas se limitan a su profesionalidad e indudable esfuerzo, o que sus registros se puedan contar con los dedos de una mano: Tom está más allá de estas menudencias. Ya desde sus inicios debió de tener claro que solo con su limitado talento no iba a ser suficiente, y que tendría que aprender de los mejores y elegir muy cuidadosamente sus proyectos. Su tercera película ya es con Coppola, “Rebeldes”, pero después sabe desmarcarse de la efímera moda del “Brat Pack” y enciende su propia mecha con “Risky Business”. Y a partir de ahí, el plan ya no tiene frenazo posible, y tito Tom saltea rompetaquillas (“Top Gun”, “Cocktail”, “Días de trueno”) alimenticios – que alimentan, básicamente, su popularidad - con proyectos de calidad en los que fagocita los talentos de los actores con los que trabaja (Paul Newman, Dustin Hoffman, Jack Nicholson) y el prestigio de sus directores (Martin Scorsese, Oliver Stone, Sydney Pollack). Así, llega a mediados de los noventa montado en el dólar y en el imaginario del espectador de a pie, reconocido por todo ser humano con ojos del planeta Tierra, y con un bonus de glamourización por su oportuna relación con Nicole Kidman. A esas alturas ya puede levantar largometrajes con su solo nombre, desde “Entrevista con un vampiro” hasta “Misión imposible”, sin que su reiterativa colección de tics y sonrisitas dentífricamente perfectas, no sólo no molesten al personal, sino que incluso lo consideren un actor potencialmente oscarizable (aunque esta es, de momento, la única batalla que tito Tom no ha ganado todavía. TODAVÍA). No será porque no lo intenta: un héroe de guerra tullido parecía una baza infalible, pero no. También “Jerry Maguire”, quizás el personaje más insufrible, histérico e irritantemente gesticulante que haya interpretado hasta ahora, tenía pinta de ser su gran oportunidad. Pero tampoco. Qué cabrona es, a veces, la Academia, con las manos que le dan de comer.

Después de añadir nada menos que un Kubrick ( y póstumo) a su currículum, sin importarle demasiado que su esposa lo devorase en todas las escenas, Tom Cruise dio un paso más allá en su objetivo de ser un actor respetado. Un geniecillo independiente, Paul Thomas Anderson, se cruzaba en su camino con “Magnolia”, y tito Tom le gritaba al mundo que él estaba dispuesto a trabajar con cualquiera siempre que tuviese talento, incluso en un papel secundario. Su sexopredicador Frank T.J. Mackey, arrogante, chulesco, feminófobo, pero engullido por su pasado y por sus complejos, era, posiblemente, su trabajo más redondo hasta el momento, y aunque no le dieron el señor calvo dorado, hasta sus críticos más contumaces (ergo, servidor) se rindieron. Tal era, y es, la magnitud del personaje, que entre Spielbergs diversos (Spielberg + Cruise = Godzilla + Hulk) y su primer villano oficial (el matón canoso de “Collateral”), se permitió el lujo de empezar a reírse de sí mismo en el inicio de “Austin Powers en Miembro de Oro”, para que así todos fuéramos conscientes de que tito Tom es un chico sanote, humilde y nada pagado de sí. Casi me lo creo.

A medida que su capacidad para multiplicar beneficios aumentaba, su poder en Hollywood seguía el mismo ritmo a nivel exponencial. Tan sólo un inesperado y considerable bache, relacionado con su vida privada, estremeció su posición en la industria, y de qué manera. Su extraña relación con Katie Holmes, de la que derivaron abigarrados rumores y salidas de tono públicas del propio Cruise, llevaron su imagen hasta tal punto que la Paramount, absurdamente, decidiera patear la gallina de los huevos de oro y rescindir unilateralmente el contrato con tito Tom. La reacción del actor/productor/deidad es fulgurante: Tom levanta su tridente y reinicia la desaparecida United Artists con la colaboración de MGM. Otra vez donde le gusta estar, en el ojo del huracán. Nada se hace sin la mirada aprobadora de tito Tom, y si no, véase su aportación al desenlace de la pasada huelga de guionistas. A pesar de reveses como la merma de su imagen pública (a golpe de novias envaradas, novias maniáticas y Cienciología) o la separación de su histórica socia Paula Wagner, tito Tom sigue, irreductible, su plan para hipnotizar a todo el Sistema Solar. El último paso ha sido su descacharrante e irreconocible cameo en “Tropic Thunder”, ante el cual hasta Mi Majestad ha tenido que aplaudir. A pesar de lo cual (o precisamente por ello), sigo odiándole cordialmente. Entre otras cosas, porque ha conseguido que me haya puesto a escribir este post.
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ESTÁN LOCOS ESTOS ROMANOS


¿Cuál sería el resultado si juntáramos Los Soprano y Yo, Claudio? Sencillamente, Roma. Los personajes son tan malhablados (aunque su vocabulario sea distinto), violentos y aficionados al sexo como los gangsters de Nueva Jersey y sus intrigas no tienen nada que envidiar a las de los mafiosos, pero al mismo tiempo tenemos el gusto por el detalle de las series de la BBC y la enorme categoría de los actores británicos.

Esta afortunada fusión de la HBO y la BBC nos remite inevitablemente a Yo, Claudio, ya que la serpiente de los títulos de crédito viene a ser un homenaje a la de su predecesora, pero aquí vamos a una época ligeramente anterior, Julio César (por supuesto aún no tiene ese título) ha acabado su guerra de las Galias (bueeeno... salvo una pequeña aldea) y se dirige victorioso a Roma. Dos soldados, Lucio Voreno (Kevin McKidd) y Tito Pullo (Ray Stevenson), de orígenes muy distintos, uno descendiente de nobles y otro hijo de esclavos, pertenecientes a la 13 Legión, serán los testigos privilegiados de todos los sucesos que tengan que ver con la historia de Roma y se convertirán en amigos inseparables. Estos dos personajes ficticios se mezclan con otros reales para mostrarnos un impresionante fresco de la vida en esa época, con una reconstrucción sumamente minuciosa de la ambientación que no busca el preciosismo, sino el realismo, y lo consigue plenamente de tal manera que casi podemos oler las malolientes calles romanas.

Un Julio César (Ciaran Hinds) ambicioso, manipulador y ansioso de ser considerado como un dios, un Marco Antonio (James Purefoy) vulgar, exhibicionista y adicto al sexo que habría hecho las delicias de Terenci Moix, y un estirado y repelente Octavio Augusto son los que luchan por el poder. Conspirando tanto a favor como en contra de ellos (según soplen los idus de marzo) están Atia, pariente de Julio pero dispuesta siempre a estar del lado del triunfador, y su eterna rival Servilia, madre de Bruto, deseosa de que vuelva la República.

Entre tanta traición, adulterio, incesto y un montón de cosas más, hay una historia de amor que destaca sobre las otras: la de Marco Antonio y Atia. Los dos son unas malas bestias, pero su insaciable apetito sexual les hace hechos el uno para el otro. Aunque mas tarde la abandone, deslumbrado por Cleopatra, su muerte tiene destellos de grandeza shakespearianos.

La espectacularidad de algunas escenas es sencillamente impresionante y no tiene que envidar en nada a las superproducciones cinematográficas, el nivel de los actores es realmente espléndido, destacando Hinds, Purefoy, McKidd y Stevenson, pero todo ello contribuyó a que haya sido la serie más cara de la historia de la televisión, y por eso dejaran de grabarla, a pesar de los buenos resultados de audiencia y magníficas críticas, pero aún así no importa, ya que creo que acaba en el momento adecuado: cuando Augusto es proclamado emperador, justo donde empieza Yo, Claudio… y es que todos los caminos llevan a Roma.
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MAGNOLIAS DE ACERO DESENCANTADO


Por quincuagésima octava vez: no me gustan los musicales. Pero oiga, señora, la música es parte indisoluble del cine, desde la mismísima época muda, y dichas artes se han combinado de incontables formas desde que los Lumiere montaron el pollo. Una de las más chocantes que Mi Majestad recuerda es esta pequeña maravilla de la esplendorosa “Magnolia” de Paul Thomas Anderson, un monumental fresco sobre el azar, la desesperanza, las ilusiones, las mentiras, el amor; la vida, entonces. Uno de los mejores repartos de los últimos tiempos (que, paradójicamente, incluye a Tom Cruise en su mejor papel hasta su aparición en “Tropic Thunder”) se combina para cantar a relevos sobre uno de los temas que Aimée Mann, íntima amiga de Anderson, compuso para la banda sonora de la película. Aunque casi se podría decir que fue al revés, porque Anderson reconoció que se basó en las letras de algunas de las canciones de la cantautora americana para componer a varios de sus personajes. La canción se llama “Wise Up”, es ideal para consolidar una depresión (ese “ríndete” del final), y la prefiero mil veces al “Save me” que fue nominado aquel año a los Oscars. Eso sí, los tito Tom, Philip Seymour Hoffman, Julianne Moore, William H. Macy, John C. Reilly o Jason Robards de turno no debían de afinar del todo bien, porque poco rato después, comenzaron a llover ranas.

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MI CITA CON LA MUERTE





Si con Cabaret Bob Fosse demostró que el musical podía ser adulto, crítico y dramático, con All that jazz dio un paso más allá nos enseñó que también puede ser sumamente personal e introspectivo, sin perder un ápice de espectacularidad en los números de baile.

Todas las mañanas Joe Gideon repite el mismo ritual (no, no es el mismo que el de American beauty): gotas para los ojos, pastilla, la misma música clásica, ducha ya con el primer cigarrillo del día en la boca, y finalmente mirarse ante el espejo diciendo “¡Que empiece el espectáculo!”. Gideon es un director y coreógrafo famoso, obsesionado con su trabajo y perfeccionista, que está dirigiendo un musical de teatro mientras monta una película. Su ritmo de vida hace que su cuerpo se resienta y le da un serio aviso en forma de ataque al corazón.

Las similitudes de Gideon y Fosse son evidentes desde el primer momento; aparte del tremendo parecido físico de Roy Scheider, la ex mujer sería Gwen Vernon, la película que está montando es Lenny, el personaje de John Lithgow estaría basado en un director rival de Fosse, Michael Bennet. Al director le vino la idea cuando tuvo un ataque al corazón, del que salió mejor parado que Gideon (al menos durante una temporada). Con una estética felliniana (algo que no era nuevo en él, si recordamos Sweet Charity), Fosse disecciona su vida ante nuestros ojos y frente a alguien muy especial: la muerte, (Jessica Lange),llamada Angelique, pero que no nos es mostrada como algo terrible y oscuro, sino como una resplandeciente mujer (¿mejor que un pálido jugador de ajedrez, no?) a la que él, mujeriego empedernido, quiere conquistar. Ella le conoce mejor que nadie: sabe que es egocéntrico, mentiroso y que nunca ha querido a nadie, pero aún así reconoce que tiene un encanto irresistible. Alguien tan obsesionado con su trabajo como Gideon no puede acabar menos que imaginando una obra musical sobre su muerte.

Si en algo fue absolutamente genial Fosse fue en sus coreografías; sus números musicales tienen un estilo inconfundible, y aquí no podía ser menos. El On Broadway del inicio puede hacernos pensar que estamos ante una versión de A chorus line o del estilo de Fama, pero la cosa es mucho mas compleja, Take off with us/Aerotica es un espléndido número, y Everything old is new again constituye un delicioso paréntesis, pero es a partir de que Gideon es ingresado cuando los números toman un aire distinto y cada uno de los personajes se confiesa ante él cantando y bailando: su ex-esposa, su amante y su hija, hasta incluso sus amantes ocasionales, reprochándole sus faltas, especialmente su imposibilidad de amar a nadie excepto a sí mismo.

Roy Scheider está sensacional y su parecido con Fosse va más allá de lo físico, interiorizando sus sentimientos y tiene el encanto necesario para justificar que a pesar de ser un cerdo sigan adorándole su ex-esposa o su hija. La verdad es que nunca resultó más atractivo que con esa perilla y su cigarrillo eternamente colgando del labio.

Ira, negación, trato, depresión y aceptación. Gideon pasa por los cinco estados del proceso de la muerte y, cuando finalmente ha llegado a la aceptación, es cuando es capaz de imaginar uno de los más deslumbrantes números de la historia del cine musical: Bye, bye, life. Presentado como si estuviera en un programa de televisión por Ben Vereen (que está espléndido y le roba el estrellato de la escena) como un “artista no demasiado bueno, para nada humanitario y que no fue amigo de nadie”. Por fin ha llegado el momento de reunirse con la mujer mas inaccesible de todas y se despide de la vida sin tristeza y con cierto miedo, pero serenidad. El número va en un crescendo irresistible que le permite despedirse de todos (impagable la cara de rabia de John Lithgow a la que le da la mano), y tras ir subiendo en una plataforma pasa a un túnel blanco, al final del cual le espera Angelique. Fundido en blanco. Puede bajar el telón.
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CONVERSACIONES CON EL JARDINERO


Un buen día de finales de los 70 el escritor polaco y afincado en los Yuesei Jerzy Kosinski recibió un telegrama. Había conseguido, años atrás, un éxito considerable con su última novela, “Being there”, un relato de buena digestión sobre un jardinero idiota que, por una serie de casualidades y de comportamientos más idiotas todavía, se convertía en un analista fundamental del gobierno americano. El telegrama decía: “Estoy disponible dentro o fuera de mi jardín”, junto a un número de teléfono. El autor polaco marcó inmediatamente dicho número, como hubiéramos hecho cualquiera: esa frase, así a bote pronto, suena a polvo rápido y fácil y, con un poco de suerte, sin tener que pagar. Así de primeras, gatillazo: era Peter Sellers. Sin embargo, su propuesta era poco menos que un ayuntamiento lúbrico con Monica Bellucci, pero en artístico, y se trataba de llevar la novela a la gran pantalla, con el gran comediante británico como protagonista, claro. Sellers, harto de secuelas de “La Pantera Rosa”, descompuesta su relación cinematográfica y personal con Blake Edwards, y muy lejos de sus gloriosos tiempos con Stanley Kubrick, quería dar un impulso a su carrera, un papel definitivo por el que se le retornase a los focos del respeto artístico. El jardinero Chance era su gran ocasión, y bien que lo aprovechó, consiguiendo, incluso, una nominación al Oscar (en aquella época ya empezaba vislumbrarse la tendencia personaje disminuido físico/psíquico=estatuilla). Por desgracia, “Being there”, o el título por el que lo conocemos en España, “Bienvenido, Mr. Chance”, fue casi su canto del cisne. Un Fu-Manchú después, Peter Sellers nos dejaría huérfanos de uno de los mejores comediantes de la historia, que podría haber sido uno de los mejores actores, a secas, de la etcétera, si su carrera cinematográfica hubiese caminado a la par que su talento.

La dirección del guión escrito por el propio Kosinski fue a parar al buen artesano Hal Ashby (“Harold y Maude”, “Shampoo”, “El regreso”), que alcanzó el espinoso equilibrio entre la subordinación al lucimiento del actor estrella y la impronta de estilo propio. Ashby no se limita a poner la cámara y gritar “acción” mientras Sellers homenajea a Buster Keaton, sino que le ofrece al filme un tono reposado, sereno, al pausado ritmo de un metrónomo, con la casi exclusiva banda sonora del eco de las habitaciones que subrayan las palabras y los silencios de los protagonistas. La historia de “Bienvenido, Mr. Chance” gira alrededor de un tipo del que sólo sabemos su nombre, Chance -entre otras cosas, “casualidad” en inglés, y la película está plena de ellas-, y que tiene algún tipo de merma mental que le hace ser poco más que un vegetal (no puede ser otra cosa, pues, que jardinero) parlante, que no lee, ni escribe, ni sufre ni siente: sólo cuida del jardín de un viejo y ve la tele. Ve mucho la tele. Después de morir el viejo y marcharse su cuidadora, Chance sale a la calle y descubre el mundo que hasta entonces sólo había presenciado a través de la caja tonta, en una magnífica escena en la que, de manera sarcástica, suena una versión setentera del “Así habló Zaratustra” que debió erizar las barbas de Stan the Man. Posteriormente, el infortunio de ser atropellado por una limousina acaba por ser su gran golpe de suerte, que le llevará a un imparable ascenso en la escalera social, en la influencia sobre la política económica del país, y en el corazón de Eve (Shirley MacLaine). Un acenso provocado, no por sus ansias arribistas (ni se entera de lo que pasa alrededor, sólo se limita a reaccionar a situaciones y conversaciones según su escaso intelecto) sino por el empeño de todos los que le rodean de encontrar alambicadas metáforas políticas y vitales en lo que tan sólo son formulismos simplones y consejos de jardinería.

La película es, pues, a imagen y semejanza del libro, una sátira descarnada sobre la idiocia profunda del ser humano, dibujada con guante de seda y maneras de fábula. La influencia de la televisión en nuestro comportamiento, y la necedad de la clase política y la alta burguesía, son azotadas inmisericordemente por Ashby & Kosinski, y por la soberana, hierática, tierna interpretación de Sellers, genial en toda la gama de no-emociones que desprende su deficiente personaje. Chance hipnotiza a los engolados políticos y economistas del país, desnudándoles desde su inocencia infantil, incluyendo al presidente (Jack Warden) y uno de sus asesores y amigos, ya moribundo, un Melvyn Douglas que acabó llevándose un Oscar. Dentro del tono sobrio del largometraje, hay una escena cómica brutal, en la que Shirley MacLaine se masturba ridícula, burguesamente, mientras Chance convierte en ejercicios amorosos la tabla gimnástica de la Eva Nasarre de turno. La MacLaine está magnífica como mujer reprimida, alejada completamente de la realidad, con telarañas entre sus maduras piernas, capaz de aceptar cualquier cosa que salga de la boca de Chance como la Verdad Definitiva, convencida como está de que ha encontrado al despertador de su corazón.

“Bienvenido, Mr. Chance” es, pues, un ladrón satírico de guante blanco, y casi una voz de alarma sobre los extremos a los que nos puede llevar la alienación a la que nos estamos sometiendo progresivamente, señalando, en primera persona, a la televisión (y Kosinski aún no se imaginaba que iban a existir programas como “El diario de Patricia”). El cierre del filme es catedralicio, tanto por el incierto destino de un Chance que va directo hacia la presidencia del país, como por ese Peter Sellers caminante sobre las aguas, toda una metáfora de indudables connotaciones (falsamente) religiosas, que, por cierto, podría acompañar ciertos anuncios que aparecen últimamente por los autobuses de Barcelona...
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QUÉ LINDA PAREJITA




¿Qué tienen que ver una pareja de gangsters de los años 20 con la juventud de los 60?. Cojamos su sentimiento de inadaptación a una sociedad que no les gusta y que está en contra de sus normas. Bonnie y Clyde saben que morirán jóvenes, pero parecen partidarios del dicho de “muere joven y harás un bonito cadáver”, lo prefieren a una vida aburrida. En plena era hippie, su inconformismo conectaba perfectamente con ellos, la conversación de Clyde en la que explica a Bonnie, a la que acaba de conocer, cómo se siente y qué vida la espera, era el reflejo de miles de jovenes.

Aunque se idealiza mucho a la pareja, fomentando su lado glamouroso y su vocación de Robin Hood robando a los bancos, se muestran detalles auténticos, como el de la histórica sesión de fotos, la afición a escribir de Bonnie o el tiroteo final y se suavizan detalles como la ambigua relación de la pareja, limitándose a decir que Clyde “no es un hombre apasionado” (no deja de ser irónico que lo protagonizara un seductor incurable como Warren Beatty), con la reveladora escena de Bonnie acariciando sugerentemente el revolver de Clyde, la película funciona perfectamente, ya que mezcla trozos de acción con otros de comedia, como por ejemplo el secuestro de Gene Wilder y su novia o el primer atraco a un banco, frustrado al encontrar que no tiene dinero (¿seguro que estamos en los años 20 y no en la actualidad?).

La pareja protagonista tiene el carisma y atractivo necesarios, con una cierta diferencia a favor de Faye Dunaway, pero es con los secundarios donde se encuentran los mayores aciertos y los que les dan un apoyo fundamental, empezando por Michael J. Pollard como Moss, el mecánico que se une a la banda y siempre es el “una persona no identificada”, siguiendo por Gene Hackman como Buck, el hermano de Clyde, la mítica profesora del Actor’s Studio, Estelle Parsons, como la histérica e insoportable esposa de Buck, o hasta incluso la breve aparición de Dub Taylor como el padre de Moss es sensacional. Tanto los tres primeros como Dunaway y Beatty estuvieron nominados, pero sólo Parsons se llevó la estatutilla.

La escena más famosa es la del tiroteo, una absurda y desproporcionada reacción de la policía que convirtió a la pareja y al coche en el que iban en auténticos coladores. Los contínuos cambios de plano mostrándolos, así como lo que les llama la atención, junto con la imagen de Clyde con unas gafas con un solo cristal de color y su compañera, moviéndose, una vez muertos, debido a las balas. Otra de mis escenas favoritas es la de Blanche sentada en una celda, con los ojos vendados, iluminada por la luz que entra en la ventana, recibiendo la visita de la policía.

Warren Beatty fue el que desde el primer momento creyó en la película y la produjo, a pesar de que los estudios no apostaban por ella. Su enorme éxito despertó una fiebre de toda una serie de películas “revival”, pero no consiguieron ni el mismo éxito ni repercusión, ya que nunca resultaron las boinas ser mas chics que cuando las llevaba Bonnie.
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MIS PESADILLAS, MI VIDA


Hace unos años, American Express encargó a algunos directores de prestigio una una serie de anuncios publicitarios para sus tarjetas de crédito dentro de su campaña "My life, my card". Ojo a la lista: Martin Scorsese, Wes Anderson, Robert de Niro y M. Night Shyamalan. El de este último es quizás el más visual y atractivo para la vista, aunque el de Scorsese es tremendamente divertido, y el de Anderson (un homenaje a "La noche americana" de Truffaut) tiene más chicha que todas sus películas juntas. Este que os presento es un ejemplo práctico perfecto de la pericia cinematográfica de nuestro querido Manoj, que consigue crear una atmósfera realmente perturbadora (incluso para él mismo) a golpe de composición, encuadre y una música perfecta. Mesa para uno, y a ver si la próxima comida es más tranquilita.

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VIDÉAME BIEN, HERMANITO






Queridos amigos y amigas, permitidme que os presente a nuestro humilde narrador: Alex. Seguro que nunca podréis olvidar su rostro desde el primer momento en que aparece en escena, en un primerísimo plano, mostrando sus penetrantes ojos adornados con una pestaña postiza, mientras sonríe de una manera diabólica y enigmática a la cámara, que se va alejando lentamente en un travelling hacia atrás, mostrándole con sus compañeros en el Dorova Milk Bar, y su voz en off hace una ligera introducción. Brutal comienzo.

La naranja mecánica no es la mejor película de Kubrick, pero tiene un extraño poder de fascinación que la convierten en una obra única e irrepetible. La estética de los drugos, con sus trajes blancos, botas militares y bombin (porque ante todo siguen siendo británicos), su forma de hablar, el uso de la música clásica en escenas violentas, su reflexión sobre la violencia y su profunda mala leche hacen lógico que se haya convertido en una película de culto.

Estamos en un futuro impreciso aunque inquietantemente cercano: los mendigos abundan por las calles y los jóvenes, faltos de valores morales ante unos padres que parecen más preocupados por el próximo color de su pelo que por ellos, o unos profesores que no les entienden, se dedican a formar grupos de drugos y a practicar la hiperviolencia. Alex es la cabecilla de su banda, y es diferente a ellos: es mucho más inteligente y tiene una sensibilidad especial que le hace disfrutar de la música de Beethoven. A la que es detenido y encarcelado, se ofrece para una nueva técnica llamada el “método Ludovico”, basada en los reflejos condicionados de Paulov, con la que se pretende erradicar el comportamiento violento haciendo que sienta rechazo hacia el mismo (como efecto colateral, nunca podrá volver a disfrutar de la novena sinfonía de Beethoven, que es lo que más le duele). Lo consiguen, pero… ¿realmente ha sido un éxito?

Con una estructura circular igual que la de Eyes wide shut, Kubrick usó la novela de Anthony Burguess, aunque éste no le perdonó que hubiera modificado el final, y por cosas del destino, o tal vez reflejando una situación del momento, coincidió con otras películas como Perros de paja que también trataban sobre la violencia, y provocó de nuevo el eterno debate de el uso de la violencia en el cine. Debido a que hubo jóvenes que imitaron el comportamiento de la banda de Alex y a amenazas que recibió Kubrick, éste decidió prohibir la emisión de película en Inglaterra.

El montaje acelerado,su contraste con la música clásica, así como imágenes sorprendentes y un sentido de humor muy negro que no supo ser apreciado como es debido en su momento son algunas de las bazas fundamentales de la película, pero sin duda no habría sido la misma sin la interpretación de Malcom McDowell, con un personaje que le ha perseguido durante toda la vida. Su Alex es tan fascinante como repulsivo, mezclando perfectamente inocencia y perversidad. Aunque se sometió con una paciencia de santo a las interminables tomas del director (con Kubrick se sabía cuando se empieza una toma, pero nunca cuando acaba), tras agotadoras horas de ensayo en la aparatosa silla de tortura del método Ludovico, tuvo un ataque de ansiedad que provocó que se lesionara un ojo. Como compensación, la cooperación entre director y actor tuvo sus buenos resultados. Tras tres días de repetir la escena del ataque al matrimonio en su casa, Stanley no estaba convencido, le faltaba algo, de modo que le preguntó "¿Sabes cantar?” y Malcom se puso a cantar la única canción que sabía Singing in the rain mientras daba golpes al matrimonio. Kubrick al acabar la toma no dijo nada más y se fue directamente a comprar los derechos de la canción. El resultado era perfecto, sumamente inquietante, justo lo que quería.

Por último digamos una anécdota explicada por el propio McDowell. Hace unos años fue a ver la película en una reposición y un joven espectador se acercó a él al acabar la proyección. “¿La naranja mecánica, verdad?”. “Si”, respondió resignado. “¿Qué personaje?”. “Bueno, ya sabes –respondió asombrado- El tio” “¿El viejo?" replicó el joven. Desde luego, hay momentos en que está justificada la hiperviolencia.
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ACTORES DE ATREZZO


El otro día, mientras veía de manera absolutamente accidental una de tantas series españolas (en este caso, una bosta infecta llamada, creo, “Lalola”) cortadas por los mismos patrones que mandan desde hace quince años en la televisión patria, me reconocía a mí mismo la profunda envidia que tengo de los televidentes americanos o británicos. Estos pueden confiar en que la próxima serie que estrenen en alguno de sus canales (particularmente si es de cable) será atrevida, osada, original, con guionistas de calidad y ansias de ruptura de barreras. Aquí nos seguimos moviendo, con escasísimas excepciones, en los mismos parámetros costumbristas y para-toda-la-familia que surgieron de “Médico de familia”, y apenas salimos de ahí. En particular, el humor televisivo en España, fuera de “Siete vidas”, algunos programas dedicados a la parodia y algún que otro late-night, roza lo sonrojante. Hoy en día, y a menos que alguien más entregado a la causa televisiva que yo pueda rebatirme, sólo se puede hablar de “Camera café” como producto nacional más o menos innovador (entre comillas, porque no es de origen español) y de calidad. Mientras, en la Grandísima Bretaña aparecen, por ejemplo, unos tipos como Ricky Gervais y Stephen Merchant que dan a luz dos de las mejores series humorísticas de los últimos años. La primera, “The office”, tuvo tal éxito que derivó en una versión yanqui interpretada por Steve Carell que consiguió igual fortuna. La otra es mucho menos conocida en España, está directamente relacionada con el cine, y se llama “Extras”.

Compuesta de dos temporadas de seis episodios cada una y un especial de Navidad, “Extras” es una sitcom sobre un personaje, Andy Millman (Ricky Gervais), que a sus cuarenta tacos ha abandonado un confortable trabajo en un banco para dedicarse a la pasión de su vida, la interpretación. Sin embargo, la suerte y el talento no han tocado a su puerta, y ha de conformarse con hacer de extra en diferentes proyectos junto a su amiga Maggie (Ashley Jensen), otra que tal. En cada episodio de la primera temporada, una celebridad invitada es la estrella de la película en la que Andy y Maggie asoman su anonimato, interpretando a una parodia retorcida de sí mismos: desde un Ben Stiller insoportablemente egocéntrico a una Kate Winslet malhablada y picarona o a un Patrick Stewart obsesionado con ver mujeres desnudas. Mientras, los protagonistas pasean sus vergüenzas: Andy es un tipo amargado, incomprensiblemente pagado de sí mismo, snob y con nulo tacto para... bueno, para todo; Maggie, una buenaza con coeficiente intelectual pelín superior al de un paragüero, podría aparecer en la Wiki al lado de la definición de “rubia tonta”. Para rematar el cuadro tenemos al agente de Andy, Darren (Stephen Merchant), lo suficientemente inútil como para no saber descolgar un móvil sin apagarlo, y cuyo máximo logro profesional es construir palabras guarras con los números de una calculadora...

El humor de “Extras” - deudor en parte de referentes como “Seinfeld” o “Curb your enthusiasm” -, corrosivo, incómodo, sutil, se basa, en buena parte, en las situaciones embarazosas que se derivan de las meteduras de pata de Andy y Maggie, muchas de ellas relacionadas con gays, minorías étnicas y discapacidades físicas y psíquicas, lo que convierte a “Extras” en una oda a lo políticamente incorrecto, retorciéndolo y utilizándolo magistralmente como un arma humorística más; “Extras” obliga al espectador a reirse mientras se tapa los ojos víctima de la vergüenza ajena que le producen las incomodísimas situaciones que, episodio tras episodio, se presentan ante sus ojos. En especial en la segunda temporada, más requebrada y viperina que la primera, en la que Andy pasa a ser una estrella televisiva al haber conseguido vender una sitcom (“When the wisthle blows”, la típica serie cutre, con risas enlatadas y “catch phrases” de corto alcance) a la BBC. Sin embargo, esto no cumple las expectativas artísticas de Andy, que se mueve entre la necesidad egocéntrica de ser famoso y la necesidad egocéntrica de ser reconocido artísticamente. En esta segunda temporada adquiere más protagonismo el agente de Andy (justamente, porque es un personaje descomunal), y los artistas invitados se ceban consigo mismos: se hace difícil elegir entre ese Orlando Bloom que continuamente se compara con Johnny Depp, ese Daniel Radcliffe intentando aparentar mayoría de edad (y lanzándole condones a la cara a Diana Rigg), o ese David Bowie cantándole la canción más humillante de la historia de la televisión al pobre Andy.

Aunque Gervais y Merchant no quisieron realizar más de dos temporadas, concedieron a la BBC un deseo navideño el año pasado, y pergeñaron un episodio especial, de 80 minutos de duración, de más espesor dramático y con la aparición especial de Clive Owen (y un impagable cameo de George Michael... en un parque...), que acababa con Andy en el “Gran Hermano VIP” (una evolución lógica) soltando un lucidísimo monólogo sobre la fama televisiva hoy en día. "Extras", una serie inteligente que, aparte de su sentido del humor, conoce los resortes de las industrias televisiva y cinematográfica y juega afiladamente con ellos, pasó despercibida en España a su paso por la clandestinidad de La Sexta. No podía ser de otra manera. El moho de los paraísos tetiles y de las chachas vociferantes ya tiene suficientemente ocupado el prime-time de nuestra caja tonta, más tonta que nunca. Por fortuna, los Reyes Magos existen: en mi caso, son la HBO y los programas de descarga directa.
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Y TAN FRESCO




Estos días los protagonistas son los niños. Sus sonrisas y sus miradas se convierten en el centro de atención de todos. Dedicado a ellos, y -especialmente- a ese niño que llevamos dentro y no deberíamos perder nunca, va este video de hoy. Happy feet es una película de animación que contó con un doblaje de lujo: Nicole Kidman, Hugh Jackman, Elijah Wood… pero el que roba la función a todos –como no podía ser de otra manera- es ese dibujo animado en carne y hueso llamado Robin Williams, que prestó su voz a dos de los personajes: el doctor Amor y Ramón. Ramón, que en la versión original era mejicano y en la versión española cubano, es un adorable pingüino que nos deleita con su versión en spanglish (bastante macarrónico, es cierto) de My way (aka A mi manera), acompañado de sus impagables palmeros. Encantador trailer y excelente final con ese “Hola. Sé que la estatura puede ser un problema, pero no tengas miedo: te quiero. TE QUIERO”. I love u2, Ramón.

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¡MECASOENSORIA!



De verdad que es una auténtica lástima el caso de José Luís Cuerda. Alguien que tiene una sensibilidad tan especial para explicar historias de un realismo mágico y un humor surrealista que las convierte en piezas únicas (como Amanece, que no es poco y El bosque animado), pero que no ha sido capaz de volver a repetir esos aciertos es un auténtico desperdicio, porque de haber seguido así podría haber llegado a ser alguien muy grande.

Vayamos pues por El bosque animado, que es perfecta para ver por estas fechas.Un pobre desgraciado, Malvis (Alfredo Landa), más llevado por la falta de dinero y las pocas ganas de trabajar que por otra cosa, decide convertirse en bandido, pensando que así se hará rico, usando el nombre “artístico” de Fendetestas. El problema es que nadie le toma en serio, sus víctimas regatean con él y le reconocen aunque se manche la cara con barro. Su amigo Geraldo (Fernando Valverde), un pocero cojo de pierna chirriante que sufre mal de amores, no le hace demasiado caso; el único que parece prestarle atención es un fantasma, de Fiz de Cotovelo (Miguel Rellán) que vaga en pena hasta que alguien haga por él una penitencia que dejó pendiente.

Un reparto coral lleno de personajes entrañables y extravagantes, entre los que destacan un impagable cameo del genial Luis Ciges con su teléfono invisible, en un papel hecho a su medida o Maria Isbert como la bruja del lugar, ayudados por el buen guión de Rafael Azcona, basado en una novela de Wenceslao Fernández Gómez y la hermosura de los paisajes naturales hacen de la película una delicia. Escenas como las de Amparo Baró y Alicia Hermida asustadas ante lo que creen una aparición mezclan a la perfección con humor lo terrenal y lo sobrenatural.

Sin duda es Alfredo Landa el que centra toda la atención, componiendo un personaje divertido y tierno como pocos, con su famoso grito de guerra que he usado como título del post; quiere ser malo pero tiene un corazón que no le cabe en el pecho y por eso le suelen liar de mala manera, si dándole un cigarrillo ya se queda más contento que unas pascuas.

No os vayáis a pensar que todo es tan idílico como el paisaje y todos son buenísimos; los personajes están muy bien trazados, y así se nos muestra la avaricia, el egoísmo, las supersticiones, la lujuria, la crueldad de una manera totalmente natural, sin cargar las tintas en ningún momento. Lo único que siempre estará allí y no cambiará es el bosque, cada vez más lleno de habitantes del más allá Quizás el infierno (o el cielo) esté aquí, en el bosque.

¡Feliz año, linterneros!
 
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